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Dominio público |
I. Los
frutos de la Misa. El sacrificio eucarístico y la vida ordinaria del cristiano.
II. Participación consciente,
activa y piadosa. Nuestra participación en la Santa Misa debe ser oración
personal, unión con Jesucristo, Sacerdote y Víctima.
III. Preparación para asistir a la Misa. El apostolado y el sacrificio eucarístico.
III. Preparación
para asistir a la Misa. El apostolado y el sacrificio eucarístico.
«No todo el
que me dice: Señor, Señor entrará en el Reino de los Cielos; sino el que hace
la voluntad de mi Padre que está en los Cielos. Muchos me dirán en aquel día:
Señor, Señor ¿pues no hemos profetizado en tu nombre, y arrojado los demonios
en tu nombre, y hecho prodigios en tu nombre? Entonces yo les diré
públicamente: Jamás os he conocido: apartaos de mí, los que habéis obrado la
iniquidad.
Por tanto,
todo el que oye estas palabras mías y las pone en práctica, es como un hombre
prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, llegaron las riadas,
soplaron los vientos e irrumpieron contra aquella casa, pero no se cayó porque
estaba cimentada sobre roca. Pero todo el que oye estas palabras mías y no las
pone en práctica es como un hombre necio que edificó su casa sobre arena: cayó
la lluvia, llegaron las riadas, soplaron los vientos e irrumpieron contra
aquella casa, y cayó y fue tremenda su ruina. Y sucedió que, cuando terminó
Jesús estos discursos, las multitudes quedaron admiradas de su doctrina, pues
les enseñaba como quien tiene potestad y no como los escribas.» (Mateo 7,
21-29)
I. El
Concilio Vaticano II «nos recuerda que el sacrificio de la cruz y su renovación
sacramental en la Misa constituyen una misma y única realidad, excepción hecha
del modo diverso de ofrecer (...) y que, consiguientemente, la Misa es al mismo
tiempo sacrificio de alabanza, de acción de gracias, propiciatorio y
satisfactorio». Suelen sintetizarse en estos cuatro los fines que el Salvador
dio a su sacrificio en la Cruz.
Estos cuatro
fines de la Santa Misa se logran en distinta medida y manera. Los fines que
directamente se refieran a Dios, como son la adoración o alabanza, y la acción
de gracias, se producen siempre infalible y plenamente con su infinito valor,
aun sin nuestro concurso, aunque no asista a la celebración de la Misa ni un
solo fiel, o asista distraído. Cada vez que se celebra el sacrificio
eucarístico se alaba sin límites a Dios Nuestro Señor y se ofrece una acción de
gracias que satisface plenamente a Dios. Esta oblación, dice Santo Tomás,
agrada a Dios más de lo que le ofenden todos los pecados del mundo, pues Cristo
mismo es el Sacerdote principal de cada Misa y también la Víctima que se ofrece
en todas ellas.
Sin embargo,
los otros dos fines del sacrificio eucarístico (propiciación y petición), que
revierten en favor de los hombres y que se llaman frutos de la Misa, no siempre
alcanzan de hecho la plenitud que de suyo podrían conseguir. Los frutos de
reconciliación con Dios y de obtención de lo que pedimos a su benevolencia
podrían también ser infinitos, porque se basan en los méritos de Cristo, pero
de hecho nunca los recibimos en tal grado porque se nos aplican según las
disposiciones personales. Nuestra mejor participación en el Santo Sacrificio
del Altar logra una mayor aplicación de estos frutos de propiciación y
petición. La misma oración de Cristo multiplica el valor de nuestra oración en
la medida en que, en la Misa, unimos nuestras peticiones y desagravios a los
suyos.
Para recibir
los frutos de la Misa, la Iglesia nos invita a unirnos al sacrificio de Cristo,
a participar, por tanto, en la alabanza, acción de gracias, expiación e
impetración de Jesucristo. El mismo rito externo de la Misa (las acciones y
ceremonias), a la vez que significa el sacrificio interior de Jesucristo, es
signo de la entrega y oblación de los fieles unidos a Él.
Esta entrega de
todo nuestro ser, del quehacer diario, es un motivo más para realizarlo con
perfección humana y rectitud de intención. «Todas sus obras, sus oraciones e
iniciativas apostólicas -señala el Concilio Vaticano II-, la vida conyugal y
familiar, el cotidiano trabajo, el descanso del alma y del cuerpo, si se hacen
en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan
pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por
Jesucristo (cfr. 1 Pdr 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen
piadosísimamente al Padre junto con el Cuerpo del Señor».
Todas nuestras
obras y la propia vida adquieren un nuevo valor, porque todo gira entonces
alrededor de la Santa Misa, que es el centro del día, al que se dirigen todos
nuestros pensamientos y acciones, y la fuente de la que manan todas las gracias
necesarias para santificar nuestro paso por la tierra.
II. Para
que obtengamos cada vez más fruto de la Santa Misa, nuestra Madre la Iglesia
quiere que asistamos, no como «extraños y mudos espectadores», sino tratando de
comprenderla cada vez mejor, a través de los ritos y oraciones, participando de
la acción sagrada de modo consciente, piadoso y activo, con recta disposición
de ánimo, poniendo el alma en consonancia con la voz y colaborando con la
gracia divina.
Prestaremos
delicada atención a los diálogos, a las aclamaciones, haremos actos de fe y de
amor en los silencios previstos: en la Consagración, en el momento de recibir
al Señor... Lo principal es la participación interna, nuestra unión con
Jesucristo que se ofrece a Sí mismo, pero nos será de gran provecho ayudarnos
de esos elementos externos que también forman parte de la liturgia: las
posturas (de rodillas, de pie, sentados), la recitación o canto de partes en
común (el Gloria, el Credo, el Sanctus, el Padrenuestro...), etc.
