La parábola del sembrador
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Dominio público |
Los
discípulos se acercaron a decirle: ¿Por qué les hablas en parábolas? Él les
respondió: A vosotros se os ha dado conocer los misterios del Reino de los
Cielos, pero a ellos no se les ha dado. Porque al que tiene se le dará y
abundará, pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará. Por eso les
hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. Y se
cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice:
Con el oído oiréis, pero no entenderéis, con la vista miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y han cerrado sus ojos; no sea que vean con los ojos, y oigan con los oídos, y entiendan con el corazón y se conviertan, y yo los sane.
Bienaventurados,
en cambio, vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. Pues en
verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que vosotros estáis
viendo y no lo vieron, y oír lo que vosotros estáis oyendo y no lo oyeron.
Escuchad, pues, la parábola del sembrador. Todo el que oye la palabra del Reino y no lo entiende, viene el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón: esto es lo sembrado junto al camino. Lo sembrado sobre terreno rocoso es el que oye la palabra, y al punto la recibe con alegría; pero no tiene en sí raíz, sino que es inconstante y, al venir una tribulación o persecución por causa de la palabra, en seguida tropieza y cae. Lo sembrado entre espinos es el que oye la palabra, pero las preocupaciones de este mundo y la seducción de las riquezas sofocan la palabra y queda estéril. Por el contrario, lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y fructifica y produce el ciento, o el sesenta, o el treinta.» (Mateo 13, 1-23)
I. San Mateo nos dice
en el Evangelio de la Misa que Jesús se sentó junto al mar y se le acercó tanta
gente para oír su palabra que hubo de subirse a una barca, mientras la multitud
le escuchaba desde la orilla. El Señor, sentado ya en la pequeña embarcación,
comenzó a enseñarles: Salió un sembrador a sembrar, y la semilla cayó en tierra
muy desigual.
En
Galilea, terreno accidentado y lleno de colinas, se destinaban a la siembra
pequeñas extensiones de terreno en valles y riberas; la parábola reproduce la
situación agrícola de aquellas tierras. El sembrador esparce a voleo su
semilla, y así se explica que una parte caiga en el camino. La semilla caída en
estos senderos era pronto comida por los pájaros o pisoteada por los
transeúntes. El detalle del suelo pedregoso, cubierto sólo por una delgada capa
de tierra, correspondía también a la realidad. A causa de su poca profundidad,
brota la semilla con más rapidez, pero el calor la seca con la misma prontitud
por carecer de raíces profundas.
El
terreno donde cae la buena semilla es el mundo entero, cada hombre; nosotros
somos también tierra para la simiente divina. Y aunque la siembra es realizada
con todo amor -es Dios que se vuelca en el alma-, el fruto depende en buena
parte del estado de la tierra donde cae. Las palabras de Jesús nos muestran con
toda fuerza la responsabilidad que tiene el hombre de disponerse para aceptar y
corresponder a la gracia de Dios.
Parte
cayó junto al camino, y vinieron los pájaros y se la comieron. Oyen la palabra
de Dios, pero viene luego el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón. El
camino es la tierra pisada, endurecida; son las almas disipadas, vacías,
abiertas por completo a lo externo, incapaces de recoger sus pensamientos y
guardar los sentidos, sin ordenen sus afectos, poco vigilantes en los
sentimientos, con la imaginación puesta con frecuencia en pensamientos
inútiles; son también las almas sin cultivo alguno, nunca roturadas,
acostumbradas a vivir de espaldas al Señor. Son corazones duros, como esos
viejos caminos continuamente transitados. Escuchan la palabra divina, pero con
suma facilidad el diablo la arranca de sus almas. «Él no es perezoso, antes
bien, tiene los ojos siempre abiertos y está siempre preparado para saltar y
llevarse el don que vosotros no usáis».
Necesitamos pedir al Señor fortaleza para no ser jamás
como éstos que «se parecen al camino donde cayó la semilla: negligentes, tibios
y desdeñosos». Negligencia y tibieza que se manifiestan en la falta de
contrición y de arrepentimiento, y de una lucha decidida contra los pecados
veniales. La primera vez que el Sembrador arrojó su semilla en la tierra de
nuestra alma fue en el Bautismo. ¡Cuántas veces desde entonces nos ha dado su
gracia abundante! ¡Cuántas veces pasó cerca de nuestra vida, ayudando,
alentando, perdonando! Ahora, en la intimidad de la oración, calladamente,
podemos decirle: «¡Oh, Jesús! Si, siendo ¡como he sido! -pobre de mí-, has
hecho lo que has hecho...; si yo correspondiera, ¿qué harías?
»Esta verdad te ha de llevar a una generosidad sin tregua.
»Llora, y duélete con pena y con amor, porque el Señor y
su Madre bendita merecen otro comportamiento de tu parte».
II.
Otra parte cayó en pedregal, donde no había mucha tierra, y brotó pronto por no
ser hondo el suelo; pero al salir el sol, se agostó y se secó porque no tenía
raíz. Este pedregal representa a las almas superficiales, con poca hondura
interior, inconstantes, incapaces de perseverar. Tienen buenas disposiciones,
incluso reciben la gracia con alegría, pero, llegado el momento de hacer frente
a las dificultades, retroceden; no son capaces de sacrificarse por llevar a cabo
los propósitos que un día hicieron, y éstos mueren sin dar fruto.
