Cuando
terminen estas fiestas, se apaguen las luces de colores, y volvamos a la rutina
diaria, todo seguirá igual si nuestro corazón no ha sido iluminado por la luz
de Cristo
Las fiestas de Navidad pueden definirse
como fiestas de la luz. Desde la claridad que inunda a los pastores, cuando el
ángel les anuncia el nacimiento del Hijo de Dios, hasta la estrella que guía a
los magos, la Navidad es la manifestación de la luz inefable de Dios que brilla
en Jesucristo.
Así como en el primer día de la creación, Dios dijo: «Exista la
luz y la luz existió», así, al iniciarse la nueva creación con el nacimiento de
Cristo, se afirma en el prólogo de Juan: «El Verbo era la luz verdadera, que
alumbra a todo hombre, viniendo al mundo».
La paradoja Cristo, Luz del
mundo, es que «la luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la recibió». Esta
afirmación es una clara referencia a aquellos que, perteneciendo a la casa de
Cristo —el pueblo de Israel— no
acogieron a Cristo. Por eso, puntualiza el evangelista: «Vino a su casa y los
suyos no lo recibieron».
Naturalmente no sólo fueron
ellos quienes lo rechazaron. Son muchos los hombres que, viviendo en tinieblas,
han rechazado la luz. Y muchos también quienes lo han acogido recibiendo así la
capacidad de ser hijos de Dios. Porque la luz está íntimamente unida a la vida;
es su expresión externa, como afirma el prólogo de Juan: «La vida era la luz de
los hombres». Jesús nos trae la Vida eterna y esta vida se manifiesta
luminosamente.
La historia de la humanidad, a
partir del pecado de Adán y Eva, ha quedado marcada por la oscuridad. Por eso,
Isaías anuncia así la llegada del mesías: «El pueblo que caminaba en tinieblas
vio una luz grande; habitaba en tiniebla y sombras de muerte, y una luz les
brilló» (Is 9,1). Es evidente que las tinieblas a que alude el profeta no es
otra cosa que la muerte que dominaba el mundo, fruto del pecado. La luz que
brilla sobre la humanidad postrada en la oscuridad es la Vida misma de Dios
manifestada en Cristo.
Por eso, cuando san Mateo
presenta el ministerio público de Jesús, lo hace citando estas palabras de
Isaías para probar con la Escritura que la venida de Cristo, su predicación y
llamada a la conversión es el cumplimiento de lo anunciado por el profeta.
Cristo es la Vida que ha venido para arrancarnos, con su poderosa luz, de la
oscuridad del pecado. Como afirma san Pablo: «El nos ha sacado del dominio de
las tinieblas, y nos ha trasladado al reino del Hijo de su Amor» (Col 1,3).
En este tiempo de Navidad,
nuestras ciudades, calles y escaparates derrochan luz, luces de colores. Se
pretenden así alegrarnos un poco la vida y romper la rutina diaria. Pero, por
mucho que iluminemos artificialmente nuestras casas y ciudades, podemos vivir
en oscuridad total si olvidamos el mensaje de la Navidad y no permitimos a
Cristo que sea nuestra Luz. Para ellos debemos permitir que entre en nuestra
morada interior con la luz de su verdad, ahuyente la oscuridad del pecado y
convertirnos a nosotros mismos en parte de sí mismo, como dijo a sus
discípulos: «Vosotros sois la luz del mundo».
Cuando terminen estas fiestas,
se apaguen las luces de colores, y volvamos a la rutina diaria, todo seguirá
igual si nuestro corazón no ha sido iluminado por la luz de Cristo. Nos
sucederá como a aquellos fariseos que no querían admitir la curación del ciego
de nacimiento porque, si la admitían, suponía reconocer que Cristo era la luz
del mundo. Jesús les acusa de estar ciegos, por no reconocer el milagro, y
añade: «Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven,
vean, y los que ven, se queden ciegos» (Jn 9,38).
Como los magos de Oriente,
dejemos que la estrella de Cristo nos guíe hacia él para postrarnos en
adoración ante él dándole gracias porque ha disipado las tinieblas del pecado y
nos ha conducido al reino de su luz.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia