COMENTARIO AL EVANGELIO DE NUESTRO OBISPO D. CÉSAR: "LA LUCHA CONTRA EL MAL"

Convertirse es retornar al Dios que nos ama y perdona, caer de nuevo en los brazos del Padre pródigo en misericordia

Tentaciones de Jesús. Ermita de san Baudelio de Berlanga
No es fácil hablar de la Cuaresma en tiempos en que se ha oscurecido la conciencia del pecado. Esta situación viene de lejos. Ya Pío XII afirmaba que el problema de su tiempo era la pérdida del sentido del pecado. 

Si la Cuaresma llama a la conversión, y no hay conversión sin aborrecimiento del pecado, ¿cómo podemos vivirla? A lo sumo, el hombre reconoce que tiene fallos, debilidades, incorrecciones en su comportamiento.

El pecado es más que eso: es dar la espalda a Dios y a su amor, y, por tanto, dejar de amar al prójimo como a sí mismo. El pecado es un acto deliberado mediante el cual nos oponemos al plan de Dios, a sus mandatos revelados en la alianza y, en último término, al mandamiento del amor dado por Cristo en la última cena. El pecado es una cuestión de relación entre dos personas que están llamadas a amarse: Dios y el hombre, el hombre y su prójimo.

Cuando Dios llama a la conversión, parte siempre del amor que nos tiene: un amor de padre, semejante y superior al de una madre; un amor de amigo y enamorado, de novio y esposo; un amor que ha tenido su expresión más plena en la entrega de Jesucristo en la muerte y resurrección. Si no comprendemos estos presupuestos, jamás entenderemos el pecado como una ruptura de la relación con Dios que nos deja a la intemperie, en la soledad más radical, en la oscuridad de una vida sin amor.

Convertirse es retornar al Dios que nos ama y perdona, caer de nuevo en los brazos del Padre pródigo en misericordia. Convertirse es abrirse al perdón de Dios, que desea restablecer la alianza con nosotros. Por eso, debemos sentirnos pecadores y reconocer que nuestro corazón es de piedra y no de carne cuando nos negamos a amar.

La Cuaresma es el tiempo del retorno a Dios. Para facilitarnos la ayuda necesaria, la Iglesia pone ante nuestros ojos a Jesús, el Hombre Nuevo, que nos educa en la lucha contra el pecado haciendo él mismo penitencia durante cuarenta días y cuarenta noches —esa es la primera Cuaresma— por los pecados de la humanidad. En el desierto Jesús nos enseña luchar contra el Maligno, príncipe del pecado y el mentiroso por excelencia. Fijar la mirada en Jesús es fundamental para aprender la lucha espiritual que se desarrolla en el corazón de cada uno.

Las tentaciones que padece Jesús son el paradigma de las nuestras, porque ha querido asemejarse a nosotros para que viéramos en él lo que debemos vivir en nosotros. Un teólogo de nuestro tiempo ha hablado de las «armas escatológicas» que utiliza Jesús para vencer a Satanás. Estas armas nos defienden de las tentaciones básicas del corazón humano: el afán de riquezas (o de poder), la vanagloria (la impostura de la imagen), la soberbia (que pretende hacernos dioses). Las armas para vencer son claras: la pobreza, entendida como libertad ante toda riqueza; no aspirar a glorias humanas; la humildad como adoración de Dios.

Jesús vence a Satanás con la palabra de Dios, que es el pan de cada día; vence con el rechazo de todo milagro que le diera la imagen de un mesías-espectáculo —el showman de lo divino— ; y vence postrándose ante su Padre, el único digno de gloria y poder.

Seguir a Jesús es introducirnos en el desierto interior de nuestro corazón donde se dan las luchas importantes contra el pecado. En esta lucha no estamos solos.

Nos acompaña Cristo, triunfador sobre el mal, y nos sostiene la iglesia entera con su liturgia, su oración continua, y sus llamadas a la caridad con nuestros hermanos, porque sólo la caridad garantiza que la oración y el ayuno son sinceros. Vivir la Cuaresma significa que el cristiano se reconoce pecador, ciertamente, pero también sabe que la fuerza de Cristo y del Espíritu le acompañan y no le defraudan.

 + César Franco

Obispo de Segovia.

Fuente: Diócesis de Segovia