Hay
algunos, enseña Santa Teresa, que después de vencer a los primeros enemigos de
la vida interior «acabóseles el esfuerzo, faltóles ánimo», dejaron de luchar,
cuando sólo estaban «a dos pasos de la fuente del agua viva que dijo el Señor a
la Samaritana que quien la bebiere no tendrá sed». Hemos de pedir al Señor
constancia en los propósitos, espíritu de sacrificio para no detenernos ante
las dificultades, que necesariamente hemos de encontrar. Comenzar y recomenzar
una y otra vez, con santa tozudez, empeñándonos en llegar a la santidad a la
que Jesús nos llama, y para la que nos da las gracias necesarias. «El alma que
ama a Dios de veras no deja por pereza de hacerlo que puede para encontrar al
Hijo de Dios, su Amado. Y después que ha hecho todo lo que puede, no se queda
satisfecha y piensa que no ha hecho nada», enseña San Juan de la Cruz.
Otra parte cayó entre espinos; crecieron los espinos y la
sofocaron. Son los que oyen la palabra de Dios, pero las preocupaciones de este
mundo y la seducción de las riquezas sofocan la palabra y queda estéril. El
amor a las riquezas, la ambición desordenada de influencia o de poder, una
excesiva preocupación por el bienestar y el confort, y la vida cómoda son duros
espinos que impiden la unión con Dios. Son almas volcadas en lo material,
envueltas en «una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se
puede tocar. Los ojos que se quedan como pegados a las cosas terrenas, pero
también los ojos que, por eso mismo, no saben descubrir las realidades
sobrenaturales»; están como ciegos para lo que verdaderamente importa.
Dejar que el corazón se aficione al dinero, a las
influencias, al aplauso, a la última comodidad que pregona la publicidad, a los
caprichos, a la abundancia de cosas innecesarias, es un grave obstáculo para
que el amor de Dios arraigue en el corazón. Es difícil que quien está poseído
por esta afición a tener más, a buscar siempre lo más cómodo, no caiga en otros
pecados. «Por eso -comenta San Juan de la Cruz- el Señor los llamó en el
Evangelio espinas, para dar a entender que el que los manoseare con la
voluntad, quedará herido de algún pecado».
Enseña San Pablo que quien pone su corazón en los bienes
terrenos como si fueran bienes absolutos comete una especie de idolatría. Este
desorden del alma lleva con frecuencia a la falta de mortificación, a la
sensualidad, a apartar la mirada de los bienes sobrenaturales, pues se cumplen
siempre aquellas palabras del Señor: donde está vuestro tesoro, allí estará
vuestro corazón. En este mal terreno quedará indudablemente sofocada la semilla
de la gracia.
III.
Lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y
fructifica y produce el ciento, o el sesenta, o el treinta. Dios espera de
nosotros que seamos un buen terreno que acoja la gracia y dé frutos; más y
mejores frutos produciremos cuanto mayor sea nuestra generosidad con Dios. «Lo
único que nos importa -comenta San Juan Crisóstomo- es no ser camino, ni
pedregal, ni cardos, sino tierra buena (...). No sea el corazón camino donde el
enemigo se lleve, como el pájaro, la semilla pisada por los transeúntes; ni
peñascal donde la poca tierra haga germinar enseguida lo que ha de agostar el
sol; ni abrojal de pasiones humanas y cuidados de la vida».
Todos los hombres pueden convertirse en terreno preparado
para recibir la gracia, cualquiera que haya sido su vida pasada: el Señor se
vuelca en el alma en la medida en que encuentra acogida. Dios nos da tantas
gracias porque tiene confianza en cada uno; no existen terrenos demasiado duros
o baldíos para Él, si se está dispuesto a cambiar y a corresponder: cualquier
alma se puede convertir en un vergel, aunque antes haya sido desierto, porque
la gracia de Dios no falta y sus cuidados son mayores que los del más experto
labrador.
Supuesta
la gracia, el fruto sólo depende del hombre, que es libre de corresponder o no.
«La tierra es buena, el sembrador el mismo, y las simientes las mismas; y sin
embargo, ¿cómo es que una dio ciento, otra sesenta y otra treinta? Aquí la
diferencia depende también del que recibe, pues aun donde la tierra es buena,
hay mucha diferencia de una parcela a otra. Ya veis que no tienen la culpa el
labrador, ni la semilla, sino la tierra que la recibe; y no es por causa de la
naturaleza, sino de la disposición de la voluntad».
Examinemos hoy en la oración si estamos correspondiendo a
las gracias que el Señor nos está dando, si aplicamos el examen particular a
esas malas raíces del alma que impiden el crecimiento de la buena semilla, si
limpiamos las hierbas dañinas mediante la Confesión frecuente, si fomentamos
los actos de contrición, que tan bien preparan el alma para recibir las
inspiraciones de Dios. «No podemos conformarnos con lo que hacemos en nuestro
servicio a Dios, como un artista no se queda satisfecho con el cuadro o la
estatua que sale de sus manos. Todos le dicen: es una maravilla; pero él
piensa: no, no es esto; yo querría más. Así deberíamos reaccionar nosotros.
»Además, el Señor nos da mucho, tiene derecho a nuestra
más plena correspondencia..., y hay que ir a su paso». No nos quedemos atrás.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org