Desprendimiento y pobreza cristiana
“Se
le cumplió a Isabel el tiempo de dar a luz, y tuvo un hijo. Oyeron sus vecinos
y parientes que el Señor le había hecho gran misericordia, y se congratulaban
con ella. Y sucedió que al octavo día fueron a circuncidar al niño, y querían
ponerle el nombre de su padre, Zacarías, pero su madre, tomando la palabra,
dijo: «No; se ha de llamar Juan.» Le decían: «No hay nadie en tu parentela que
tenga ese nombre.» Y preguntaban por señas a su padre cómo quería que se le
llamase.
El pidió una tablilla y escribió: «Juan es su nombre.» Y todos
quedaron admirados. Y al punto se abrió su boca y su lengua, y hablaba
bendiciendo a Dios. Invadió el temor a todos sus vecinos, y en toda la
montaña de Judea se comentaban todas estas cosas; todos los que las oían las grababan
en su corazón, diciendo: «Pues ¿qué será este niño?» Porque, en efecto, la mano
del Señor estaba con él” (Lucas 1,57–66).
I.
El nacimiento de Jesús, y toda su vida, es una invitación para que nosotros
examinemos en estos días la actitud de nuestro corazón hacia los bienes de la
tierra. El Señor nace en una cueva, en una aldea perdida. Ni siquiera tuvo una
cuna, sino un pesebre. Pasó hambre (Mateo 4, 2), no tuvo dos pequeñas monedas
para pagar el tributo del templo (Mateo 17, 23-26), y Su muerte en la Cruz es
la muestra del supremo desprendimiento.
El
Señor quiso conocer la pobreza extrema –falta de lo necesario- especialmente en
las horas más señaladas de su vida. La pobreza que ha de vivir el cristiano ha
de ser una pobreza real, ligada al trabajo, a la limpieza, al cuidado de la
casa, de los instrumentos de trabajo, a la ayuda a los demás, a la sobriedad de
vida. La pobreza que nos pide a todos el Señor no es suciedad, ni miseria, ni
dejadez, ni pereza. Estas cosas no son virtud. Para aprender a vivir el desprendimiento
de los bienes, en medio de esta ola de materialismo, hemos de mirar a nuestro
Modelo, Jesucristo, que se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros
fueseis ricos por su pobreza (2 Corintios 8, 9).
II.
Los pobres a quienes el Señor promete el reino de los Cielos no son
cualquier persona que padece necesidad, sino aquellos que, teniendo bienes
materiales o no, están desprendidos y no se encuentran aprisionados por ellos.
Pobreza de espíritu que ha de vivirse en cualquier circunstancia de la vida. Yo
sé vivir –decía San Pablo- en la abundancia, pero sé también sufrir hambre y
escasez (Filipenses 4, 12).
El
amor a la riqueza desaloja, con firmeza, el amor al señor: no es posible que
Dios pueda habitar en un corazón que ya está lleno de otro amor. El cristiano
procura y usa los bienes terrenos, no como si fueran un fin, sino como medio de
servir a Dios. El desprendimiento efectivo de las cosas supone sacrificio. Un
desprendimiento que no cuesta no se vive; se manifestará en la generosidad en
la limosna, en prescindir de lo superfluo, en evitar caprichos innecesarios, en
renunciar al lujo, a los gastos por vanidad o capricho.
III.
La sobriedad con la que vivamos será el buen aroma de Cristo, que siempre tiene
que acompañar la vida de un cristiano: Pobreza real, que se note y que se
toque. Si luchamos eficazmente por vivir desprendidos de lo que tenemos y
usamos, el Señor encontrará nuestro corazón limpio y abierto de par en par
cuando venga de nuevo a nosotros en la Nochebuena. No ocurrirá con nuestra
alma, lo que sucedió con aquella posada: estaba llena y no tenían sitio para el
Señor.
Fuente: Almudi.org