La
razón histórica
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Hay certeza de que en la segunda mitad del
siglo I d.c., ya había en Roma cristianos y judíos (Hch 28, 15. 17; Rm 1, 7) y
lógicamente también en muchas partes del resto del imperio Romano.
Para dar un
solo ejemplo, uno de los judíos que vivían en Roma era Aquila quien, con su
mujer Priscila, salió expulsado de Roma y llegó a Corinto (Hch 12, 2).
Y a pesar de
que había en Roma una fuerte hostilidad contra los cristianos, allí existía una
comunidad muy viva aun en la clandestinidad.
El número de cristianos se incrementó en
Roma gracias a la llegada de los apóstoles. La Biblia habla del hecho que san
Pablo fue enviado en misión a Roma por el mismísimo Jesús.
“A la noche
siguiente se le apareció el Señor y le dijo: «¡Animo! Pues como has dado
testimonio de mí en Jerusalén, así debes darlo también en Roma».” (Hch 23,11).
Y San Pablo llegó a Roma en su cuarto viaje (Hch 28, 14), muy posiblemente
entre los años 61-62.
En cuanto a
la presencia de san Pedro en Roma hay,
como en el caso de San Pablo, entre otras fuentes, fuentes bíblicas y
patrísticas.
Hacia la
década de los años 60 envían preso a san Pablo a Roma, desde donde escribe la
carta a los Colosenses.
En esta
carta, san Pablo menciona que san Marcos estaba con él (en Roma) (Col 4, 10).
San Pedro escribe su carta desde el lugar donde estaba san Marcos(1 P 5, 13), y
sobre ubicación él se refiere a la llamada “Babilonia” (los cristianos
primitivos se referían a la Roma pagana simbólicamente como Babilonia). “Os
saluda la (Iglesia) que está en Babilonia, elegida como vosotros, así como mi
hijo Marcos” (1 Pe 5, 13).
Además de los
textos bíblicos hay también testimonios escritos que dejaron aquellos
cristianos que estuvieron en contacto directo o indirecto con los apóstoles;
son testigos indiscutibles de la época.
Si alguien
puede saber de la actividad apostólica posterior a la resurrección de Cristo,
son ellos, los padres de la Iglesia: entre otros san Clemente romano, san
Ignacio de Antioquía, san Ireneo de Lyon, Tertuliano, Clemente de Alejandría,
Eusebio de Cesarea.
Y son
precisamente ellos quienes unánimemente dan testimonio del ministerio
de san Pedro en Roma y de su posterior muerte junto con san Pablo en la
persecución de Nerón. Ellos murieron entre los años 65 y 67.
La presencia
de san Pedro en Roma consolidó pues la fe de los demás cristianos, gracias al primado que
le había otorgado Cristo (Lc 22, 31-32; Jn 21, 15-19; Mt 16, 18).
¿Qué quiere
decir el primado? Que los otros obispos tienen que estar en comunión con el
Obispo de Roma, el Papa.
Y en torno a él se fue consolidando la
Iglesia en Roma, capital del impero romano, y en consecuencia “capital” del
mundo conocido allí.
No es de
extrañar por tanto que Roma también se convirtiera en la“capital” de la
Iglesia. Desde allí se fue expandiendo a través de la historia por el resto del
mundo, hasta hoy.
Y ello
obedeciendo a la invitación de Cristo a sus seguidores de ir por todo el mundo
a predicar la buena nueva (Mt 28, 19; Mc 16,15). Y es por esto que, después de
Pentecostés, los apóstoles parten a “conquistar” el mundo.
Y los apóstoles saliendo a misión,
¿con qué se encuentran? Se encuentran con una sociedad bien estructurada y
unificada; un imperio compacto y organizado.
Y es en ese
imperio donde se establece el cristianismo; y es de él que la Iglesia adopta su
“forma” o “fisonomía” terrenal: la organización, la estructura, el derecho, la
lengua, etc…
Si el mundo
occidental, en el origen del cristianismo, hubiera sido una multiplicidad de
pueblos y gobiernos totalmente divergentes, autónomos y hasta antagónicos, la
difusión del mensaje de Jesús a través de su Iglesia hubiera tenido más de un
obstáculo.
Desde Pentecostés la sede de la Iglesia
naciente empieza a desplazarse de Jerusalén a Roma.
Según la
tradición, san Pedro apóstol fue siete años obispo
de Antioquía. Luego viajó a Jerusalén, donde fue preso. Y al ser luego liberado
de la cárcel, en el año 42, se dirigió a la capital del imperio romano, y se
puso al frente de aquella comunidad cristiana.
Y Roma es
también la misma capital o cuna de la Iglesia porque, como ya se ha dicho
anteriormente, también es la ciudad en la cual murieron mártires san
Pedro y san Pablo, columnas de la Iglesia; ciudad que fue fecundada con la
sangre de tantos mártires.
Y recordemos
que “la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos” (Tertuliano), y
de nuevos santos. Los santos que desde Roma se fueron expandiendo y haciendo
más numerosos.
Es pues claro
el deseo de Dios que el mensaje del Evangelio llegara a la capital del imperio
Romano, poniendo allí las bases de su Iglesia universal.
Una de las
mejores expresiones que hablan de la relación tan estrecha entre san Pedro y la
Iglesia es la que nos legó san Ambrosio, doctor de la Iglesia y obispo de
Milán: “Ubi Petrus ibi ecclesia; ubi ecclesiaibi nulla mors sed vita aeterna”;
dicho de otra manera: “Donde está Pedro, está la Iglesia; donde
está la Iglesia, allí no hay muerte alguna sino vida eterna”.
San Ignacio
de Antioquía lo confirma en su carta escrita en el año 110 a los cristianos de
Esmirne, donde dice: “Donde está el obispo está la comunidad, así como donde
está Cristo Jesús está la Iglesia católica”. Esto nos indica además, que la
Iglesia está unida como cuerpo místico de Cristo a su cabeza.
Por
consiguiente tanto en vida como en la muerte san Pedro es la piedra donde
Cristo ha querido edificar, consolidar y fortalecer su Iglesia.
Es por esto
que sobre
su tumba el emperador Constantino construyó, en el siglo IV y en la colina
Vaticana, una basílica en su honor, lugar que posteriormente da origen a la
sede de la Iglesia, la Santa Sede.
Y por esto
Roma es considerada como la sede episcopal de san Pedro; por consiguiente el
Papa es el obispo de Roma.
Desde
entonces Roma ha sido la cuna de la Iglesia. Y
a esta Iglesia se le dice “romana” porque Pedro eligió la ciudad de Roma como
sede apostólica; y los católicos que viven en cualquier rincón del mundo están
directamente ligados a ella.
La Iglesia
primitiva fue muy perseguida. Y,
particularmente bajo el emperador Diocleciano (245-316),
se intensificó la persecución cristiana.
Pero la
política anticristiana de Diocleciano fracasó. Esa política fue sustituida por
la de su sucesor, el emperador Constantino (285-337),
quien participó en el concilio de Nicea del año 325.
Cuando el
emperador Constantino se convirtió al cristianismo edificó o regaló a la
Iglesia varias edificaciones, entre ellas la Basílica de San Juan de Letrán -la
catedral de Roma- y el palacio de Letrán que luego será la sede de la diócesis
de Roma, cuyo obispo es el Papa.
Quienes visitan
la basílica de San Juan de Letrán verán,
en la fachada de la misma, la inscripción: “Omnium Urbis et Orbis Ecclesiarum
Mater et Caput”; es decir: “De todas las Iglesias de la Ciudad y del
Orbe es Madre y Cabeza”.
La Iglesia
(la diócesis) de Roma es pues la madre y la cabeza (eje y fundamento) de todas
las diócesis sufragáneas y de las demás diócesis del mundo entero.
Y a
principios del año 380, el cristianismo se convirtió en la religión exclusiva
del Imperio Romano por un decreto del emperador Teodosio, lo que tuvo
trascendentales consecuencias a favor de la Iglesia.
Tras la caída
del Imperio Romano, lo que quedaba del Imperio de Occidente fue llevado a
Ravena, y la capital del Imperio de Oriente fue trasladada a Constantinopla.
Roma perdió
su poder quedando como única autoridad el Papa, que consolidó su influencia no
solo sobre la Iglesia sino también sobre el mundo.
Por tanto la
presencia de los sucesores de San Pedro (los papas) fue, desde Roma, ganando
espacio, fuerza y autoridad.
Henry Vargas Holguín
Fuente: Aleteia