EL AMOR DE DIOS
II. El
Señor nos ama siempre. También cuando le ofendemos, tiene misericordia de
nosotros.
III. Nuestra
correspondencia. El primer mandamiento. Amor a Dios en las incidencias de cada
día.
“En aquel tiempo, uno de los maestros de la Ley se
acercó a Jesús y le hizo esta pregunta: «¿Cuál es el primero de todos los
mandamientos?».
Jesús le contestó: «El primero es: Escucha, Israel: El
Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El
segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento
mayor que éstos».
Le dijo el escriba: «Muy bien, Maestro; tienes razón
al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el
corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo
como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Y Jesús,
viendo que le había contestado con sensatez, le dijo: «No estás lejos del Reino
de Dios». Y nadie más se atrevía ya a hacerle preguntas” (Marcos 12,28b-34).
I. Dios nos hace
saber de muchas maneras que nos ama, que nunca se olvida de nosotros, pues nos
lleva escritos en su mano para tenernos siempre a la vista (Isaías 49, 15-17).
Jamás podremos imaginar lo que Dios nos ama: nos redimió con su Muerte en la
Cruz, habita en nuestra alma en gracia, se comunica con nosotros en lo más
íntimo de nuestro corazón, durante estos ratos de oración y en cualquier
momento del día. Cuando contemplamos al Señor en cada una de las escenas del
Vía Crucis es fácil que desde el corazón se nos venga a los labios el decir:
“¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y... no me he vuelto loco?”.
II. Dios nos ama con amor personal e individual. Jamás ha dejado de amarnos, ni siquiera en los momentos de mayor ingratitud por nuestra parte o cuando cometimos los pecados más graves. Su atención ha sido constante en todas las circunstancias y sucesos, y está siempre junto a nosotros: Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo (Mateo 28, 20), hasta el último instante de nuestra vida. ¡Tantas veces se ha hecho el encontradizo! En la alegría y en el dolor. Como muestra de amor nos dejó los sacramentos, “canales de la misericordia divina”.
Nos perdona en la Confesión y se nos da en la Sagrada
Eucaristía. Nos ha dado a su Madre por Madre nuestra. También nos ha dado un
Ángel para que nos proteja. Y Él nos espera en el Cielo donde tendremos una
felicidad sin límites y sin término. Pero amor con amor se paga. Y decimos con
Francisca Javiera: “Mil vidas si las tuviera daría por poseerte, y mil... y
mil... más yo diera... por amarte si pudiera... con ese amor puro y fuerte con
que Tú siendo quien eres... nos amas continuamente” (Decenario al Espíritu
Santo).
III. Dios
espera de cada hombre una respuesta sin condiciones a su amor por nosotros.
Nuestro amor a Dios se muestra en las mil incidencias de cada día: amamos a
Dios a través del trabajo bien hecho, de la vida familiar, de las relaciones
sociales, del descanso... Todo se puede convertir en obras de amor. Cuando
correspondemos al amor a Dios los obstáculos se vencen; y al contrario, sin
amor hasta las más pequeñas dificultades parecen insuperables. El amor a Dios
ha de ser supremo y absoluto. Dentro de este amor caben todos los amores nobles
y limpios de la tierra, según la peculiar vocación recibida, y cada uno en su
orden. La señal externa de nuestra unión con Dios es el modo como vivimos la
caridad con quienes están junto a nosotros. Pidámosle hoy a la Virgen que nos
enseñe a corresponder al amor de su Hijo, y que sepamos también amar con obras
a sus hijos, nuestros hermanos.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F.
Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org