En muchas
ocasiones nos resultará de gran ayuda leer en el propio misal las oraciones del
celebrante. El empeño por vivir la puntualidad -llegar al menos unos minutos
antes del comienzo-, nos ayudará a prepararnos mejor y será una delicada
atención con Cristo, con el sacerdote que celebra la Misa y con quienes van a
participar de ella. El Señor agradece que también en esto seamos ejemplares.
¿Acaso no llegaríamos con la suficiente antelación si se tratase de una
importante audiencia? Nada existe en el mundo más importante que la Santa Misa.
La
participación interna consiste principalmente en el ejercicio de las virtudes:
actos de fe, de esperanza y de amor. En el momento de la Consagración podemos
repetir, con el Apóstol Tomás, aquellas palabras llenas de fe y de amor: Señor
mío y Dios mío, creo firmemente que estás presente sobre el altar..., u otras
que nuestra piedad nos sugiera.
Nuestra
participación en la Santa Misa debe ser, ante todo, oración personal, en la que
culmina nuestro diálogo habitual con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Esta oración, «en cuanto a cada uno es posible, es condición indispensable para
una auténtica y consciente participación litúrgica. Y no sólo eso; ella es
también el fruto, la consecuencia de tal participación (...). Es necesario hoy
y siempre, pero hoy más que nunca, mantener un espíritu y una práctica de
oración personal...
Sin una propia
íntima y continua vida interior de oración, de fe, de caridad, no podemos
mantenernos cristianos; no se puede, de una manera útil y provechosa,
participar en el renacimiento litúrgico; no se puede eficazmente dar testimonio
de aquella autenticidad cristiana de que tanto se habla; no se puede pensar,
respirar, actuar, sufrir y esperar plenamente con la Iglesia viva y
peregrina... A todos os decimos: orad, hermanos: orate, fratres.
No os canséis
de intentar que surja del fondo de vuestro espíritu, con vuestra íntima voz,
este ¡Tú! dirigido al Dios inefable, a ese misterioso Otro que os observa, os
espera, os ama. Y ciertamente no quedaréis desilusionados o abandonados, sino
que probaréis la alegría nueva de una respuesta embriagadora: Ecce adsum, he
aquí que estoy contigo». De modo muy particular tenemos a Dios junto a nosotros
y en nosotros en el momento de la Comunión, donde la participación en la Santa
Misa llega a su momento culminante. «El efecto propio de ese sacramento -enseña
Santo Tomás de Aquino- es la conversión del hombre en Cristo, para que diga con
el Apóstol: Vivo, no yo, sino que Cristo vive en mí».
III. Antes
de la Santa Misa hemos de disponer nuestra alma para acercarnos al
acontecimiento más importante que cada día sucede en el mundo. La Misa
celebrada por cualquier sacerdote, en el lugar más recóndito, es lo más grande
que en ese momento está sucediendo sobre la tierra; aunque no asista ni una
sola persona.
Es lo más grato
a Dios que podemos ofrecerle los hombres; es la ocasión por excelencia para
darle gracias por los muchos beneficios que recibimos, para pedirle perdón por
tantos pecados y faltas de amor... y tantas cosas (espirituales y materiales)
como necesitamos. «¿Quién no tiene cosas que pedir? Señor, esa enfermedad...
Señor, esta tristeza... Señor, aquella humillación que no sé soportar por tu
amor... Queremos el bien, la felicidad y la alegría de las personas de nuestra
casa; nos oprime el corazón la suerte de los que padecen hambre y sed de pan y
de justicia; de los que experimentan la amargura de la soledad; de los que, al
término de sus días, no reciben una mirada de cariño ni un gesto de ayuda.
»Pero la gran
miseria que nos hace sufrir, la gran necesidad a la que queremos poner remedio
es el pecado, el alejamiento de Dios, el riesgo de que las almas se pierdan
para toda la eternidad. Llevar a los hombres a la gloria eterna en el amor de
Dios: ésa es nuestra aspiración fundamental al celebrar la Misa, como fue la de
Cristo al entregar su vida en el Calvario». De esta manera, nuestro apostolado
se dirige hacia la Santa Misa y de ella sale fortalecido.
Los minutos de
acción de gracias después de la Misa completarán esos momentos tan importantes
del día, y tendrán una influencia directa en el trabajo, en la familia, en la
alegría con que tratamos a todos, en la seguridad y confianza con que vivimos
el resto de la jornada. La Misa así vivida nunca será un acto aislado; será
alimento de todas nuestras acciones y les dará unas características
peculiares...
Y en la Santa
Misa encontramos siempre a nuestra Madre Santa María. «¿Cómo podríamos tomar
parte en el sacrificio sin recordar e invocara la Madre del Soberano Sacerdote
y de la Víctima? Nuestra Señora ha participado muy íntimamente en el sacerdocio
de su Hijo durante su vida terrestre, para que esté ligada para siempre al
ejercicio de su sacerdocio. Como estaba presente en el Calvario, está presente
en la Misa, que es una prolongación del Calvario.
En la Cruz
asistía a su Hijo ofreciéndole al Padre; en el altar, asiste a la Iglesia que
se ofrece a sí misma con su Cabeza, cuyo sacrificio renueva. Ofrezcámonos a
Jesús por medio de Nuestra Señora». Procuremos tener presente en la Santa Misa
a nuestra Madre Santa María, y Ella nos ayudará a estar con mayor piedad y
recogimiento.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.