No hay más remedio que darle un sí a la cizaña y aprender a
vivir con ella
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Hoy Jesús me pide que no me precipite, que no
actúe sin pensar. Que no sea impaciente al mirar mi campo lleno de trigo bueno
y de cizaña:
«Cuando empezaba a verdear y se formaba la
espiga apareció también la cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al
amo: – Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la
cizaña? Él les dijo: – Un enemigo lo ha hecho. Los criados le preguntaron: –
¿Quieres que vayamos a arrancarla? Pero él les respondió: – No, que, al
arrancar la cizaña, podríais arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos
hasta la siega y, cuando llegue la siega, diré a los segadores: Arrancad
primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en
mi granero».
Quisiera ser
capaz de aceptar la convivencia con la cizaña sin miedo, sin alterarme. Sin
querer cortarla antes de tiempo. Si lo hago así, puedo
llegar a matar el trigo en el intento.
El mal coexiste con el bien dentro de mi
alma. Sueño con
hacer el bien, con ser justo y verdadero. Y la cizaña del pecado me rompe por
dentro. No hago lo que quiero hacer. No soy tan santo como soñaba. Hago daño.
Y eso que
sucede en mi corazón sucede también dentro de la Iglesia. El mal es habitual en
el mismo reino de Dios en el que crece ese bien que siembran los santos de
Dios.
Quiero aceptar que mi Iglesia es santa y pecadora al mismo tiempo. No sólo es
pura, también es impura. Lo santos son hombres enamorados de Dios y de los
hombres. Son humanos, son de Dios.
Y junto a
ellos hay otros que no son tan santos y también quieren hacer la voluntad de
Dios. Y fracasan como yo mismo tantas veces cuando hago el mal.
La cizaña crece junto al trigo. Tal vez
quiero ver en los santos una perfección que yo no tengo, esos logros que no
alcanzo.
Es como ver
triunfar en una película al protagonista haciendo acciones imposibles que yo
nunca he podido hacer. O ver en el hijo los logros que el padre no ha
conseguido.
Es el deseo
de una santidad perfecta la que me mueve. Quiero ser santo como Dios, inmaculado y
perfecto. Y una y otra vez tropiezo con la cizaña en mi alma y me escandalizo.
Yo no puedo.
Los que son santos seguro que pueden. Me da vértigo pensar que lo santos no lo
han hecho todo bien. Me cuesta creer y aceptar que se hayan podido equivocar
alguna vez.
¿No es verdad
que a
veces busco en los santos una perfección moral inalcanzable?
Creo que los
santos siempre tienen que estar alegres, renunciando a su propio beneficio por
amor. Han de ser prudentes y moderados. Humildes y sencillos.
Cualquier
cosa que digan tiene que ser con un fin santo. Nunca mienten, siempre dicen con
humildad la verdad. No necesitan el descanso, ya llegarán al paraíso.
No piensan en
su propia salud, se desgastan por cuidar la salud de otros. No viven para sus
intereses, es el amor a los demás lo que mueve sus vidas.
No escatiman
esfuerzo en la entrega. Siempre mueren por amor a otros. Nunca son ellos los
importantes, han venido a este mundo para servir y en ello invierten la vida. Esa
imagen de santidad es la que me da paz. Una vida lograda.
Quizás es por mi propia mediocridad por lo
que me cuesta aceptar una Iglesia santa y pecadora. Sé que hay muchos hombres justos y santos.
Y eso alegra mi alma. Y también hay pecadores que me recuerdan mi propia condición.
Esta Iglesia a la que amo es santa y
pecadora. Conviven el trigo y la cizaña, como en mi alma. Está en
camino hacia el cielo, donde todo será pleno.
Aquí en la tierra siempre hay luces y
sombras, como en mi vida. Actos heroicos y muestras de fragilidad, igual que en
mí.
¿Por qué me cuesta
tanto convivir con los grises en mi propia vida?
La cizaña junto al trigo me parece
imposible de conciliar. No tolero el color de la cizaña, ni su olor a
debilidad. Quisiera arrancarla inmediatamente para que sólo brille el color
puro del trigo y su olor a santidad.
No puedo aceptar
la fragilidad del pecado en aquellos a los que admiro.
Tampoco dentro de mí. Hoy acepto que no hay más remedio que darle un sí a la
cizaña y aprender a vivir con ella. Me gustan las palabras de santa Teresita:
«Puesto que mis pequeños actos de virtud se
toman por imperfecciones, también se pueden equivocar al tomar por virtud lo
que no es más que imperfección. Entonces digo con san Pablo: – En cuanto a mí
poco me importa que me juzguéis vosotros o un tribunal humano; ni siquiera yo
mismo me juzgo. Mi juez es el Señor«[1].
Quiero aceptar que el
pecado es parte de mi vida. Y mi lucha por la santidad no
consiste en no volver a pecar nunca más. Es imposible. Mi fragilidad me lo hace
ver a cada paso.
Por eso no me
escandalizo de mi debilidad. Sólo Dios me juzga y me conoce. Poco importa el
juicio de los hombres. No dejo de creer que yo también puedo ser santo a los ojos de
Dios.
El pecado
forma parte de mi debilidad, y el amor magnánimo lo ha sembrado Jesús esperando
que dé fruto dentro de mí.
Dios ha
despertado mi anhelo de santidad desde que vi su rostro. Es santa una vida en
la que coexisten la gracia y el pecado. La debilidad y la grandeza forman parte
de un mismo amor heroico.
No me impaciento por llegar a la meta a
toda costa. Jesús me lleva en sus brazos. Por eso no me asusto cuando caigo y
no hago lo que sueño y anhelo.
Dios sabe cómo hacerlo posible en mí, conoce mi corazón mejor que
nadie. Tengo claro que lo santos a los que admiro son hombres que en un momento
de su vida se dejaron tocar por Dios y se sintieron amados profundamente.
Notaron el
abrazo de Dios en su espalda y eso les dio fuerza para dar la vida. Algo cambió
en su corazón, se hicieron niños.
A esos santos
sí puedo seguirlos. Tal como soy puedo ser amado por Dios y volver a ser niño
en sus manos. La fuerza de ese amor misericordioso e incondicional me levanta
por encima de una perfección sin mancha que no poseo.
Dios saca mi
belleza escondida debajo del polvo de mi mediocridad. Sueño con las alturas que
iluminan mis pasos. Así lo hizo Dios con cada uno de los
santos. Los modeló según su propio corazón para que fueran capaces de amar
hasta el extremo.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia