Decidí dedicar este Mensaje al drama de los
desplazados internos, un drama a menudo invisible, que la crisis mundial
causada por la pandemia del COVID-19 ha agravado
El Papa Francisco. Foto: Daniel Ibáñez / ACI Prensa |
El Vaticano difundió este viernes 15 de
mayo el Mensaje del Papa Francisco para la 106ª Jornada Mundial del Migrante y
del Refugiado que se celebrará el próximo 27 de septiembre con el lema “Como
Jesucristo, obligados a huir. Acoger, proteger, promover e integrar a los
desplazados internos”.
A continuación, el mensaje completo del
Papa Francisco:
A principios de año, en mi discurso a los
miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, señalé entre los
retos del mundo contemporáneo el drama de los desplazados internos: «Las
fricciones y las emergencias humanitarias, agravadas por las perturbaciones del
clima, aumentan el número de desplazados y repercuten sobre personas que ya
viven en un estado de pobreza extrema. Muchos países golpeados por estas
situaciones carecen de estructuras adecuadas que permitan hacer frente a las
necesidades de los desplazados» (9 enero 2020).
La Sección Migrantes y Refugiados del
Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral ha publicado las
“Orientaciones Pastorales sobre Desplazados Internos” (Ciudad del Vaticano, 5
mayo 2020) un documento que desea inspirar y animar las acciones pastorales de
la Iglesia en este ámbito concreto.
Por ello, decidí dedicar este Mensaje al
drama de los desplazados internos, un drama a menudo invisible, que la crisis
mundial causada por la pandemia del COVID-19 ha agravado.
De hecho, esta crisis, debido a su
intensidad, gravedad y extensión geográfica, ha empañado muchas otras
emergencias humanitarias que afligen a millones de personas, relegando
iniciativas y ayudas internacionales, esenciales y urgentes para salvar vidas,
a un segundo plano en las agendas políticas nacionales.
Pero «este no es tiempo del olvido. Que la
crisis que estamos afrontando no nos haga dejar de lado a tantas otras
situaciones de emergencia que llevan consigo el sufrimiento de muchas personas»
(Mensaje Urbi et Orbi, 12 abril 2020).
A la luz de los trágicos acontecimientos
que han caracterizado el año 2020, extiendo este Mensaje, dedicado a los
desplazados internos, a todos los que han experimentado y siguen aún hoy
viviendo situaciones de precariedad, de abandono, de marginación y de rechazo a
causa del COVID-19.
Quisiera comenzar refiriéndome a la escena
que inspiró al papa Pío XII en la redacción de la Constitución Apostólica Exsul
Familia (1 agosto 1952). En la huida a Egipto, el niño Jesús experimentó, junto
con sus padres, la trágica condición de desplazado y refugiado, «marcada por el
miedo, la incertidumbre, las incomodidades (cf. Mt 2,13-15.19-23).
Lamentablemente, en nuestros días, millones
de familias pueden reconocerse en esta triste realidad. Casi cada día la
televisión y los periódicos dan noticias de refugiados que huyen del hambre, de
la guerra, de otros peligros graves, en busca de seguridad y de una vida digna
para sí mismos y para sus familias» (Ángelus, 29 diciembre 2013). Jesús está
presente en cada uno de ellos, obligado —como en tiempos de Herodes— a huir
para salvarse.
Estamos llamados a reconocer en sus rostros
el rostro de Cristo, hambriento, sediento, desnudo, enfermo, forastero y
encarcelado, que nos interpela (cf. Mt 25,31-46). Si lo reconocemos, seremos
nosotros quienes le agradeceremos el haberlo conocido, amado y servido.
Los desplazados internos nos ofrecen esta oportunidad de encuentro con el
Señor, «incluso si a nuestros ojos les cuesta trabajo reconocerlo: con la ropa
rota, con los pies sucios, con el rostro deformado, con el cuerpo llagado,
incapaz de hablar nuestra lengua» (Homilía, 15 febrero 2019).
Se trata de un reto pastoral al que estamos
llamados a responder con los cuatro verbos que señalé en el Mensaje para esta
misma Jornada en 2018: acoger, proteger, promover e integrar. A estos cuatro,
quisiera añadir ahora otras seis parejas de verbos, que se corresponden a
acciones muy concretas, vinculadas entre sí en una relación de causa-efecto.
Es necesario conocer para comprender. El
conocimiento es un paso necesario hacia la comprensión del otro. Lo enseña
Jesús mismo en el episodio de los discípulos de Emaús: «Mientras conversaban y
discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus
ojos no eran capaces de reconocerlo» (Lc 24,15-16).
Cuando hablamos de migrantes y desplazados,
nos limitamos con demasiada frecuencia a números. ¡Pero no son números, sino
personas! Si las encontramos, podremos conocerlas. Y si conocemos sus
historias, lograremos comprender.
Podremos comprender, por ejemplo, que la
precariedad que hemos experimentado con sufrimiento, a causa de la pandemia, es
un elemento constante en la vida de los desplazados.
Hay que hacerse prójimo para servir. Parece
algo obvio, pero a menudo no lo es. «Pero un samaritano que iba de viaje llegó
adonde estaba él y, al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las
heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo
llevó a una posada y lo cuidó» (Lc 10,33-34).
Los miedos y los prejuicios —tantos prejuicios—,
nos hacen mantener las distancias con otras personas y a menudo nos impiden
“acercarnos como prójimos” y servirles con amor. Acercarse al prójimo
significa, a menudo, estar dispuestos a correr riesgos, como nos han enseñado
tantos médicos y personal sanitario en los últimos meses.
