En el sermón de la montaña, Jesús recoge los diez mandamientos y les da su plenitud mediante sus propias aportaciones
En muchas ocasiones, los
críticos del cristianismo afirman que Jesús nunca se designo a sí mismo como
Dios. Deducen de aquí que la confesión cristiana sobre Jesús como Hijo de Dios
es un invento de la Iglesia que lo ha divinizado. La fe de la Iglesia —y Jesús—
sería simplemente un mito.
Es cierto que Jesús nunca dijo
abiertamente de sí mismo que era Dios, pero lo dijo claramente mediante
afirmaciones que cualquier judío formado en la tradición de las Escrituras
podía entender. De ahí que, ante el tribunal judío que le condena por blasfemo,
se le acusa de haberse proclamado Dios.
Sabedor de que el pueblo judío
tenía un respeto sagrado por el nombre de Dios, que revelaba su esencia, Jesús
recurrió a formas de expresarse que, respetando la trascendencia divina,
indicaran la conciencia que tenía de sí mismo como Hijo de Dios. Pongamos un
ejemplo: la institución más importante del judaísmo era el sábado, que se
celebraba como evocación del descanso de Dios al terminar la creación. Violar
el sábado era un grave pecado.
Cuando Jesús hace curaciones
en sábado o permite a sus discípulos que arranquen espigas del sembrado para
comer algo, se le acusa que quebrantar el sábado y de permitir que se trabaje
en el día del descanso. Jesús se defiende diciendo que «el Hijo del hombre es
señor del sábado» (Mt 12,8). Afirmar esto suponía ponerse en el lugar de Dios,
pues por encima del sábado, según la tradición judía, sólo estaba Dios.
Lo mismo podemos decir del
templo, lugar de la presencia de Dios. Jesús se sitúa por encima del templo, no
sólo al purificarlo sino al profetizar su ruina anunciando al mismo tiempo que
lo podía reconstruir en tres días en clara alusión a su resurrección.
Hay, sin embargo, un discurso,
del que leemos este domingo un pequeño pasaje, donde Jesús afirma con toda
claridad que se sitúa en el mismo rango de Dios. Me refiero al sermón de la
montaña, donde, como señalan muchos
estudiosos, Jesús es presentado como el nuevo Moisés que proclama la nueva
ley. Que Jesús enseñe su doctrina no es
en sí mismo blasfemo, pero que Jesús se atreva a corregir la ley de Moisés, que
el mismo Dios le había entregado, supone un atentado contra la autoridad
divina.
La contraposición sobre la que
Jesús edifica su sermón —«habéis oído que se os dijo, pero yo os digo»—
manifiesta que se siente con la misma autoridad del Dios del Antiguo Testamento
—su Padre— para completar la revelación y superarla mediante una nueva justicia
y santidad. Detrás de la pasiva divina—«se os dijo»— se esconde Dios; y al afirmar
Jesús «pero yo os digo», evoca al Dios que dijo a Moisés sus diez palabras o
mandamientos. Dios habla por Jesús revelándose como la Palabra autorizada capaz
de llevar a plenitud la Ley.
Como dice J.
Ratzinger-Benedicto XVI, en su libro Jesús
de Nazaret, «el Yo de Jesús destaca de un modo como ningún maestro de la
Ley se lo puede permitir». Sin decirlo expresamente, Jesús revela su conciencia
más íntima y deja claro a sus discípulos que si «vuestra justicia no es mayor
que la de los escribas y los fariseos, no entraréis en el reino de los cielos»
(Mt 6,20). La «justicia mayor» a que se refiere Jesús es la que él propone para
vivir conforme a la voluntad de Dios. Moisés había señalado el camino de los
diez mandamientos.
En el sermón de la montaña,
Jesús recoge los diez mandamientos y les da su plenitud mediante sus propias
aportaciones. Si, como él dice, sólo quien practique esta «justicia mayor»
entrará en el reino de los cielos, es evidente que quien la propone es el único
capaz de abrir y cerrar la puerta del Reino: Dios mismo. Se explica así que el
judaísmo oficial acusara de blasfemia a quien se atribuía la autoridad divina.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia