Con 82.000 manuscritos
y 1,6 millones de libros impresos, de los que más de 8.000 son incunables, la
Biblioteca Apostólica del Vaticano custodia una parte destacada de la memoria
editorial de la humanidad
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La
directora de la Biblioteca Apostólica del Vaticano, Raffaella Vincenti.
Foto: Victoria Isabel Cardiel C. |
Raffaella Vincenti
acaba de ser confirmada por el Papa como responsable de esta biblioteca de
bibliotecas.
Es uno de los lugares del
mundo con más sabiduría y belleza por metro cuadrado. Con 82.000 manuscritos y
1,6 millones de libros impresos, de los que más de 8.000 son incunables
(alrededor de 60 en pergamino), decir que la Biblioteca Apostólica del Vaticano
custodia una parte destacada de la memoria editorial de la humanidad es casi
una redundancia.
Fue el Papa Nicolás V quien abrió a los estudiosos su
colección privada a mediados del siglo XV, pero el deseo de conservar los
textos escritos es una constante en los obispos de Roma.
«Nicolás V fue un Pontífice
con una gran sensibilidad. Entre 1450 y 1451 permitió a los estudiosos de la
época acceder a los manuscritos griegos, latinos y hebreos que había ido
recopilando». Un gesto «que puso los cimientos de la Biblioteca del Vaticano
tal y como la entendemos hoy. Pero todos los Papas, desde la Edad Media, han
ido conservando tanto textos sacros como documentos que testimoniaban el
ingenio humano», destaca Raffaella Vincenti, directora de la Biblioteca
Apostólica del Vaticano (BAV). Y añade: «Aquí no hay solo biblias o documentos
teológicos. Las colecciones de la biblioteca están especializadas en el campo
humanístico», resalta.
Para probarlo basta citar
que custodia un manuscrito con las ilustraciones de Botticelli a la Divina
Comedia; el único ejemplar casi completo que ha llegado hasta nuestros días
de La República de Cicerón; un manuscrito de la Ética de
Spinoza o el cancionero autógrafo del poeta Francesco Petrarca, del siglo XIV,
uno de los volúmenes predilectos de Vincenti, que se ocupa de la Secretaría de
la Biblioteca Vaticana desde 2012, pero cuyo cargo ha sido ahora confirmado por
el Papa.
La entrevista se desarrolla
en el Salón Sistino, una impresionante aula de 70 metros de largo situada en el
patio de Belvedere, dentro de los muros del Vaticano, que hasta finales del
siglo XIX usaban los Pontífices como salón de lectura. Un lugar donde la concentración
es toda una quimera, porque puedes pasarte horas admirando los frescos de las
paredes.
La conversación sirve,
sobre todo, para eliminar cualquier prejuicio hacia a esta institución cuyos
anaqueles conservan textos que superan los 1.200 años de antigüedad. El primer
mito desmontado es la leyenda de los libros prohibidos. «A veces nos confunden
con el Archivo (Secreto) del Vaticano. Aunque el Papa hizo bien en quitarle ese
adjetivo. Es un error garrafal pensar que aquí queremos ocultar al público ciertos
documentos».
Los únicos que no se pueden
consultar son aquellos que, por una cuestión de conservación, «son demasiado
delicados. Como el manuscrito original del Cancionero de
Petrarca o el Papiro Hanna. Mater Verbi del siglo III, uno de
los testimonios más antiguos conservados del texto del Nuevo Testamento, que
incluye la versión en griego del padrenuestro según el Evangelio de Lucas». «No
es que sean secretos, es que cada vez que se abre y entran en contacto con la
luz, se dañan. Por eso en estos casos privilegiamos la consultación de la copia
digital, aunque si la investigación así lo requiere, permitimos el acceso»,
explica Vincenti.
La principal vocación de la
biblioteca de los Papas es la combinación de la custodia de su rico patrimonio
con el objetivo de ser puente para el mundo académico. «La biblioteca está
abierta a todo el mundo. No hay límites de raza o credo. El filtro para acceder
está condicionado a la competencia académica del investigador. Se privilegian
los doctorandos y los proyectos que tienen que pasar sí o sí por nuestros
fondos», afirma Vincenti.
Actualmente reciben unos
1.300 estudiosos por año; mucho menos que hace diez años. «La crisis económica
hizo estragos en los fondos dedicados a la investigación, y el número de
estudiosos se vio drásticamente reducido», lamenta. «La mayoría provienen de
Italia. Seguidos de Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania y España en quinto
lugar», especifica.
Se puede afirmar que la
Biblioteca Apostólica del Vaticano es una biblioteca de bibliotecas. De hecho,
a lo largo de los siglos ha ido fagocitando por entero algunas de las
bibliotecas más prestigiosas del mundo. Como la biblioteca de la reina Cristina
de Suecia, cuyos fondos adquirió la Santa Sede a su muerte en 1689. Lo mismo
pasó con la biblioteca de la familia italiana Barberini, una de las sagas
aristocráticas más poderosas. La respetada familia Chigi, que da nombre al
palacio que acoge al Gobierno de Italia, donó al Vaticano toda su biblioteca en
1923. Y lo mismo hizo tres años después la familia Ferrajoli.
Tal fue la fatiga de los
Pontífices para reunir tanta riqueza, que una lápida en el vestíbulo, antes del
ingreso al Salón Sistino, amenaza con la excomunión si algún manuscrito es
dañado o robado. Aunque para asegurarse de que esto nunca suceda, el Vaticano
instaló un férreo sistema de control hace casi una década que registra cada
paso de los que entran aquí. «A la biblioteca se accede con una tarjeta
microchip que los investigadores reciben en el momento de la inscripción.
Además, también los libros impresos cuentan con un microchip en su interior. El
control es exhaustivo y forma parte de nuestra función como guardianes de este
patrimonio», señala Vincenti, que compagina su trabajo en la biblioteca con la
labor docente.
El riesgo de contagio por
el coronavirus impuso el cierre de la biblioteca a principios de marzo. Desde
el 1 de junio, los investigadores han ido regresando poco a poco a los bancos
de las salas de estudio, con un número de lectores reducido en sala y sujeto a
las solicitudes de consulta. Lo importante ahora es la tutela de los empleados
y de los estudiosos con el respeto de las distancias de seguridad y el uso de
mascarillas, guantes y geles desinfectantes. «Hemos adoptado todas las cautelas
necesarias. Además de reducir los horarios y limitar los accesos, hemos
plastificado las mesas y las sillas porque no podíamos aplicar al mobiliario
productos agresivos de limpieza. También hemos instalado paneles de plexiglás»,
explica la primera mujer en formar parte del Consejo de la biblioteca.
En este contexto, la
estrategia de digitalización es básica. Y la Biblioteca Apostólica del Vaticano
puede presumir de haber entrado de lleno en la era moderna hace seis años. «En
2014 pusimos en marcha un eficaz proceso de digitalización de manuscritos con
la empresa NTT DATA». En este momento, añade, «hemos completado la
digitalización de casi 20.000 documentos que ya hemos colgado en la red. Este
es un gran logro porque además de llevar el paso a la tecnología, se derriban
las barreras económicas y cualquier persona con un ordenador puede consultar
estos documentos sin tener que coger un avión», relata. Si bien deja claro que
el formato digital nunca puede sustituir al original. Por eso las labores de
conservación son fundamentales.
Victoria Isabel Cardiel C.
Roma
Roma
Fuente: Alfa y Omega