Este estar cerca para servir, va más allá
del estricto sentido del deber. El ejemplo más grande nos lo dejó Jesús cuando
lavó los pies de sus discípulos: se quitó el manto, se arrodilló y se ensució
las manos (cf. Jn 13,1-15).
Para reconciliarse se requiere escuchar.
Nos lo enseña Dios mismo, que quiso escuchar el gemido de la humanidad con
oídos humanos, enviando a su Hijo al mundo: «Porque tanto amó Dios al mundo,
que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él […] tenga vida
eterna» (Jn 3,16-17).
El amor, el que reconcilia y salva, empieza
por una escucha activa. En el mundo de hoy se multiplican los mensajes, pero se
está perdiendo la capacidad de escuchar. Sólo a través de una escucha humilde y
atenta podremos llegar a reconciliarnos de verdad.
Durante el 2020, el silencio se apoderó por
semanas enteras de nuestras calles. Un silencio dramático e inquietante, que,
sin embargo, nos dio la oportunidad de escuchar el grito de los más
vulnerables, de los desplazados y de nuestro planeta gravemente enfermo.
Y, gracias a esta escucha, tenemos la
oportunidad de reconciliarnos con el prójimo, con tantos descartados, con
nosotros mismos y con Dios, que nunca se cansa de ofrecernos su misericordia.
Para crecer hay que compartir. Para la
primera comunidad cristiana, la acción de compartir era uno de sus pilares
fundamentales: «El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola
alma: nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, pues lo poseían todo en
común» (Hch 4,32).
Dios no quiso que los recursos de nuestro
planeta beneficiaran únicamente a unos pocos. ¡No, el Señor no quiso esto!
Tenemos que aprender a compartir para crecer juntos, sin dejar fuera a nadie.
La pandemia nos ha recordado que todos estamos en el mismo barco. Darnos cuenta
que tenemos las mismas preocupaciones y temores comunes, nos ha demostrado, una
vez más, que nadie se salva solo.
Para crecer realmente, debemos crecer
juntos, compartiendo lo que tenemos, como ese muchacho que le ofreció a Jesús
cinco panes de cebada y dos peces… ¡Y fueron suficientes para cinco mil
personas! (cf. Jn 6,1-15).
Se necesita involucrar para promover. Así
hizo Jesús con la mujer samaritana (cf. Jn 4,1-30). El Señor se acercó, la
escuchó, habló a su corazón, para después guiarla hacia la verdad y
transformarla en anunciadora de la buena nueva: «Venid a ver a un hombre que me
ha dicho todo lo que he hecho; ¿será este el Mesías?» (v. 29).
A veces, el impulso de servir a los demás
nos impide ver sus riquezas. Si queremos realmente promover a las personas a
quienes ofrecemos asistencia, tenemos que involucrarlas y hacerlas
protagonistas de su propio rescate. La pandemia nos ha recordado cuán esencial
es la corresponsabilidad y que sólo con la colaboración de todos —incluso de
las categorías a menudo subestimadas— es posible encarar la crisis.
Debemos «motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir
nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad» (Meditación en
la Plaza de San Pedro, 27 marzo 2020).
Es indispensable colaborar para construir.
Esto es lo que el apóstol san Pablo recomienda a la comunidad de Corinto: «Os
ruego, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que digáis todos lo
mismo y que no haya divisiones entre vosotros. Estad bien unidos con un mismo
pensar y un mismo sentir» (1 Co 1,10).
La construcción del Reino de Dios es un
compromiso común de todos los cristianos y por eso se requiere que aprendamos a
colaborar, sin dejarnos tentar por los celos, las discordias y las divisiones.
Y en el actual contexto, es necesario reiterar que: «Este no es el tiempo del
egoísmo, porque el desafío que enfrentamos nos une a todos y no hace acepción
de personas» (Mensaje Urbi et Orbi, 12 abril 2020).
Para preservar la casa común y hacer todo
lo posible para que se parezca, cada vez más, al plan original de Dios, debemos
comprometernos a garantizar la cooperación internacional, la solidaridad global
y el compromiso local, sin dejar fuera a nadie.
Quisiera concluir con una oración sugerida
por el ejemplo de san José, de manera especial cuando se vio obligado a huir a
Egipto para salvar al Niño.
Padre, Tú encomendaste a san José lo más
valioso que tenías: el Niño Jesús y su madre, para protegerlos de los peligros
y de las amenazas de los malvados.
Concédenos, también a nosotros,
experimentar su protección y su ayuda. Él, que padeció el sufrimiento de quien
huye a causa del odio de los poderosos, haz que pueda consolar y proteger a
todos los hermanos y hermanas que, empujados por las guerras, la pobreza y las
necesidades, abandonan su hogar y su tierra, para ponerse en camino, como
refugiados, hacia lugares más seguros.
Ayúdalos, por su intercesión, a tener la
fuerza para seguir adelante, el consuelo en la tristeza, el valor en la prueba.
Da a quienes los acogen un poco de la
ternura de este padre justo y sabio, que amó a Jesús como un verdadero hijo y
sostuvo a María a lo largo del camino.
Él, que se ganaba el pan con el trabajo de
sus manos, pueda proveer de lo necesario a quienes la vida les ha quitado todo,
y darles la dignidad de un trabajo y la serenidad de un hogar.
Te lo pedimos por Jesucristo, tu Hijo, que
san José salvó al huir a Egipto, y por intercesión de la Virgen María, a quien
amó como esposo fiel según tu voluntad. Amén.
Roma, San Juan de Letrán, 13 de mayo de
2020, Memoria de la Bienaventurada Virgen María de Fátima.
FRANCISCO
Fuente: ACI Prensa