Rezar
“es la voz de un ‘Yo’” en busca “de un ‘Tú’, “un encuentro humano y muchas
veces se va a tientas para encontrar el ‘Tú’ que mi ‘yo’ estaba buscando”,
explicó el Papa
El
Santo Padre indica que en el padre nuestro “Jesús nos ha enseñado a hacerle una
serie de peticiones” y que “a Dios podemos pedirle todo, todo, explicarle todo,
contarle todo. No importa si en nuestra relación con Dios nos sentimos en
defecto: no somos buenos amigos, no somos hijos agradecidos, no somos cónyuges
fieles. Él sigue amándonos”.
En
la audiencia general de ayer, 13 de mayo de 2020, celebrada en la biblioteca
del Palacio Apostólico debido a la pandemia del coronavirus, el Papa Francisco
expuso su segunda catequesis en torno al tema de la oración: “La oración del
cristiano” (Sal 63,2- 5.9).
En
sus palabras, Francisco resaltó que la oración “es un impulso, es una
invocación que va más allá de nosotros mismos: algo que nace en lo profundo de
nuestra persona y se proyecta, porque siente la nostalgia de un encuentro. Esa
nostalgia que es más que una necesidad: es un camino”.
Un “Yo” en busca de un
“Tú”
Rezar
“es la voz de un ‘Yo’” en busca “de un ‘Tú’, “un encuentro humano y muchas
veces se va a tientas para encontrar el ‘Tú’ que mi ‘yo’ estaba buscando”,
explicó el Papa.
De
este modo, la oración cristiana nace de una revelación: “el ‘Tú’ no ha
permanecido envuelto en el misterio, sino que ha entrado en relación con
nosotros”.
El
“cristianismo es la religión que celebra continuamente la ‘manifestación’ de
Dios, es decir, su epifanía”. Por ello, las primeras fiestas del año litúrgico
(nacimiento en Belén, contemplación de los Reyes Magos, Bautismo en el Jordán y
bodas de Canaá) “son la celebración de este Dios que no permanece oculto, sino
que ofrece su amistad a los hombres”, describió.
El rostro tierno de Dios
El
Pontífice resaltó que, al rezar, el cristiano “entra en relación con el Dios de
rostro más tierno, que no quiere infundir miedo alguno a los hombres”, de
manera que los fieles cristianos se dirigen a Él “atreviéndose a llamarlo con
confianza con el nombre de ‘Padre’. Todavía más, Jesús usa otra palabra:
‘papá’”.
En
este sentido, agregó que el cristianismo ha desterrado del trato con Dios
cualquier relación “feudal”, ya que en su discurso de despedida a los
discípulos, Jesús dice que no los llama “siervos”, sino “amigos”, porque “todo
lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”, y les promete que “todo lo
que pidáis al Padre en mi nombre” les será concedido.
La paciencia de un Padre
Dios,
aclaró el Obispo de Roma, “es un aliado fiel: si los hombres dejan de amar, Él
sigue amando, aunque el amor lo lleve al Calvario. Dios está siempre cerca de
la puerta de nuestro corazón y espera que le abramos”.
Y,
a veces, “llama al corazón pero no es invadente: espera. La paciencia de Dios
con nosotros es la paciencia de un papá, de uno que nos quiere mucho. Yo diría
que es la paciencia junta de un papá y de una mamá. Siempre cerca de nuestro
corazón, y cuando llama lo hace con ternura y con tanto amor”.
A continuación, sigue la
catequesis completa del Papa Francisco.
Catequesis del Santo Padre
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy
damos el segundo paso en el camino de la catequesis sobre la oración que
comenzó la semana pasada.
La
oración pertenece a todos: a la gente de cualquier religión, y probablemente también
a aquellos que no profesan ninguna. La oración nace en el secreto de nosotros
mismos, en ese lugar interior que los autores espirituales suelen llamar
“corazón” (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2562-2563). Lo que reza,
entonces, en nosotros no es algo periférico, no es una facultad secundaria y
marginal nuestra, sino que es el misterio más íntimo de nosotros mismos. Este
misterio es el que reza. Las emociones rezan, pero no se puede decir que la
oración es sólo emoción. La inteligencia reza, pero rezar no es sólo un acto
intelectual. El cuerpo reza, pero se puede hablar con Dios incluso en la más
grave discapacidad. Por lo tanto, es todo el hombre el que reza, si su
“corazón” reza.
La
oración es un impulso, es una invocación que va más allá de nosotros mismos:
algo que nace en lo profundo de nuestra persona y se proyecta, porque siente la
nostalgia de un encuentro. Esa nostalgia que es más que una necesidad: es un
camino. La oración es la voz de un “Yo” que se tambalea, que anda a tientas, en
busca de un “Tú”. El encuentro entre el “yo” y el “Tú” no se puede hacer con
las calculadoras: es un encuentro humano y muchas veces se va a tientas para
encontrar el “Tú” que mi “yo” estaba buscando.
La
oración del cristiano nace, en cambio, de una revelación: el “Tú” no ha
permanecido envuelto en el misterio, sino que ha entrado en relación con
nosotros. El cristianismo es la religión que celebra continuamente la
“manifestación” de Dios, es decir, su epifanía. Las primeras fiestas del año
litúrgico son la celebración de este Dios que no permanece oculto, sino que
ofrece su amistad a los hombres. Dios revela su gloria en la pobreza de Belén,
en la contemplación de los Reyes Magos, en el bautismo en el Jordán, en el
milagro de las bodas de Caná. El Evangelio de Juan concluye el gran himno del
Prólogo con una afirmación sintética: “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo
único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado”. Fue Jesús el que nos reveló
a Dios.
La
oración del cristiano entra en relación con el Dios de rostro más tierno, que
no quiere infundir miedo alguno a los hombres. Esta es la primera
característica de la oración cristiana. Si los hombres siempre estaban
acostumbrados desde siempre a acercarse a Dios un poco intimidados, un poco
asustados por este misterio, fascinante y terrible , si se habían acostumbrado
a venerarlo con una actitud servil, similar a la de un súbdito que no quiere
faltar al respeto a su Señor, los cristianos se dirigen en cambio a Él
atreviéndose a llamarlo con confianza con el nombre de “Padre”. Todavía más,
Jesús usa otra palabra: “papá”.
El
cristianismo ha desterrado del vínculo con Dios cualquier relación “feudal”. En
el patrimonio de nuestra fe no hay expresiones como “sometimiento”,
“esclavitud” o “vasallaje”, sino palabras como “alianza”, “amistad”, “promesa”,
“comunión”, “cercanía”. En su largo discurso de despedida a los discípulos,
Jesús dice así: «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace
su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre
os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he
elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que
vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre
os lo conceda.» (Jn 15, 15-16). Pero este es un cheque en blanco: “Todo lo que
pidáis al Padre en mi nombre os lo concedo”.
Dios
es el amigo, el aliado, el esposo. En la oración podemos establecer una
relación de confianza con Él, tanto que en el “Padre Nuestro” Jesús nos ha
enseñado a hacerle una serie de peticiones. A Dios podemos pedirle todo, todo,
explicarle todo, contarle todo. No importa si en nuestra relación con Dios nos
sentimos en defecto: no somos buenos amigos, no somos hijos agradecidos, no
somos cónyuges fieles. Él sigue amándonos. Es lo que Jesús demuestra
definitivamente en la última cena, cuando dice: “Esta copa es la nueva alianza
en mi sangre, que es derramada por vosotros”. (Lc 22,20).
En
ese gesto Jesús anticipa en el Cenáculo el misterio de la Cruz. Dios es un
aliado fiel: si los hombres dejan de amar, Él sigue amando, aunque el amor lo
lleve al Calvario. Dios está siempre cerca de la puerta de nuestro corazón y
espera que le abramos. Y a veces llama al corazón pero no es invadente: espera.
La paciencia de Dios con nosotros es la paciencia de un papá, de uno que nos
quiere mucho. Yo diría que es la paciencia junta de un papá y de una mamá.
Siempre cerca de nuestro corazón, y cuando llama lo hace con ternura y con
tanto amor.
Tratemos
todos de rezar de esta manera, entrando en el misterio de la Alianza. A
meternos en oración entre los brazos misericordiosos de Dios, a sentirnos
envueltos por ese misterio de felicidad que es la vida trinitaria, a sentirnos
como invitados que no se merecían tanto honor. Y a repetirle a Dios, en el
asombro de la oración: ¿Es posible que Tú solo conozcas el amor? El no conoce
el odio. Él es odiado, pero no conoce el odio. Conoce solo amor. Este es el
Dios al que rezamos. Este es el núcleo incandescente de toda oración cristiana.
El Dios de amor, nuestro Padre que nos espera y nos acompaña.
Larissa
I. López
Fuente:
Zenit