EL CAMINO DE LA MANSEDUMBRE
II. La mansedumbre se apoya en una gran fortaleza de espíritu.
III. Frutos de la mansedumbre. Su necesidad para la convivencia y el
apostolado.
“En aquel tiempo,
respondiendo Jesús, dijo: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y
sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended
de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras
almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera»” (Mateo 11,28-30).
I. La liturgia del
Adviento nos propone a Cristo manso y humilde para que vayamos a Él con
sencillez, y también para que procuremos imitarle como preparación de la
Navidad. Sólo así podremos comprender los sucesos de Belén; sólo así podremos
hacer que quienes caminan junto a nosotros nos acompañen hasta el Niño Dios. A
un corazón manso y humilde, como el de Cristo, se abren las almas de par en
par.
La
fecundidad de todo apostolado estará siempre muy relacionada con esta virtud
del apostolado. Imitar a Jesús en su mansedumbre es la medida para nuestros
enfados, impaciencias y faltas de cordialidad y de comprensión. Especialmente
la contemplación de Jesús nos ayudará a no ser altivos y a no impacientarnos
ante las contrariedades. Nuestro carácter no depende de la forma de ser de
quienes nos rodean, sino de nosotros mismos.
II. La mansedumbre no es
propia de los blandos y amorfos; está apoyada, por el contrario, sobre una gran
fortaleza de espíritu. El mismo ejercicio de esta virtud implica continuos
actos de fortaleza. Así como los pobres son los verdaderamente ricos según el
Evangelio, los mansos son los verdaderos fuertes. La materia propia de esta
virtud es la pasión de la ira, en sus muchas manifestaciones, a la que modera y
rectifica de tal forma que no se enciende sino cuando sea necesario y en la
medida en que lo sea.
Ante
la majestad de Dios, que se ha hecho Niño en Belén, todo lo nuestro adquiere
sus justas proporciones: su contemplación nos sirve para avivar nuestra
oración, extremar la caridad y no perder la paz. A la mansedumbre, íntimamente
relacionada con la humildad, no se opone una cólera santa ante la injusticia.
No es mansedumbre lo que sirve de pabellón a la cobardía. La ira es justa y
santa cuando se guardan los derechos de los demás; de modo especial, la
soberanía y la santidad de Dios.
III. Las manifestaciones de
violencia son en el fondo signos de debilidad. Los mansos poseerán la tierra.
Primero se poseerán a sí mismos, porque no serán esclavos de su mal carácter;
poseerán a Dios porque su alma se halla siempre dispuesta a la oración, y
poseerán a los que los rodean porque han ganado su cariño.
Hemos
de dejar a nuestro paso el buen aroma de Cristo (2 Corintios 2, 15): nuestra
sonrisa, una calma serena, buen humor y alegría, caridad y comprensión.
Contemplar al Niño Jesús nos ayudará a ser humildes.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org