LA VIRTUD DE LA FIDELIDAD
II. El fundamento de la fidelidad.
III. Amor y fidelidad en lo pequeño.
«Cuando bajó del monte
le seguía una gran multitud. En esto, se le acercó un leproso, se postró ante
él y dijo: Señor si quieres, puedes limpiarme. Y extendiendo Jesús la mano, le
tocó diciendo: Quiero, queda limpio. Y al instante quedó limpio de la lepra.
Entonces le dijo Jesús: Mira, no lo digas a nadie, sino anda, preséntate al
sacerdote y lleva la ofrenda prescrita por Moisés, para que les sirva de
testimonio.» (Mateo 8, 1-4).
I. La Sagrada Escritura
nos habla con frecuencia de la virtud de la fidelidad, de la necesidad de
mantener la promesa, el compromiso libremente aceptado, el empeño en acabar una
misión en la que uno se ha comprometido. Le dijo el Señor a Abrahán: Camina en
mi presencia con fidelidad. Tú guarda mi pacto que hago contigo y con tus
descendientes por generaciones. La firmeza de la alianza con el Patriarca y con
sus descendientes será fuente continua de bendiciones y de felicidad; y, por el
contrario, el quebrantamiento de este pacto por Israel será la causa de sus
males.
Dios
pide fidelidad a los hombres a los que mira con predilección porque Él mismo es
siempre fiel, por encima de nuestras flaquezas y debilidades. Yahvé es el Dios
de la lealtad, rico en amor y fidelidad, fiel en todas sus palabras, y su
fidelidad permanece para siempre. Quienes son fieles le son muy gratos, y les
promete un don definitivo: el que sea fiel hasta la muerte, recibirá la corona
de la vida.
Jesús
habla muchas veces de esta virtud a lo largo del Evangelio: pone ante nuestros
ojos el ejemplo del siervo fiel y prudente, del criado bueno y leal en lo
pequeño, del administrador honrado... La idea de la fidelidad penetra tan hondo
en la vida del cristiano que el título de fieles bastará para designar a los
discípulos de Cristo. San Pablo, que había dirigido múltiples exhortaciones a
aquella generación de primeros cristianos para que viviera esta virtud, cuando
siente cercana su muerte entona un canto a la fidelidad, resumen de su vida. Le
escribe a Timoteo: He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he
guardado la fe. Por lo demás, ya me está preparada la corona de la justicia que
me otorgará aquel día el Señor, justo juez, y no sólo a mí, sino a todos los
que esperan su manifestación.
La
fidelidad consiste en cumplir lo prometido, conformando de este modo las
palabras con los hechos. Somos fieles si guardamos la palabra dada, si nos
mantenemos firmes, a pesar de los obstáculos y dificultades, a los compromisos
adquiridos. La perseverancia está íntimamente unida a esta virtud, y con
frecuencia se identifica con ella.
El
ámbito de la fidelidad es muy amplio: con Dios, entre cónyuges, entre amigos...
Es una virtud esencial: sin ella es imposible la convivencia. Referida a la
vida espiritual, se relaciona estrechamente con el amor, la fe y la vocación.
«Me hace temblar aquel pasaje de la segunda epístola a Timoteo, cuando el
Apóstol se duele de que Demas escapó a Tesalónica tras los encantos de este
mundo... Por una bagatela, y por miedo a las persecuciones, traicionó la
empresa divina un hombre, a quien San Pablo cita en otras epístolas entre los
santos.
»Me
hace temblar, al conocer mi pequeñez; y me lleva a exigirme fidelidad al Señor
hasta en los sucesos que pueden parecer como indiferentes, porque, si no me
sirven para unirme más a Él, ¡no los quiero!». ¿Para qué nos habrían de servir
si no nos llevan a Cristo? Camina en mi presencia con fidelidad. Guarda el
pacto que hago contigo, nos está diciendo Dios continuamente en la intimidad de
nuestro corazón.
II. La nuestra no es una
época que se caracterice por el florecimiento de esta virtud de la fidelidad.
Quizá por eso el Señor nos pide que sepamos apreciarla más, tanto en nuestros
compromisos de entrega libremente adquiridos con Él como en la vida humana, en
las relaciones con otros. Muchos se preguntan: ¿cómo puede el hombre, que es
mudable, débil y cambiante, comprometerse para toda la vida? Puede, porque su
fidelidad está sostenida por quien no es mudable, ni débil, ni cambiante, por
Dios: Fiel es Yahvé en todas sus palabras.
El
Señor sostiene esa disposición del hombre que quiere ser leal a sus compromisos
y, sobre todo, al más importante de ellos: al que se refiere a Dios -y a los
hombres por Dios-, como en la vocación a una entrega plena, a la santidad. Toda
dádiva y todo don perfecto de arriba viene, como que desciende del Padre de las
luces, en quien no cabe mudanza, ni cambio, ni variación. «Cristo necesita de
vosotros y os llama para ayudar a millones de hermanos vuestros a ser plenamente
hombres y a salvarse. Vivid con esos nobles ideales en vuestra alma (...).
