La perfección de la que habla Jesús no tiene fronteras: supone el cumplimiento íntegro de la Ley, cuyo origen es Dios, el Padre celestial, que nos urge a imitarle en todo. En definitiva, se trata de amar como Dios ama
El
pueblo de Israel ha tenido siempre una conciencia muy viva de la santidad de
Dios. Es el Dios infinitamente santo que ha hecho alianza con su pueblo para
hacerle partícipe de su misma santidad.
Por
eso, la santidad de Dios y la del pueblo judío están estrechamente unidas como
aparece claro en la conocida como ley de la santidad judía: «Sed santos, porque
yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lev 19,2). La razón de la santidad del
pueblo radica en que el Dios Creador ha dejado su impronta en la criatura, de
modo que ésta debe reflejar la santidad de Dios.
Además,
al pactar con su pueblo, Dios le pide que viva sus mandamientos como forma
concreta de santidad. Se comprende, entonces, que después de enunciar la ley de
santidad —«Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo»—, el
Levítico enuncie algunos preceptos que se refieren al amor, como expresión de
la santidad de Dios.
En el texto del sermón de la montaña Jesús recoge la ley de santidad de Israel,
pero se atreve a reformularla con algunos cambios significativos. Dice así:
«Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero
yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que
seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y
buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.
Porque,
si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también
los publicanos? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de
extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,42-48).
Jesús no dice «vuestro Dios», sino «vuestro Padre celestial». Este cambio revela uno de los rasgos de la enseñanza Jesús: Dios es Padre que nos mira como hijos puesto que nos ha engendrado por el bautismo. Los hijos deben adoptar la conducta del Padre, de manera que no deben contentarse sólo con amar a los hermanos de raza, parientes o cercanos, sino que deben extender su amor a los enemigos y perseguidores, porque el Padre celestial hace salir su sol sobre buenos y malos manda la lluvia sobre justos e injustos.
El
segundo cambio que hace Jesús es utilizar la palabra «perfectos» y no «santos».
No hay oposición entre ambos términos: la santidad a la que debe aspirar el
discípulo de Cristo se concreta en la perfección (o plenitud) del amor, es
decir, en imitar al Padre bueno. Esta perfección se expresa, a diferencia de la
ley mosaica, en el amor a quienes nos persiguen o tenemos por enemigos. La
plenitud de la ley consiste en el amor. Por eso, Jesús exhorta a vivir una
justicia mayor que la de los escribas y fariseos, es decir, a superar
interpretaciones restrictivas del amor al prójimo reflejadas de modo expresivo
en el «ojo por ojo, diente por diente».
La
perfección de la que habla Jesús no tiene fronteras: supone el cumplimiento
íntegro de la Ley, cuyo origen es Dios, el Padre celestial, que nos urge a
imitarle en todo. En definitiva, se trata de amar como Dios ama.
Seguramente
alguien se preguntará si es posible amar como Dios. Quizás el texto de Mateo
induce a confusión, pues dice que seamos perfectos como nuestro Padre
celestial. La partícula griega que se traduce por «como» puede tener el
significado de «porque», como en la ley de santidad judía. Se invita, pues, a
los discípulos de Cristo que sean perfectos «porque» su Padre lo es, aunque no
lleguen nunca a imitarle plenamente.
No
debemos olvidar, además, que Dios es quien infunde su amor en nuestros
corazones mediante el Espíritu recibido en el bautismo. Si lo acogemos de
verdad, amaremos como Dios ama.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia