Este texto reflexiona sobre lo que estamos viviendo en las últimas horas
Estos días de
Cuaresma releemos la salida de Israel de Egipto, cuando Dios le libró del azote
de las plagas. La escena cobra vida nueva ante la epidemia que vivimos. Y nos
recuerda que Dios no es ajeno a nada de cuanto nos pasa. “En tu mano
están mis azares” (Sal 35,15). Quien vive todo desde la fe en el Creador,
también desde la fe en el Creador vive el coronavirus.
¿Por qué el
coronavirus, cuáles son sus causas y efectos? De ello puede hablarnos el
biólogo o el médico, también el psicólogo o el economista. Pero solo la fe
da el horizonte último que unifica las miradas parciales. El creyente no tiene
todas las respuestas, pero conoce a quien sí las tiene. Lo conoce y sabe
invocarle, para que le ayude a vivir esta hora con sentido. Creer en Dios
significa que nuestro “¿por qué?” puede transformarse en “¿para qué?”
“En el
programa del reino de Dios”, decía San Juan Pablo II, “el sufrimiento está
presente en el mundo para provocar amor, para hacer nacer obras de amor al
prójimo” (Salvifici Doloris 30). También el sufrimiento del virus
está presente para que se reavive en nosotros el amor. Hacia este
amor conduce la providencia todas las cosas. Por eso quien cree en la
providencia no responde con la dejadez o la irresponsabilidad, sino con la
inteligencia del amor.
Despertamos
al amor, primero, porque descubrimos lo valiosas que son nuestras
relaciones, basadas en el cuerpo. Y es que este virus es una amenaza para
nuestra vida común. Por su culpa tenemos miedo a estar juntos, a obrar juntos,
nos aislamos... Así el virus nos hiere en el corazón de lo humano, que es la
llamada a la comunión. Pero por contraste aprendemos a la vez el gran bien que
está amenazado. Pues experimentamos que no tenemos vida si no es vida
juntos. Que no podemos florecer como individuos solitarios, sino solo como
miembros de una familia, escuela, barrio... El virus desenmascara la mentira
del individualismo y atestigua la belleza del bien común.
Y así
despertamos al amor, en segundo lugar, porque sufrimos como propio el
sufrimiento y la angustia de los otros. El dolor nos une. En cierto modo nos
hemos contagiado todos del virus, porque se ha contagiado nuestra comunidad,
ciudad, nación. Vienen tiempos duros para muchas familias, para los ancianos,
para los más frágiles. Y el dolor acrecentará entre nosotros las obras de amor
al prójimo. La dificultad del contacto físico requerirá un amor
inteligente, que invente nuevas formas de presencia. Los medios
tecnológicos nos ayudarán a expresar esa cercanía y apoyo afectivo que, lejos
de contagiar el virus, nos vacunan contra él.
Despertar al
amor será también, en tercer lugar, despertar a nuevos modos de obrar
juntos. Pues el dolor del virus, además del que causa la enfermedad, será el
dolor de la zozobra, de no saber a qué atenerse ni cómo sacar adelante las mil
cosas de la vida cotidiana, será la fatiga de rehacer planes y de soportar
la espera. Y el amor inteligente y creativo será el de los
maestros que no interrumpen su labor educativa ni su apoyo a los alumnos,
el de los padres que inventan quehaceres y juegos para sus hijos, el de los
pastores que siguen llevando alimento a sus fieles, el de las familias que
inspiran y comparten su creatividad con otras familias.
En fin, esta
creatividad del amor nos hará descubrir que el amor tiene una fuente inagotable.
Y así el dolor nos despertará al amor, en cuarto lugar, si volvemos la
mirada a Dios, manantial y cauce de todo amor. El aislamiento forzado del
virus puede ayudar a ahondar en la gran pregunta sobre el “para qué” de todo.
El virus, al amenazar el aliento de vida que respiramos y la
presencia de quienes amamos, nos invita a preguntarnos por el secreto último de
este aliento de vida y de este amor. ¿Cuál es su origen y destino? Y la
pregunta nos llevará a descubrir el rostro de ese Dios que ha querido
responder al sufrimiento, no con una teoría, sino con una presencia: sufriendo
con nosotros. Pues Él se ha hecho carne, contagiándose de nuestro dolor para
sanarlo. Y, en los sacramentos de su cuerpo y sangre, nos ha regalado la salud.
Precisamente
en este tiempo puede hacerse difícil el acceso a los sacramentos, sobre todo a
la Eucaristía. Recordemos, por ello, que la gracia de Dios sigue actuando, aun
cuando no podamos acudir a comulgar. Pues en cada misa que diga un
sacerdote, aunque esté solo, estaremos todos presentes, y su gracia nos
tocará. Y la fe en la providencia suscitará un amor inteligente para que
la Eucaristía siga prolongándose en nuestras vidas. Podremos reforzar la
oración en común, la lectura en voz alta de la palabra de Dios, el rezo familiar
de laudes o vísperas el domingo, la invocación de María en el rosario...
Es posible
que, como ya está sucediendo en Italia, muchos deban vivir esta Cuaresma desde
el ayuno de la Eucaristía. Será un dolor salvífico si despierta en nosotros el
amor por el pan vivo que viene del cielo. Si nos enseña que, privados de
la Eucaristía, medicina de inmortalidad, no podemos vivir. Pues en ella está el
cuerpo resucitado de Cristo, inmune ya a cualquier virus, y fuente inagotable
de nuestra vida juntos.
Así, la amenaza del virus despertará en nosotros, junto
al amor concreto por el que sufre, la esperanza de un amor pleno que nunca
acaba. Pues sonará nueva la súplica del salmista: “No temerás la peste que
se desliza en las tinieblas, ni la epidemia que devasta a mediodía, porque
hiciste del Señor tu refugio, tomaste al Altísimo por defensa” (Sal 91,5-6.9).
Nada escapa a
la providencia de Dios, y Dios cuenta con nuestra prudencia (que es
la inteligencia del amor) para hacer frente a la epidemia, apoyándonos unos a
otros generosa y creativamente.
El padre José Granados es superior
general de los Discípulos de los Corazones de Jesús y de María.
Fuente: COPE