La Inmaculada Concepción
de Santa María Virgen
Esta fiesta fue
instituida por Pío IX con motivo de la proclamación del dogma, el 8 de
diciembre de 1854. La definición dogmática precisó el sentido de la verdad de
fe y afirmó de modo solemne la fe constante de la Iglesia. Esta festividad se
celebraba en Oriente desde el siglo VIII y un siglo después en muchos lugares
de Occidente.
«En el sexto mes fue
enviado el ángel Gabriel departe de Dios a una ciudad de Galilea, llamada
Nazaret, a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de
David, y el nombre de la virgen era María.
Y habiendo entrado donde ella
estaba, le dijo: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo. Ella se
turbó al oír estas palabras, y consideraba que significaría esta salutación. Y
el ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios:
concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús.
Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de
David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob, y su Reino no
tendrá fin.
María dijo al ángel: ¿De que modo se hará esto, pues no conozco varón? Respondió el ángel y le dijo: El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá será llamado Santo, Hijo de Dios (...). Dijo entonces María: He aquí la esclava del Señor hágase en mí según tu palabra. Y el ángel se retiró de su presencia» (Lucas 1,26-38).
I. Desbordo de gozo con el
Señor y me alegro con mi Dios; porque me ha vestido un traje de gala y me ha
envuelto en un manto de triunfo, como novia que se adorna con sus joyas. Son
palabras que la Liturgia pone en labios de Nuestra Señora en esta Solemnidad, y
expresan el cumplimiento de la antigua profecía de Isaías.
Todo
cuanto de hermoso y bello se puede decir de una criatura, se lo cantamos hoy a
nuestra Madre del Cielo. «Exulte hoy toda la creación y se estremezca de gozo
la naturaleza. Alégrese el cielo en las alturas y las nubes esparzan la
justicia. Destilen los montes dulzura de miel y júbilo las colinas, porque el
Señor ha tenido misericordia de su pueblo y nos ha suscitado un poderoso
salvador en la casa de David su siervo, es decir, en esta inmaculadísima y
purísima Virgen, por quien llega la salud y la esperanza a los pueblos», canta
un antiguo Padre de la Iglesia.
La
Trinidad Santa, queriendo salvar a la humanidad, determinó la elección de María
para Madre de] Hijo de Dios hecho Hombre. Más aún: quiso Dios que María fuera
unida con un solo vínculo indisoluble, no sólo al nacimiento humano y terrenal
del Verbo, sino también a toda la obra de la Redención que Él llevaría a cabo.
En el plan salvífico de Dios, María está siempre unida a Jesús, perfecto Dios y
hombre perfecto, Mediador único y Redentor del género humano. «Fue predestinada
desde toda la eternidad como Madre de Dios juntamente con la Encarnación del
Verbo, por disposición de la Divina Providencia».
Por
esta elección admirable y del todo singular, María, desde el primer instante de
su ser natural, quedó asociada a su Hijo en la Redención de la humanidad. Ella
es la mujer de la que nos habla el Génesis en la Primera lectura de la Misa.
Después de cometido el pecado de origen, dijo Dios a la serpiente: Pongo
enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya. María es la
nueva Eva, de la que nacerá un nuevo linaje, que es la Iglesia.
En
razón de esta elección, la Virgen Santísima recibió una plenitud de gracia
mayor que la concedida a todos los ángeles y santos juntos, como correspondía a
la Madre del Salvador. María está en un lugar singular y único entre Dios y los
hombres. Ella es la que en la Iglesia ocupa después de Cristo el lugar más alto
y el más cercano a nosotros; es el ejemplar acabado de la Iglesia, modelo de
todas las virtudes, a la que hemos de mirar para tratar de ser mejores. Es tan
grande su poder salvador y santificador que, por gracia de Cristo, cuanto más
se difunde su devoción, más atrae a los creyentes hacia su Hijo y hacia el
Padre.
En
Ella, purísima, resplandeciente, fijamos nuestros ojos, «como en la Estrella
que nos guía por el cielo oscuro de las expectativas e incertidumbres humanas,
particularmente en este día, cuando sobre el fondo de la liturgia del Adviento
brilla esta solemnidad anual de tu Inmaculada Concepción y te contemplamos en
la eterna economía divina como la Puerta abierta, a través de la cual debe
venir el Redentor del mundo».
II. Alégrate, llena de
gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre todas las mujeres.
Por
una gracia del todo singular, y en atención a los méritos de Cristo, Santa
María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original, desde el primer
instante de su concepción. Dios «la amó con un amor tan por encima del amor a
toda criatura, que vino a complacerse en Ella con singularisima benevolencia.
Por esto, tan maravillosamente la colmó de la abundancia de todos sus dones
celestiales, sacados del tesoro de su divinidad, muy por encima de todos los
ángeles y santos, que Ella, absolutamente libre siempre de toda mancha de pecado,
y toda hermosa y perfecta, manifestó tal plenitud de inocencia y santidad, que
no se concibe en modo alguno mayor después de Dios ni nadie puede imaginar
fuera de Dios».