Abrid vuestro corazón a Cristo, a su ley de amor; sin condicionar vuestra
disponibilidad, sin miedo a respuestas definitivas, porque el amor y la amistad
no tienen ocaso», permanecen siempre en plenitud, porque el amor no envejece.
Enseña
Santo Tomás que amamos a alguien cuando queremos el bien para él; si, en
cambio, intentamos sacar provecho del otro porque nos agrada o nos es útil para
algo, entonces propiamente no lo amamos: lo deseamos. Cuando amamos, cuando
queremos el bien para el otro, toda nuestra persona se entrega a ese amor, con
independencia de gustos y de estados de ánimo: «la paga y el jornal del amor es
recibir más amor». Hemos de pedir al Señor la persuasión firme de que lo
principal del amor no es el sentimiento, sino la voluntad y las obras; y exige
esfuerzo, sacrificio y entrega.
El
sentimiento y los estados de ánimo son mudables y sobre ellos no se puede
construir algo tan fundamental como es la felicidad. Esta virtud adquiere su
firmeza del amor, del amor verdadero. Por eso, cuando el amor -el humano y el
divino- ha pasado ya por el período de mayor sentimiento, lo que queda no es lo
menos importante, sino lo esencial, lo que da sentido a todo.
El
Señor tiene para cada hombre, para cada uno en concreto, una llamada, un
designio, una vocación. Él ha prometido que no fallará a ese llamamiento y lo
sostendrá en medio de las tentaciones y dificultades diversas por las que puede
pasar una vida. Y para demostrarnos esa permanencia emplea una comparación que
todos entendemos bien: la del amor y los cuidados que una madre tiene con sus
hijos.
Imaginad, nos dice, a una madre profundamente madre, no ‑si pudiera
darse- a la madre egoísta que anda metida en sus cosas. ¿Cómo puede una madre
así olvidarse de su hijo?. Nos parece imposible, pero imaginemos, con todo, que
se olvidara del hijo, que no le tuviera en cuenta. Yo, nos dice el Señor, jamás
me olvidaría de ti, de tu cometido en la vida, de mi designio sobre ti, de tu
vocación. La fidelidad es la correspondencia amorosa a ese amor de Dios. Sin
amor, pronto aparecen las grietas y las fisuras a todo compromiso.
III. ¿Qué podré dar yo a
Yahvé por todos los beneficios que me ha hecho?. Todos podemos poner lo que
está de nuestra parte en esta tarea de la fidelidad. La perseverancia hasta el
final de la vida se hace posible con la fidelidad a lo pequeño de cada jornada
y el recomenzar cuando, por debilidad, hubo algún paso fuera del camino;
fidelidad es corresponder a ese amor de Dios, dejarse amar por Él, quitar los
obstáculos que impiden que ese Amor misericordioso penetre en lo más profundo
del alma.
En
muchos momentos de la vida, la fidelidad a Dios se concretará en la fidelidad a
la vida de oración, a esas devociones y costumbres que cada día nos mantienen
cerca del Señor. La perseverancia propia y ajena está en dependencia de nuestra
unión y de nuestro amor filial a Dios. Perseveran los que aman, porque sienten
la fortaleza de su Padre Dios en la aparente monotonía de la lucha diaria.
El
amor «es el peso que me arrastra», el centro de gravedad, la dirección de
nuestra alma en la tarea de la fidelidad. Por eso, el amor a Dios, que no
permite muros ni tabiques entre el hombre y su Dios, lleva a la sinceridad,
seguro soporte de la fidelidad. Sinceridad, en primer lugar, con uno mismo:
reconocer y llamar por su nombre incluso a los deseos, pensamientos,
aspiraciones y ensueños cuando todavía ni siquiera han tomado cuerpo, pero que
dirigen fuera del propio camino. Y, enseguida, sinceridad con el Señor, que es
rectitud de intención, limpieza interior; y sinceridad con quien orienta
espiritualmente el alma, manifestándole esos síntomas del egoísmo que, en sus
diversas formas, trata de anidar en el corazón. Así contaremos siempre con una
poderosa ayuda.
Las
virtudes de la fidelidad y lealtad deben informar todas las manifestaciones de
la vida del cristiano: relaciones con Dios, con la Iglesia, con el prójimo, en
el trabajo, en los deberes de estado... Y se vive la fidelidad en todas sus
formas cuando se es fiel a la propia vocación, porque en ella están integrados
todos los demás valores a los que debemos lealtad y fidelidad. Si faltara la
fidelidad a Dios, todo quedaría desunido y roto.
«El
Corazón de Jesús, el Corazón humano de Dios Hombre, está abrasado por la llama
viva del Amor trinitario, que jamás se extingue» y es fiel en su amor por los
hombres. Nosotros debemos aprender de este amor fiel. Y también nos dirigimos a
María: Virgo fidelis, ora pro nobis, ora pro me.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org