Entrada triunfal en Jerusalén
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Algunos de los presentes les preguntaron: «¿Qué hacéis
desatando el pollino?». Ellos les contestaron como había dicho Jesús; y se lo
permitieron. Llevaron el pollino, le echaron encima los mantos, y Jesús se
montó. Muchos alfombraron el camino con sus mantos, otros con ramas cortadas en
el campo. Los que iban delante y detrás, gritaban: «¡Hosanna! ¡Bendito el que
viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre
David! ¡Hosanna en las alturas!». Entró Jesús en Jerusalén, en el templo, lo
estuvo observando todo y, como era ya tarde, salió hacia Betania con los Doce. (Marcos 11,1-10).
I.
«Venid, y al mismo tiempo que ascendemos al monte de los Olivos, salgamos al
encuentro de Cristo, que vuelve hoy de Betania y, por propia voluntad, se
apresura hacia su venerable y dichosa pasión, para llevar a plenitud el
misterio de la salvación de los hombres».
Jesús sale muy de mañana de Betania. Allí, desde la tarde
anterior, se habían congregado muchos fervientes discípulos suyos; unos eran
paisanos de Galilea, llegados en peregrinación para celebrar la Pascua; otros
eran habitantes de Jerusalén, convencidos por el reciente milagro de la
resurrección de Lázaro. Acompañado de esta numerosa comitiva, junto a otros que
se le van sumando en el camino, Jesús toma una vez más el viejo camino de
Jericó a Jerusalén, hacia la pequeña cumbre del monte de los Olivos.
Las
circunstancias se presentaban propicias para un gran recibimiento, pues era
costumbre que las gentes saliesen al encuentro de los más importantes grupos de
peregrinos para entrar en la ciudad entre cantos y manifestaciones de alegría.
El Señor no manifestó ninguna oposición a los preparativos de esta entrada
jubilosa. Él mismo elige la cabalgadura: un sencillo asno que manda traer de
Betfagé, aldea muy cercana a Jerusalén. El asno había sido en Palestina la
cabalgadura de personajes notables ya desde el tiempo de Balaán.
El
cortejo se organizó enseguida. Algunos extendieron su manto sobre la grupa del
animal y ayudaron a Jesús a subir encima; otros, adelantándose, tendían sus
mantos en el suelo para que el borrico pasase sobre ellos como sobre un tapiz,
y muchos otros corrían por el camino a medida que adelantaba el cortejo hacia
la ciudad, esparciendo ramas verdes a lo largo del trayecto y agitando ramos de
olivo y de palma arrancados de los árboles de las inmediaciones. Y, al
acercarse a la ciudad, ya en la bajada del monte de los Olivos, toda la
multitud de los que bajaban, llena de alegría, comenzó a alabar a Dios en alta
voz por todos los prodigios que había visto, diciendo: ¡Bendito el Rey que
viene en nombre del Señor! ¡Paz en el Cielo y gloria en las alturas!.
Jesús hace su entrada en Jerusalén como Mesías en un
borrico, como había sido profetizado muchos siglos antes. Y los cantos del
pueblo son claramente mesiánicos. Esta gente llana -y sobre todo los fariseos-
conocían bien estas profecías, y se manifiesta llena de júbilo. Jesús admite el
homenaje, y a los fariseos que intentan apagar aquellas manifestaciones de fe y
de alegría, el Señor les dice: Os digo que si éstos callan gritarán las
piedras.
Con todo, el triunfo de Jesús es un triunfo sencillo, «se
contenta con un pobre animal, por trono. No sé a vosotros; pero a mí no me
humilla reconocerme, a los ojos del Señor, como un jumento: como un borriquito
soy yo delante de ti; pero estaré siempre a tu lado, porque tú me has tomado de
tu diestra (Sal 72, 2324), tú me llevas por el ronzal».
Jesús quiere también entrar hoy triunfante en la vida de
los hombres sobre una cabalgadura humilde: quiere que demos testimonio de Él,
en la sencillez de nuestro trabajo bien hecho, con nuestra alegría, con nuestra
serenidad, con nuestra sincera preocupación por los demás. Quiere hacerse
presente en nosotros a través de las circunstancias del vivir humano. También
nosotros podemos decirle en el día de hoy: Ut iumentum factus sum apud te...
«Como un borriquito estoy delante de Ti. Pero Tú estás siempre conmigo, me has
tomado por el ronzal, me has hecho cumplir tu voluntad; et cum gloria
suscepisti me, y después me darás un abrazo muy fuerte». Ut iumentum... como un
borrico soy ante Ti, Señor..., como un borrico de carga, y siempre estaré
contigo. Nos puede servir de jaculatoria para el día de hoy.
El Señor ha entrado triunfante en Jerusalén. Pocos días
más tarde, en esa ciudad, será clavado en una cruz.
II.
El cortejo triunfal de Jesús había rebasado la cima del monte de los Olivos y
descendía por la vertiente occidental dirigiéndose al Templo, que desde allí se
dominaba. Toda la ciudad aparecía ante la vista de Jesús. Al contemplar aquel
panorama, Jesús lloró.
Aquel llanto, entre tantos gritos alegres y en tan solemne
entrada, debió de resultar completamente inesperado. Los discípulos estaban
desconcertados viendo a Jesús. Tanta alegría se había roto de golpe, en un
momento.
Jesús mira cómo Jerusalén se hunde en el pecado, en su
ignorancia y en su ceguera: ¡Ay si conocieras, por lo menos en este día que se
te ha dado, lo que puede traerte la paz! Pero ahora todo está oculto a tus ojos.
Ve el Señor cómo sobre ella caerán otros días que ya no serán como éste, día de
alegría y de salvación, sino de desdicha y de ruina. Pocos años más tarde, la
ciudad sería arrasada. Jesús llora la impenitencia de Jerusalén. ¡Qué
elocuentes son estas lágrimas de Cristo! Lleno de misericordia, se compadece de
esta ciudad que le rechaza.
Nada quedó por intentar: ni en milagros, ni en obras, ni
en palabras; con tono de severidad unas veces, indulgente otras... Jesús lo ha
intentado todo con todos: en la ciudad y en el campo, con gentes sencillas y
con sabios doctores, en Galilea y en Judea... También ahora, y en cada época,
Jesús entrega la riqueza de su gracia a cada hombre, porque su voluntad es
siempre salvadora.
En nuestra vida, tampoco ha quedado nada por intentar,
ningún remedio por poner. ¡Tantas veces Jesús se ha hecho el encontradizo con
nosotros! ¡Tantas gracias ordinarias y extraordinarias ha derramado sobre
nuestra vida! «El mismo Hijo de Dios se unió, en cierto modo, con cada hombre
por su encarnación. Con manos humanas trabajó, con mente humana pensó, con
voluntad humana obró, con corazón de hombre amó. Nacido de María Virgen se hizo
de verdad uno de nosotros, igual que nosotros en todo menos en el pecado.
Cordero inocente, mereció para nosotros la vida derramando libremente su
sangre, y en Él el mismo Dios nos reconcilió consigo y entre nosotros mismos y
nos arrancó de la esclavitud del diablo y del pecado, y así cada uno de
nosotros puede decir con el Apóstol: el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí
(Gal 2, 20)».
La historia de cada hombre es la historia de la continua
solicitud de Dios sobre él. Cada hombre es objeto de la predilección del Señor.
Jesús lo intentó todo con Jerusalén, y la ciudad no quiso abrir las puertas a
la misericordia. Es el misterio profundo de la libertad humana, que tiene la
triste posibilidad de rechazar la gracia divina. «Hombre libre, sujétate a
voluntaria servidumbre para que Jesús no tenga que decir por ti aquello que
cuentan que dijo por otros a la Madre Teresa: "Teresa, yo quise... Pero
los hombres no han querido"».
¿Cómo estamos respondiendo nosotros a los innumerables
requerimientos del Espíritu Santo para que seamos santos en medio de nuestras
tareas, en nuestro ambiente? Cada día, ¿cuántas veces decimos sí a Dios y no al
egoísmo, a la pereza, a todo lo que significa desamor, aunque sea pequeño?
III.
Al entrar el Señor en la ciudad santa, los niños hebreos profetizaban la
resurrección de Cristo, proclamando con ramos de palmas: «Hosanna en el cielo».
Nosotros conocemos ahora que aquella entrada triunfal fue,
para muchos, muy efímera. Los ramos verdes se marchitaron pronto. El hosanna
entusiasta se transformó cinco días más tarde en un grito enfurecido:
¡Crucifícale! ¿Por qué tan brusca mudanza, por qué tanta inconsistencia? Para
entender algo quizá tengamos que consultar nuestro propio corazón.
«¡Qué diferentes voces eran -comenta San Bernardo-: quita,
quita, crucifícale y bendito sea el que viene en nombre del Señor, hosanna en
las alturas! ¡Qué diferentes voces son llamarle ahora Rey de Israel, y de ahí a
pocos días: no tenemos más rey que el César! ¡Qué diferentes son los ramos
verdes y la cruz, las flores y las espinas! A quien antes tendían por alfombra
los vestidos propios, de allí a poco le desnudan de los suyos y echan suertes
sobre ellos».
La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén pide a cada uno
de nosotros coherencia y perseverancia, ahondar en nuestra fidelidad, para que
nuestros propósitos no sean luces que brillan momentáneamente y pronto se
apagan. En el fondo de nuestros corazones hay profundos contrastes: somos
capaces de lo mejor y de lo peor. Si queremos tener la vida divina, triunfar
con Cristo, hemos de ser constantes y hacer morir por la penitencia lo que nos
aparta de Dios y nos impide acompañar al Señor hasta la Cruz.
«La liturgia del Domingo de Ramos pone en boca de los cristianos
este cántico: levantad, puertas, vuestros dinteles; levantaos, puertas
antiguas, para que entre el Rey de la gloria (Antífona de la distribución de
los ramos). El que se queda recluido en la ciudadela del propio egoísmo no
descenderá al campo de batalla. Sin embargo, si levanta las puertas de la
fortaleza y permite que entre el Rey de la paz, saldrá con Él a combatir contra
toda esa miseria que empaña los ojos e insensibiliza la conciencia».
María también está en Jerusalén, cerca de su Hijo, para
celebrar la Pascua. La última Pascua judía y la primera Pascua en la que su
Hijo es el Sacerdote y la Víctima. No nos separemos de Ella. Nuestra Señora nos
enseñará a ser constantes, a luchar en lo pequeño, a crecer continuamente en el
amor a Jesús. Contemplemos la Pasión, la Muerte y la Resurrección de su Hijo
junto a Ella. No encontraremos un lugar más privilegiado.
Fuente: Almudi.org