Después de muchos años, he comprendido qué pintaba yo dando catequesis a
los niños de primera comunión aquel único año: que Lucía, un milagro de seis
años, me mostrase lo que significa la oración
Me enseñó a rezar Lucía, un milagro de seis años. Ese día llegué a
la sala parroquial abatido, presa de la angustia. Aun así, yo sabía que no todo
estaba perdido: no es lo mismo sufrir sin una espera que con un horizonte
escondido en un pliego del alma, como un mapa arrugado.
Los niños de catequesis realizaron los
ejercicios de un libro de texto donde se decían demasiadas cosas acerca de
Dios, todas edulcoradas. Jesús, recuerdo, era retratado como un señor con una
barba bien peinada y el rostro amigable. La túnica, como en un anuncio de
lejía. Los adultos viven de espaldas a la muerte y por eso quieren esconder a
los niños lo que a ellos les horroriza. Los niños, sin embargo, no tienen
miedo de lo incomprensible ni esquivan el misterio.
Al acabar la
sesión, una puerta del cielo se abrió de golpe, aunque yo lo ignorase. Como era
costumbre, cada niño extendió sus manitas en el momento de las peticiones y
habló en voz alta. Lucía, al llegar su turno, pidió que su
madre volviera a caminar. Al parecer, tras un parto complicado,
quedó postrada en una silla de ruedas. Desde que ella nació. Yo escuché su
petición conmovido, pero sin ninguna esperanza en que eso que pedía fuera algún
día realizable
.
.
Cada segundo es una iglesia
Mi vida siguió
después. Dos, tres semanas, y otra tarde, en la misma sala parroquial, Lucía
dio las gracias durante las peticiones. Mi madre ha vuelto a caminar,
dijo. Le pregunté cómo era posible y me respondió que porque, como yo les había
dicho, todo lo que pedimos a Dios es escuchado. Incrédulo, le pregunté si antes
no caminaba un poco, pensando que todo aquello era fruto de su fantasía
infantil. La niña me aseguró una vez tras otra que era cierto. Para Dios no hay
nada imposible, me dijo sonriente, usted lo dijo.
A la salida, cuando los otros niños se
dispersaban como canicas por el patio del colegio, pude ver a la madre de
Lucía. No me atreví más que a saludarla de lejos, entre la barahúnda. Pero ella
me llamó. Y me dio las gracias. ¡A mí! Me fui con una locomotora dentro del
pecho, sabiendo que aquella tarde nunca se se detendría.
Solo después de
muchos años he comprendido qué pintaba yo dando catequesis a los
niños de primera comunión aquel único año. Yo nunca me he
sentido cómodo en la cabeza del pelotón, siendo el que dirige. Siempre me
enfrento a mis alumnos con el miedo de que un día descubrirán que no puedo enseñarles
nada porque soy un impostor. Si estuve ese año allí, he comprendido, fue para
ser enseñado por Lucía.
Para que Lucía, un milagro de seis años, me
mostrase lo que significa la oración. Antes de Lucía, mis padres me enseñaron
el padrenuestro, el credo, las oraciones dedicadas a María. Pero Lucía
me enseñó que rezar no es una fórmula aprendida.
Mientras que las oraciones que hacemos de adultos parecen
agua embotellada, las de Lucía fueron agua mineral brotando de una roca. Ella
pidió de una forma natural, sin la escarcha de la duda en la lengua. Ella fue
escuchada porque habló alojada en las entrañas, más abajo de la cabeza, en el
lugar del corazón. Gracias, Lucía.
Seguramente seas en la actualidad una veinteañera, pero en mi corazón sigues
detenida, tienes seis años, te miro dentro de una sala con otros sabios de no
más de metro y medio. Eres el templo al que regreso cuando me envuelve la
oscuridad.
Fuente: elbebatedehoy.es