EL AMOR DE JESÚS
II. Él «no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas»
III. En esta «arca preciosísima» del Corazón de Jesús se encuentra la plenitud de toda caridad.
“En aquel tiempo los
judíos, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos
en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día solemne, pidieron a Pilato
que les quebraran las piernas y que los quitaran.
Fueron los soldados, le quebraron
las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al
llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino
que uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado, y al punto salió
sangre y agua. El que lo vio da testimonio y su testimonio es verdadero, y él
sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que
se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán un hueso»; y en otro lugar la
Escritura dice: «Mirarán al que atravesaron»” (Juan 19,31-37).
I. Nosotros hemos conocido
el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que permanece en el amor,
permanece en Dios y Dios en él, se lee en una lectura de la Misa.
La
plenitud de la misericordia divina hacia los hombres se expresa en el envío de
la Persona de su Hijo Unigénito. No sólo hemos conocido que Dios nos ama por
ser ésta la continua enseñanza de Jesús, sino que su presencia entre nosotros
es la prueba máxima de este amor: Él mismo es la plena revelación de Dios y de
su amor a los hombres. Enseña San Agustín que la fuente de todas las gracias es
el amor que Dios nos tiene y que nos ha revelado no sólo con palabras, sino
también con obras. El hecho supremo de este amor tuvo lugar cuando su Hijo
Unigénito asumió carne mortal y se hizo hombre como nosotros, excepto en el
pecado.
Hoy
hemos de pedir nuevas luces para, de un modo más hondo, entender el amor de
Dios a todos los hombres, a cada uno. Debemos suplicar al Espíritu Santo que,
con su gracia y nuestra correspondencia, cada día podamos decir personalmente y
con más hondura: he conocido el amor que Dios me tiene. A esa sabiduría -la que
verdaderamente importa- llegaremos, con la ayuda de la gracia, meditando muchas
veces la Humanidad Santísima de Jesús: su vida, sus hechos, lo que padeció por
redimirnos de la esclavitud en la que nos encontrábamos y elevarnos a una
amistad con Él, que durará por toda la eternidad.
El
Corazón de Jesús, un corazón con sentimientos humanos, fue el instrumento unido
a la Divinidad para expresarnos su amor indecible; el Corazón de Jesús es el
corazón de una Persona divina, es decir, del Verbo Encarnado, y, «por
consiguiente, representa y pone ante los ojos todo el amor que Él nos ha tenido
y nos tiene ahora. Y aquí está la razón de por qué el culto al Sagrado Corazón
se considera, en la práctica, como la más completa profesión de la fe
cristiana. Verdaderamente, la religión de Jesucristo se funda toda en el Hombre
Dios Mediador; de manera que no se puede llegar al Corazón de Dios sino pasando
por el Corazón de Cristo, conforme a lo que Él mismo afirmó: Yo soy el Camino,
la Verdad y la Vida. Nadie viene al Padre sino por Mí (Jn 14, 6)».
No
hubo un solo acto del alma de Cristo o de su voluntad que no estuviera dirigido
a nuestra redención, a conseguirnos todas las ayudas para que no nos separemos
jamás de Él, o para volver si nos hubiéramos extraviado. No hubo una parte de
su cuerpo que no padeciera por nuestro amor. Toda clase de penas, injurias y
oprobios las aceptó gustoso por nuestra salvación. No quedó una sola gota de su
Sangre preciosísima que no fuese derramada por nosotros.
Dios
me ama. Ésta es la verdad más consoladora de todas y la que debe tener más
resonancias prácticas en mi vida. ¿Quién podrá comprender el hondo abismo de la
bondad de Jesús manifestada en la llamada que hemos recibido a compartir con Él
su misma Vida, su amistad...? Una Vida y una amistad que ni la muerte logrará
romper; por el contrario, la volverá más fuerte y más segura.
«Dios
me ama... y el Apóstol Juan escribe: "amemos, pues, a Dios, ya que Dios
nos amó primero". -Por si fuera poco, Jesús se dirige a cada uno de
nosotros, a pesar de nuestras innegables miserias, para preguntarnos como a
Pedro: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?"...
»-Es
la hora de responder: "¡Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te
amo!", añadiendo con humildad: ¡ayúdame a amarte más, auméntame el amor!».
II. En la Misa de esta
Solemnidad rezamos: Oh, Dios, que en el Corazón de tu Hijo, herido por nuestros
pecados, has depositado infinitos tesoros de caridad; te pedimos que, al
rendirle el homenaje de nuestro amor, le ofrezcamos una amplia reparación.
De
este rato de oración hemos de sacar la alegría inmensa de considerar, una vez
más, el amor vivo y actual, de Jesús, por cada uno. ¡Un Dios con corazón de
carne, como el nuestro! Jesús de Nazaret sigue pasando por nuestras calles y
plazas haciendo el bien como cuando estaba en carne mortal entre los hombres:
ayudando, curando, consolando, perdonando, otorgando la vida eterna a través de
sus sacramentos... Son los infinitos tesoros de su Corazón, que sigue
derramando a manos llenas. San Pablo enseña que, al subir a lo alto, llevó
cautiva a la cautividad, y derramó sus dones sobre los hombres. Cada día son
inconmensurables las gracias, las inspiraciones, las ayudas, espirituales y
materiales, que recibimos del Corazón amante de Jesús.
Sin
embargo, Él «no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en
silencio, sus manos llagadas». ¡Con cuánta frecuencia se lo hemos negado!
¡Cuántas veces ha esperado más amor, más fervor, en esa Visita al Santísimo, en
aquella Comunión...! Mucho debemos reparar y desagraviar al Corazón Sacratísimo
de Jesús. Por nuestra vida pasada, por tanto tiempo perdido, por tanta
tosquedad en el trato con Él, por tanto desamor... «Te pido -le decimos con
palabras que dejó escritas San Bernardo- que acojas la ofrenda del resto de mis
años. No desprecies, Dios mío, este corazón contrito y humillado, por todos los
años que malgasté de mala manera». Dame, Señor, el don de la contrición por
tanta torpeza actual en mi trato y amor hacia Ti, aumenta la aversión a todo
pecado venial deliberado, enséñame a ofrecerte como expiación las
contrariedades físicas y morales de cada día, el cansancio en el trabajo, el
esfuerzo para dejar las labores terminadas, como Tú quieres.
Ante
tantos que parecen huir de la gracia, no podemos quedar indiferentes. «No pidas
a Jesús perdón tan sólo de tus culpas: no le ames con tu corazón solamente...
»Desagráviale
por todas las ofensas que le han hecho, le hacen y le harán..., ámale con toda
la fuerza de todos los corazones de todos los hombres que más le hayan querido.
»Sé
audaz: dile que estás más loco por Él que María Magdalena, más que Teresa y
Teresita..., más chiflado que Agustín y Domingo y Francisco, más que Ignacio y
Javier».
III. Aquellos dos discípulos
a quienes acompaña Jesús camino de Emaús le reconocen por final partir el pan,
después de unas horas de viaje. Y se dijeron uno a otro: ¿No es verdad que
ardía nuestro corazón dentro de nosotros mientras nos hablaba por el camino y
nos explicaba las Escrituras?. Sus corazones, que poco antes estaban apagados,
desalentados y tristes, ahora están llenos de fervor y de alegría. Esto hubiera
sido motivo suficiente para reconocer que Cristo los acompañaba, pues éste es
el efecto que Jesús produce en aquellos que están cercanos a su Corazón
amabilísimo. Ocurrió entonces y tiene lugar cada día.
En
esta «arca preciosísima» del Corazón de Jesús se encuentra la plenitud de toda
caridad. Ésta, don por excelencia «del Corazón de Cristo y de su Espíritu, es
la que dio a los Apóstoles y a los mártires la fortaleza para predicar la
verdad evangélica y testimoniarla hasta derramar por ella su sangre». De ahí
sacamos nosotros la firmeza necesaria para dar a conocer a Cristo. Es en el
trato con Jesús donde se enciende el verdadero celo apostólico, el que es capaz
de perdurar por encima de los aparentes fracasos, de los obstáculos de un
ambiente que en ocasiones parece que huye de Jesús.
El
amigo hace llegar al amigo lo mejor que tiene. Nosotros nada poseemos que se
pueda comparar al hecho de haber conocido a Jesús. Por eso, a nuestros
parientes, a los amigos, a los compañeros de profesión hemos de darles a
conocer a Cristo.
En
el Corazón de Jesús hemos de encender nuestro celo apostólico por las almas. En
Él encontramos un horno ardiente de caridad por las almas, como rezamos en las
Letanías del Sagrado Corazón. «El horno arde -comentaba el Papa Juan Pablo II-.
Al arder, quema todo lo material, sea leña u otra sustancia fácilmente
combustible.
»El
Corazón de Jesús, el Corazón humano de Jesús, quema con el amor que lo colma. Y
éste es el amor al Eterno Padre y el amor a los hombres: a las hijas y los
hijos adoptivos.
»El
horno, quemando, poco a poco se apaga. El Corazón de Jesús, en cambio, es horno
inextinguible. En esto se parece a la zarza ardiente del libro del Éxodo, en la
que Dios se reveló a Moisés. La zarza que ardía con el fuego, pero... no se
consumía (Ex 3, 2).
»Efectivamente,
el amor que arde en el Corazón de Jesús es sobre todo el Espíritu Santo, en el
que Dios Hijo se une eternamente al Padre. El Corazón de Jesús, el Corazón
humano de Dios Hombre, está abrasado por la llama viva del Amor trinitario, que
jamás se extingue.
»Corazón
de Jesús, horno ardiente de caridad. El horno, mientras arde, ilumina las
tinieblas de la noche y calienta los cuerpos de los viandantes ateridos.
»Hoy
queremos rogar a la Madre del Verbo Eterno, para que en el horizonte de la vida
de cada una y de cada uno de nosotros no cese nunca de arder el Corazón de
Jesús, horno ardiente de caridad. Para que Él nos revele el Amor que no se
extingue ni se deteriora jamás, el Amor que es eterno. Para que ilumine las
tinieblas de la noche terrena y caliente los corazones.
»Dándole
las gracias por el único amor capaz de transformar el mundo y la vida humana,
nos dirigimos con la Virgen Inmaculada, en el momento de la Anunciación, al
Corazón Divino que no cesa de ser horno ardiente de caridad. Ardiente: como la
zarza que Moisés vio al pie del monte Horeb».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org