Esta
preservación del pecado en Nuestra Señora es, en primer lugar, plenitud de
gracia del todo singular y cualificada; la gracia, en María -enseñan los
teólogos-, se adelantó a la naturaleza. En Ella todo volvía a tener su sentido
primitivo y la perfecta armonía querida por Dios. El don por el que careció de
toda mancha le fue concedido a modo de preservación de algo que no se contrae.
Fue exenta de todo pecado actual, no tuvo ninguna imperfección -ni moral, ni
natural-, no tuvo inclinación alguna desordenada, ni pudo padecer verdaderas
tentaciones internas; no tenía pasiones descontroladas; no sufrió los efectos
de la concupiscencia. Jamás estuvo sujeta al diablo en cosa alguna.
La
Redención alcanzó también a María y actuó en Ella, pues recibió todas las
gracias en previsión de los méritos de Cristo. Dios preparó a la que iba a ser
la Madre de su Hijo con todo su Amor infinito. «¿Cómo nos habríamos comportado,
si hubiésemos podido escoger la madre nuestra? Pienso que hubiésemos elegido a
la que tenemos, llenándola de todas las gracias. Eso hizo Cristo: siendo
Omnipotente, Sapientísimo y el mismo Amor (Deus caritas est, Dios es amor, 1 Jn
4, 8), su poder realizó todo su querer».
Desde
esta fiesta grande divisamos ya la proximidad de la Navidad. La Iglesia ha
querido que ambas fiestas estén cercanas. «Del mismo modo que el primer brote
verde señala la llegada de la primavera en un mundo helado y que parece muerto,
así en un mundo manchado por el pecado y de gran desesperanza esa Concepción
sin mancha anuncia la restauración de la inocencia del hombre. Así como el
brote nos da una promesa cierta de la flor que de él saldrá, la Inmaculada
Concepción nos da la promesa infalible del nacimiento virginal (... ). Aún era
invierno en todo el mundo que la rodeaba, excepto en el hogar tranquilo donde
Santa Ana dio a luz a una niña. La primavera había comenzado allí». La nueva
Vida se inició en Nuestra Madre en el mismo instante en que fue concebida sin
mancha alguna y llena de gracia.
III. Tota pulchra es, Maria,
eres toda hermosa, María, y no hay mancha alguna de pecado en Ti.
La
Virgen Inmaculada será siempre el ideal que debemos imitar. Ella es modelo de
santidad en la vida ordinaria, en lo corriente, sin llamar la atención,
sabiendo pasar oculta. Para imitarla es necesario tratarla. Durante estos días
de la Novena hemos procurado, con Ella, dar un paso hacia adelante. Ya no la
podemos dejar; sobre todo, porque Nuestra Madre no nos deja.
Aquella
profecía que un día hiciera la Virgen, Me llamarán bienaventurada todas las
generaciones..., la estamos cumpliendo ahora nosotros y se ha cumplido al pie
de la letra a través de los siglos-. poetas, intelectuales, artesanos, reyes y
guerreros, hombres y mujeres de edad madura y niños que apenas han aprendido a
hablar; en el campo, en la ciudad, en la cima de un monte, en las fábricas y en
los caminos, en situaciones de dolor y de alegría, en momentos trascendentales
(¡cuántos millones de cristianos han muerto con el dulce nombre de María en sus
labios o en su pensamiento!), se ha invocado y se llama a Nuestra Señora todos
los días. En tantas y tan diversas ocasiones, millares de voces, en lenguas diversísimas,
han cantado alabanzas a la Madre de Dios o le han pedido calladamente que mire
con misericordia a esos hijos suyos necesitados. Es un clamor inmenso el que
sale de esta humanidad dolida hacia la Madre de Dios. Un clamor que atrae la
misericordia del Señor. Nuestra oración en estos días de preparación para la
gran Solemnidad de hoy se ha unido a tantas voces que alaban y piden a Nuestra
Señora.
Sin
duda ha sido el Espíritu Santo quien ha enseñado, en todas las épocas, que es
más fácil llegar al Corazón del Señor a través de María. Por eso, hemos de
hacer el propósito de tratar siempre confiadamente a la Virgen, de caminar por
ese atajo -la senda por donde se abrevia el camino para llegar antes a Cristo:
«conservad celosamente ese tierno y confiado amor a la Virgen -nos alienta el
Romano Pontífice-. No lo dejéis nunca enfriar (... ). Sed fieles a los
ejercicios de piedad mariana tradicionales en la Iglesia: la oración del
Angelus, el mes de María y, de modo muy especial, el Rosario».
María,
llena de gracia y de esplendor, la que es bendita entre todas las mujeres, es
también nuestra Madre. Una manifestación de amor a Nuestra Señora es llevar una
imagen suya en la cartera o en el bolso; es multiplicar discretamente sus
retratos a nuestro alrededor, en nuestras habitaciones, en el coche, en el
despacho o en el lugar de trabajo. Nos parecerá natural invocarla, aunque sea
sin palabras.
Si
cumplimos nuestro propósito de acudir con más frecuencia a Ella, desde el día
de hoy, comprobaremos en nuestras vidas que «Nuestra Señora es descanso para
los que trabajan, consuelo de los que lloran, medicina para los enfermos,
puerto para los que maltrata la tempestad, perdón para los pecadores, dulce
alivio de los tristes, socorro de los que rezan».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org