Al cabo de 54 años
desde que se lo pidió al entonces superior general de los jesuitas, Pedro
Arrupe, el Papa Francisco llegará este sábado como misionero a Japón
El
Papa Francisco con dos jóvenes estudiantes de Japón
en la
plaza de San Pedro del Vaticano, el 19 de junio de 2019.
Foto:
AF/Vincenzo Pinto
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El 6 de agosto de 1945, la
primera bomba atómica lanzada contra una ciudad mató en un día a 70.000
personas, la mitad de las que morirían hasta el 31 de diciembre tras horribles
sufrimientos por las quemaduras y la radiación. Tres días más tarde, el 9 de
agosto, el asesinato masivo de civiles se repitió en Nagasaki con un número
similar de muertos, unos 70.000 en la primera jornada.
Jorge Bergoglio, que
entonces tenía 11 años, no podía imaginar que a los 29, ya como jesuita,
pediría al padre Arrupe –superviviente de Hiroshima– ir como misionero a Japón.
En el colegio de la
Inmaculada, en Santa Fe, el superior general le respondió: «Usted tuvo una
enfermedad de pulmón, eso no es bueno para un trabajo tan duro» y, además, «no
es tan santo como para convertirse en misionero». Aún así, comenzó a descubrir
su valía, hasta nombrarle jovencísimo provincial de los jesuitas de Argentina
en 1973.
El padre Jorge llegaría por
fin a Japón en 1987 para visitar a jesuitas argentinos, pero su deseo de ser
misionero en el Lejano Oriente empezó a cumplirse tan solo en 2014, ya como
Papa, en el viaje a Corea del Sur. Continuaría en 2015 con un periplo a Sri
Lanka y Filipinas, al que seguiría, en 2017, otro a Myanmar y Bangladés. Ahora
es el turno de Tailandia y Japón.
El Papa sigue los pasos del
gran misionero jesuita Francisco Javier, quien desembarcó en Kagoshima –200
kilómetros al sur de Nagasaki– en 1549, y evangelizó esas tierras, con grandes
dificultades, durante dos años.
La crucifixión de los
mártires de Nagasaki en 1549 marcó el inicio de dos siglos y medio de
persecución durante la cual, en ausencia de sacerdotes, los cristianos
escondidos laicos mantuvieron clandestinamente la fe.
En abril de 2013, el Papa
comentaba que «cuando los misioneros regresaron, se encontraron una comunidad
viva en la que todos estaban bautizados, catequizados y casados por la Iglesia.
No había sacerdotes. ¿Quién había hecho todo esto? ¡Los bautizados!».
Juan Vicente Boo
Fuente: Alfa Omega