El Cordero de Dios
I. El Evangelio de este
domingo nos lleva, una vez más, a las riberas del Jordán.
II. Jesús
se convirtió en el Cordero inmaculado, ofrecido con docilidad y mansedumbre
absolutas para reparar las faltas de los hombres.
III. Jesucristo
nos trae la llamada a la santidad y continuamente nos da las ayudas necesarias
para la santificación.
“En
aquel tiempo, vio Juan venir Jesús y dijo: «He ahí el Cordero de Dios, que
quita el pecado del mundo. Éste es por quien yo dije: ‘Detrás de mí viene un
hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo’. Y yo no
le conocía, pero he venido a bautizar en agua para que Él sea manifestado a
Israel».
Y Juan dio testimonio diciendo: «He visto al
Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre Él. Y yo no le
conocía pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: ‘Aquel sobre quien
veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con
Espíritu Santo’. Y yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Elegido de
Dios»” (Jn 1,29-34).
I.
Hemos contemplado a Jesús nacido en Belén, adorado por los pastores y por los
Magos, «pero el Evangelio de este domingo nos lleva, una vez más, a las riberas
del Jordán, donde, a los treinta años de su nacimiento, Juan el Bautista
prepara a los hombres para su venida. Y cuando ve a Jesús que venía hacia él,
dice: Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29)
(...). Nos hemos habituado a las palabras Cordero de Dios, y, sin embargo,
éstas son siempre palabras maravillosas, misteriosas, palabras poderosas». ¡Qué
resonancias tendrían en los oyentes que conocían el significado del cordero
pascual, cuya sangre había sido derramada la noche en que los judíos fueron
liberados de la esclavitud en Egipto! Además, todos los israelitas conocían
bien las palabras de Isaías, que había comparado los sufrimientos del Siervo de
Yahvé, el Mesías, con el sacrificio de un cordero.
El
cordero pascual que cada año se sacrificaba en el Templo era a la vez el
recuerdo de la liberación y del pacto que Dios había estrechado con su pueblo.
Todo ello era promesa y figura del verdadero Cordero, Cristo, Víctima en el
sacrificio del Calvario en favor de toda la humanidad. Él es el verdadero
Cordero que quitó el pecado del mundo, muriendo destruyó nuestra muerte y
resucitando restauró la vida. Por su parte, San Pablo dirá a los primeros
cristianos de Corinto que nuestro Cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado, y
les invita a una vida nueva, a una vida santa.
Esta expresión: «Cordero de Dios», ha sido muy meditada y
comentada por los teólogos y autores espirituales; se trata de un título «de
rico contenido teológico. Es uno de esos recursos del lenguaje humano que
intenta expresar una realidad plurivalente y divina. O mejor dicho, una de esas
expresiones acuñadas por Dios, para revelar algo muy importante de Sí mismo».
Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo,
anuncia San Juan Bautista; y este pecado del mundo es todo género de pecados:
el de origen, que en Adán alcanzó también a sus descendientes, y los pecados
personales de los hombres de todos los tiempos. En Él está nuestra esperanza de
salvación. Él mismo es una fuerte llamada a la esperanza, porque Cristo ha
venido para perdonar y curar las heridas del pecado. Cada día, antes de
administrar la Sagrada Comunión a los fieles, los sacerdotes pronuncian estas
palabras del Bautista, mientras muestran al mismo Jesús: Éste es el Cordero de
Dios... La profecía de Isaías ya se cumplió en el Calvario y se vuelve a
actualizar en cada Misa, como recordamos hoy en la oración sobre las ofrendas:
cada vez que celebramos este memorial del sacrificio de Cristo, se realiza la
obra de nuestra redención. La Iglesia quiere que agradezcamos al Señor su
entrega hasta la muerte por nuestra salvación, y el haber querido ser alimento
de nuestras almas.
Desde los primeros tiempos el arte cristiano ha
representado a Jesucristo, Dios y Hombre, en la figura del Cordero Pascual.
Recostado a veces sobre el Libro de la vida, la iconografía quiere recordar lo
que nos enseña la fe: es el que quita el pecado del mundo, el que ha sido
sacrificado y posee todo el poder y la sabiduría; ante Él se postran en
adoración los veinticuatro ancianos -según la visión del Apocalipsis-, preside
la gran Cena de las bodas nupciales, recibe a la Esposa, purifica con su sangre
a los bienaventurados..., y es el único que puede abrir el libro de los siete
sellos: el Principio y el Fin, el Alfa y la Omega, el Redentor lleno de
mansedumbre y el Juez omnipotente que ha de venir a retribuir a cada uno según
sus obras.
«A perdonar ha venido Jesús. Es el Redentor, el
Reconciliador. Y no perdona una vez sola; ni perdona a la abstracta humanidad,
en su conjunto. Nos perdona a cada uno de nosotros, tantas cuantas veces,
arrepentidos, nos acercamos a Él (...). Nos perdona y nos regenera: nos abre de
nuevo las puertas de la gracia, para que podamos ‑esperanzadamente- proseguir
nuestro caminar». Agradezcamos al Señor tantas veces como ya nos ha perdonado.
Pidámosle que nunca dejemos de acercarnos a esa fuente de la misericordia
divina, que es la Confesión.
II.
¡El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo! Jesús se convirtió en el
Cordero inmaculado, ofrecido con docilidad y mansedumbre absolutas para reparar
las faltas de los hombres, sus crímenes, sus traiciones; de ahí que resulte tan
expresivo el título con que se le nombra, «porque -comenta Fray Luis de León-
Cordero, refiriéndolo a Cristo, dice tres cosas: mansedumbre de condición,
pureza e inocencia de vida, y satisfacción de sacrificio y ofrenda».
Resulta muy notable la insistencia de Cristo en su
constante llamada a los pecadores: Pues el Hijo del hombre ha venido a salvar
lo que estaba perdido. Él lavó nuestros pecados en su sangre. La mayor parte de
sus contemporáneos le conocen precisamente por esa actitud misericordiosa: los
escribas y los fariseos murmuraban y decían: Éste recibe a los pecadores y come
con ellos. Y se sorprenden porque perdona a la mujer adúltera con estas
sencillas palabras: Vete y no peques más. Y nos da la misma enseñanza en la
parábola del publicano y del fariseo: Señor, ten piedad de mí que soy un pecador,
y en la parábola del hijo pródigo... La relación de sus enseñanzas y de sus
encuentros misericordiosos con los pecadores resultaría interminable,
gozosamente interminable. ¿Podremos nosotros perder la esperanza de alcanzar el
perdón, cuando es Cristo quien perdona? ¿Podremos perder la esperanza de
recibir las gracias necesarias para ser santos, cuando es Cristo quien nos las
puede dar? Esto nos llena de paz y de alegría.
En el sacramento del perdón obtenemos además las gracias
necesarias para luchar y vencer en esos defectos que quizá se hallan arraigados
en el carácter y que son muchas veces la causa del desánimo y del desaliento.
Para descubrir hoy si alcanzamos todas las gracias que el Señor nos tiene
preparadas en este sacramento, examinemos cómo son estos tres aspectos: nuestro
examen de conciencia, el dolor de los pecados y el propósito firme de la
enmienda.
«Se
podría decir que son, respectivamente, actos propios de la fe -el conocimiento
sobrenatural de nuestra conducta, según nuestras obligaciones-; del amor, que
agradece los dones recibidos y llora por la propia falta de correspondencia; y
de la esperanza, que aborda con ánimo renovado la lucha en el tiempo que Dios
nos concede a cada uno, para que se santifique. Y así como de estas tres
virtudes la mayor es el amor, así el dolor -la compunción, la contrición- es lo
más importante en el examen de conciencia: si no concluye en dolor, quizá esto
indica que nos domina la ceguera, o que el móvil de nuestra revisión no procede
del amor a Dios. En cambio, cuando nuestras faltas nos llevan a ese dolor
(...), el propósito brota inmediato, determinado, eficaz».
Señor, ¡enséñame a arrepentirme, indícame el camino del
amor! ¡Que mis flaquezas me lleven a amarte más y más! ¡Muéveme con tu gracia a
la contrición cuando tropiece!
III.
«Jesucristo nos trae la llamada a la santidad y continuamente nos da las ayudas
necesarias para la santificación. Continuamente nos da el poder de llegar a ser
hijos de Dios, como proclama la liturgia de hoy en el canto del Aleluia. Esta
fuerza de la santificación del hombre (...) es el don del Cordero de Dios».
Esta santidad se realiza en una purificación continua del fondo del alma,
condición esencial para amar cada día más a Dios. Por eso, amar la Confesión
frecuente es síntoma claro de delicadeza interior, de amor a Dios; y su
desprecio o indiferencia -cuando aparecen con facilidad la excusa o el
retraso-indica falta de finura de alma y, quizá, tibieza, tosquedad e
insensibilidad para las mociones que el Espíritu Santo suscita en el corazón.
Es preciso que andemos ligeros y que dejemos a un lado lo
que estorba, el lastre de nuestras faltas. Toda Confesión contrita nos ayuda a
mirar adelante para recorrer con alegría el camino que todavía nos queda por
andar, llenos de esperanza. Cada vez que recibimos este sacramento oímos, como
Lázaro, aquellas palabras de Cristo: Desatadle y dejadle andar, porque las
faltas, las flaquezas, los pecados veniales... atan y enredan al cristiano, y
no le dejan seguir con presteza su camino. «Y así como el difunto salió aún
atado, lo mismo el que va a confesarse todavía es reo. Para que quede libre de
sus pecados dijo el Señor a los ministros: Desatadle y dejadle andar...». El
sacramento de la Penitencia rompe todas las ataduras con que el demonio intenta
tenernos sujetos para que no vayamos deprisa hacia Cristo.
La Confesión frecuente de nuestros pecados está muy
relacionada con la santidad, con el amor a Dios, pues allí el Señor nos afina y
enseña a ser humildes. La tibieza, por el contrario, crece donde aparecen la
dejadez y el abandono, las negligencias y los pecados veniales sin
arrepentimiento sincero. En la Confesión contrita dejamos el alma clara y
limpia. Y, como somos débiles, sólo una Confesión frecuente permitirá un estado
permanente de limpieza y de amor; se convierte en el mejor remedio para alejar
todo asomo de tibieza, de aburguesamiento, de desamor, en la vida interior.
«Precisamente, uno de los motivos principales para el alto
precio de la Confesión frecuente es que, si se practica bien, es enteramente
imposible un estado de tibieza. Esta convicción puede ser el fundamento de que
la Santa Iglesia recomiende tan insistentemente (...) la Confesión frecuente o
Confesión semanal». Por esta razón debemos esforzarnos en cuidar su puntualidad
y en acercarnos a ella cada vez con mejores disposiciones.
Cristo, Cordero inmaculado, ha venido a limpiarnos de
nuestros pecados, no sólo de los graves, sino también de las impurezas y faltas
de amor de la vida corriente. Examinemos hoy con qué amor nos acercamos al
sacramento de la Penitencia, veamos si acudimos con la frecuencia que el Señor
nos pide.
Fuente: Almudi.org
