Es
claro en todo el relato que Jesús desea acrecentar la fe de los suyos y sembrar
la fe en quienes aún no creen en él
El milagro de la resurrección de Lázaro
constituye un puente entre la primera y la segunda parte del evangelio de Juan.
La primera parte, llamada «libro de los signos», es un conjunto de milagros a
través de los cuales Jesús manifiesta su identidad.
Las bodas de Caná, la multiplicación de los
panes, el ciego de nacimiento permiten a Jesús hablar de sí mismo con el
admirable lenguaje de los signos: él es el vino nuevo de la salvación, el pan
bajado del cielo, la luz del mundo que nos permite ver el horizonte
trascendente de las cosas.
Con el milagro de la resurrección de Lázaro, se
llega al clímax de las afirmaciones de Jesús: Yo soy la resurrección y la vida.
Ninguna afirmación puede superar a esta que nos habla de Cristo como Absoluto,
como el Día último en que resucitarán los muertos.
La segunda parte del evangelio de Juan se llama
«libro de la gloria» porque presenta la muerte y resurrección de Jesús a la luz
la «gloria» con la que Dios mismo se manifiesta en su propio Hijo. Cuando, al
mandato de Cristo de quitar la losa del sepulcro, Marta responde que su hermano
lleva ya cuatro días enterrado y huele mal, Jesús replica: «¿No te he dicho
que, si crees, verás la gloria de Dios». La enfermedad y muerte de Lázaro
servirá, como dice Jesús a sus discípulos, «para la gloria de Dios, para que el
Hijo de Dios sea glorificado por ella».
Queda aún sin esclarecer una cuestión ya
aludida: ¿en qué sentido el milagro de la resurrección revela la gloria de Dios
en Jesús? En primer lugar, por el hecho mismo: el poder de resucitar a un
muerto sólo pertenece a Dios, que manifiesta así su gloria, su soberanía sobre
la vida y la muerte. Pero hay todavía otro motivo latente en el relato. La
resurrección de Lázaro anuncia y prefigura la definitiva resurrección —la de
Cristo— que hace de su muerte una muerte gloriosa, pues gracias a ella, Jesús
atraerá todas las miradas hacia él, es decir, será reconocido como el vencedor
de la muerte. Por eso puede decir a Marta: «el que cree en mí, aunque haya
muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees
esto?».
La fe en Cristo nos introduce ya aquí, en este
mundo, en el ámbito definitivo de la Vida. Creer en él y vivir para siempre son
las dos caras de una misma realidad. Este evangelio, por tanto, nos dispone a
vivir el misterio pascual de Cristo con la esperanza de la vida inmortal,
aunque pasemos por el trance de la muerte física. Como a Marta, Jesús nos
pregunta: ¿Crees esto? La fe en la resurrección no es una ilusión sin
cumplimiento, ni un anhelo sin plenitud: es la señal que define al cristiano,
la verdad contundente del Credo que sostiene las demás verdades como la clave
de bóveda. Sin la resurrección no hay cristianismo, no hay Cristo.
El cristiano
afronta la muerte con la serenidad de quien vive ya en la Vida, de quien ha
sentido, según dice el poeta J.A. Peñalosa, que «Dios besó al pecador en la
mejilla», cuando su Hijo tomó nuestra carne y puede, por tanto, afirmar: «y
muerte no es morir si estoy contigo».
+ César Franco
Obispo de Segovia.