San
Juan Pablo II “se nos presenta como el padre que nos deja ver la misericordia y
la bondad de Dios”, afirmó el Papa Emérito Benedicto XVI en una carta escrita
por los cien años del nacimiento de su predecesor
San Juan
Pablo II y el Cardenal Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)
Crédito: Vatican Media
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Se trata de una carta que el Papa Emérito
envió al Cardenal Stanisław Dziwisz, que durante 40 años fue secretario
personal del santo polaco.
Como se recuerda, Benedicto XVI también
tuvo una relación estrecha con San Juan Pablo II, de quien fue prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe entre 1981 y 2005, como Cardenal Joseph
Ratzinger.
En la carta con fecha 4 de mayo y escrita
originalmente en alemán, Benedicto XVI hace un recuento de la vida de San Juan
Pablo II, su formación para el sacerdocio durante la ocupación soviética de
Polonia, el Concilio Vaticano II, su llamado apenas fue elegido Papa a no temer
miedo y abrir las puertas a Cristo, pero en especial su amor por la Divina
Misericordia.
Además de destacar “la humildad de este
gran Papa”, Benedicto XVI recordó que en su funeral muchos clamaron “santo
súbito” y también que fuera proclamado “Magno”.
“Dejamos abierto si el epíteto «magno»
prevalecerá o no. Es cierto que el poder y la bondad de Dios se hicieron
visibles para todos nosotros en Juan Pablo II. En un momento en que la Iglesia
sufre una vez más la aflicción del mal, este es para nosotros un signo de
esperanza y confianza”, escribe el Papa Emérito.
A
continuación la carta completa que Benedicto XVI escribió por el centenario del
nacimiento de San Juan Pablo II:
Ciudad del Vaticano
4 de mayo del 2020
El 18 de mayo, se cumplirán 100 años
desde que el papa Juan Pablo II nació en la pequeña ciudad polaca de Wadowice.
Polonia, dividida durante más de 100 años
por las tres grandes potencias vecinas – Prusia, Rusia y Austria –, había recuperado
su independencia al final de la Primera Guerra Mundial. Fue una época llena de
esperanza, pero también de dificultades, ya que la presión de las dos grandes
potencias, Alemania y Rusia, siguió pesando sobre el Estado que se estaba
reorganizando.
En esta situación de angustia, pero sobre
todo de esperanza, creció el joven Karol Wojtyla, que perdió muy pronto a su
madre, a su hermano y, finalmente, a su padre, de quien había aprendido una
piedad profunda y cálida. El joven Karol era particularmente apasionado de la
literatura y el teatro, y después de estudiar para sus exámenes de secundaria,
comenzó a dedicarse más a estas materias.
«Para evitar la deportación, en el otoño
de 1940, comenzó a trabajar en una cantera que pertenecía a la fábrica química
de Solvay» (cf. Don
y Misterio). «En Cracovia, había ingresado en secreto en
el Seminario. Mientras trabajaba como obrero en una fábrica, comenzó a estudiar
teología con viejos libros de texto, para poder ser ordenado sacerdote el 1 de
noviembre de 1946» (cf. Ibid.).
Por supuesto, no solo estudió teología en los libros, sino también a partir de
la situación específica que pesaba sobre él y su país. Es una especie de
característica de toda su vida y su trabajo. Estudia con libros, pero
experimenta y sufre las cuestiones que están detrás del material impreso.
Para él, como joven obispo – obispo
auxiliar desde 1958, arzobispo de Cracovia desde 1964 – el Concilio Vaticano II
se convirtió en una escuela para toda su vida y su trabajo. Las grandes
preguntas que surgieron especialmente sobre el llamado Esquema 13 – luego
Constitución Gaudium et
Spes – fueron sus preguntas personales. Las respuestas
desarrolladas en el Concilio le mostraron el camino a seguir para su trabajo
como obispo y luego como Papa.
Cuando el cardenal Wojtyla fue elegido
sucesor de San Pedro el 16 de octubre de 1978, la Iglesia estaba en una
situación desesperada. Las deliberaciones del Concilio se presentaban al
público como una disputa sobre la fe misma, lo que parecía privarla de su
certeza indudable e inviolable. Un pastor bávaro, por ejemplo, comentando la
situación, decía: «Al final, hemos acogido una fe falsa». Esta sensación de que
no había nada seguro, de que todo estaba en cuestión, fue alimentada por la
forma en que se implementó la reforma litúrgica.
Al final, todo parecía factible en la
liturgia. Pablo VI había cerrado el Concilio con energía y determinación, pero
luego, una vez terminado, se vio confrontado con más asuntos, siempre más
urgentes, lo que finalmente puso en tela de juicio a la Iglesia misma. Los sociólogos
compararon la situación de la Iglesia en ese momento con la de la Unión
Soviética bajo Gorbachov, cuando toda la poderosa estructura del Estado
finalmente se derrumbó en un intento de reformarla.
Una tarea que superaba las fuerzas
humanas esperaba al nuevo Papa. Sin embargo, desde el primer momento, Juan
Pablo II despertó un nuevo entusiasmo por Cristo y su Iglesia. Primero lo hizo
con el grito del sermón al comienzo de su pontificado: «¡No tengan miedo!
¡Abran, sí, abran de par en par las puertas a Cristo!» Este tono finalmente
determinó todo su pontificado y lo convirtió en un renovado liberador de la
Iglesia. Esto estaba condicionado por el hecho de que el nuevo Papa provenía de
un país donde el Concilio había sido bien recibido: no el cuestionamiento de
todo, sino más bien la alegre renovación de todo.
El Papa ha viajado por el mundo en 104
grandes viajes pastorales y proclamó el Evangelio en todas partes como una
alegría, cumpliendo así su obligación de defender el bien, de defender a
Cristo.
En 14 encíclicas, volvió a exponer
completamente la fe de la Iglesia y su doctrina humana. Inevitablemente, al
hacerlo, provocó oposición en las iglesias del Occidente llenas de dudas.
Hoy, me parece importante enfatizar sobre
todo el verdadero centro desde el cual debe leerse el mensaje de sus diferentes
textos. Este centro vino a la atención de todos nosotros en el momento de su
muerte. El Papa Juan Pablo II murió en las primeras horas de la nueva fiesta de
la Divina Misericordia.
Permítanme agregar primero un pequeño
comentario personal que revela un aspecto importante del ser y el trabajo del
Papa. Desde el principio, Juan Pablo II se sintió profundamente conmovido por
el mensaje de Faustina Kowalska, una monja de Cracovia, que destacó la Divina
Misericordia como un centro esencial de la fe cristiana y deseaba una
celebración con este motivo. Después de todas las consultas, el Papa había
escogido el domingo in
albis. Sin embargo, antes de tomar la decisión final, le pidió a la
Congregación de la Fe su opinión sobre la conveniencia de esta fecha.
Dijimos que no porque pensamos que una
fecha tan antigua y llena de contenido como la del domingo in albis no debería
sobrecargarse con nuevas ideas. Ciertamente no fue fácil para el Santo Padre
aceptar nuestro no. Pero lo hizo con toda humildad y aceptó el no de nuestro
lado por segunda vez. Finalmente, hizo una propuesta dejando el histórico
domingo in albis,
pero incorporando la Divina Misericordia en su mensaje original. En otras
ocasiones, de vez en cuando, me impresionó la humildad de este gran Papa, que
renunció a las ideas de lo que deseaba porque no recibió la aprobación de los
organismos oficiales que, según las reglas clásicas, había de consultar.
Mientras Juan Pablo II vivió sus últimos
momentos en este mundo, la Fiesta de la Divina Misericordia acababa de comenzar
tras la oración de las primeras vísperas. Esta celebración iluminó la hora de
su muerte: la luz de la misericordia de Dios se presenta como un mensaje
reconfortante sobre su muerte. En su último libro, Memoria e Identidad,
publicado en la víspera de su muerte, el Papa resumió una vez más el mensaje de
la Divina Misericordia.
Señaló que la hermana Faustina murió
antes de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, pero que ya había dado la
respuesta del Señor a este horror insoportable. Era como si Cristo quisiera
decir a través de Faustina: «El mal no obtendrá la victoria final. El misterio
pascual confirma que el bien prevalecerá, que la vida triunfará sobre la muerte
y que el amor triunfará sobre el odio».
A lo largo de su vida, el Papa buscó
apropiarse subjetivamente del centro objetivo de la fe cristiana, que es la
doctrina de la salvación, y ayudar a otros a apropiarse de ella. A través de
Cristo resucitado, la misericordia de Dios es para cada individuo. Aunque este
centro de la existencia cristiana solo nos lo da la fe, también es importante
filosóficamente, porque si la misericordia de Dios no es un hecho, debemos
encontrar nuestro camino en un mundo donde el poder último del bien contra el
mal es incierto.
Después de todo, más allá de este
significado histórico objetivo, es esencial que todos sepan que, al final, la
misericordia de Dios es más fuerte que nuestra debilidad. Además, en esta etapa
actual, también se puede encontrar la unidad interior entre el mensaje de Juan
Pablo II y las intenciones fundamentales del Papa Francisco: Juan Pablo II no
es un rigorista moral, como algunos lo intentan dibujar en parte. Con la
centralidad de la misericordia divina, nos da la oportunidad de aceptar el requerimiento
moral del hombre, aunque nunca podemos cumplirlo por completo. Sin embargo,
nuestros esfuerzos morales se hacen a la luz de la divina misericordia, que
resulta ser una fuerza curativa para nuestra debilidad.
Cuando murió el Papa Juan Pablo II, la Plaza de San Pedro estaba llena de personas, especialmente jóvenes, que querían encontrarse con su Papa por última vez. No puedo olvidar el momento en que Mons. Sandri anunció el mensaje de la partida del Papa. Sobre todo, el momento en que la gran campana de San Pedro repicó, hizo que este mensaje resultara inolvidable. El día del funeral, había muchas pancartas diciendo «¡Santo súbito!». Eso fue un grito que, de todos lados, surgió a partir del encuentro con Juan Pablo II. No solo en la plaza, sino también en varios círculos intelectuales, se discutió la idea de darle el título de «Magno» a Juan Pablo II.
La palabra «santo» indica la esfera de
Dios y la palabra «magno» la dimensión humana. Según el reglamento de la
Iglesia, la santidad puede ser reconocida por dos criterios: las virtudes
heroicas y el milagro. Los dos criterios están estrechamente vinculados. La
expresión «virtud heroica» no significa una especie de hazaña olímpica; al
contrario, en y a través de una persona se revela algo que no proviene de él,
sino que se hace visible la obra de Dios en y a través de él. No es una
competencia moral de la persona, sino renunciar a la propia grandeza. El punto
es que una persona deja que Dios trabaje en ella, y así el trabajo y el poder
de Dios se hacen visibles a través de ella.
Lo mismo se aplica a la prueba del
milagro: aquí tampoco se trata de un evento sensacional sino de la revelación
de la bondad de Dios que cura de una manera que va más allá de las meras
posibilidades humanas. El santo es un hombre abierto a Dios e imbuido de Dios.
El que se aleja de sí mismo y nos deja ver y reconocer a Dios es santo.
Verificar esto legalmente, en la medida de lo posible, es el significado de los
dos procesos de beatificación y canonización. En los casos de Juan Pablo II,
ambos procesos se hicieron estrictamente de acuerdo a las reglas aplicables.
Por lo tanto, ahora se nos presenta como el padre que nos deja ver la
misericordia y la bondad de Dios.
Es más difícil definir correctamente el
término «magno». Durante los casi 2.000 años de historia del papado, el título
«Magno» solo prevaleció para dos papas: León I (440-461) y Gregorio I
(590-604). La palabra «magno» tiene una connotación política en ambos, en la
medida en que algo del misterio de Dios mismo se hace visible a través de la
actuación política. A través del diálogo, León Magno logró convencer a Atila,
el Príncipe de los Hunos, para que perdonara a Roma, la ciudad de los príncipes
de los apóstoles Pedro y Pablo. Desarmado, sin poder militar o político, sino
por el solo poder de la convicción por su fe, logró convencer al temido tirano
para que perdonara a Roma. El espíritu demostró ser más fuerte en la lucha
entre espíritu y poder.
Aunque Gregorio I no tuvo un éxito tan
espectacular, también logró proteger a Roma contra los lombardos, de nuevo al
oponerse el espíritu al poder y alcanzar la victoria del espíritu.
Si comparamos la historia de los dos
Papas con la de Juan Pablo II, su similitud es evidente. Juan Pablo II tampoco
tenía poder militar o político. Durante las deliberaciones sobre la forma
futura de Europa y Alemania, en febrero de 1945, se observó que la opinión del
Papa también debía tenerse en cuenta. Entonces Stalin preguntó: «¿Cuántas
divisiones tiene el Papa?». Es claro que el Papa no tiene divisiones a su
disposición. Pero el poder de la fe resultó ser un poder que finalmente derrocó
el sistema de poder soviético en 1989 y permitió un nuevo comienzo. Es
indiscutible que la fe del Papa fue un elemento esencial en el derrumbe del
poder comunista. Así que la grandeza evidente en León I y Gregorio I es
ciertamente visible también en Juan Pablo II.
Dejamos abierto si el epíteto «magno»
prevalecerá o no. Es cierto que el poder y la bondad de Dios se hicieron
visibles para todos nosotros en Juan Pablo II. En un momento en que la Iglesia
sufre una vez más la aflicción del mal, este es para nosotros un signo de
esperanza y confianza.
Querido San Juan Pablo II, ¡ruega por
nosotros!
Benedicto XVI
Fuente: ACI