Chema Postigo
tuvo 18 hijos, pero su vida dejó huella no sólo a través de su familia sino
también de sus relaciones de amistad, trabajo y fe
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Los hijos con el féretro en Santa María del Mar, en Barcelona |
Su muerte supuso
un verdadero
acontecimiento. Chema
Postigo, falleció de un cáncer fulgurante dejando viuda y quince hijos (otros 3
ya habían fallecido). Muchos advirtieron el testimonio
de fe de su mujer Rosa Pich, como del resto de su familia. Más
de 6.000 personas acudieron al funeral, donde aprovecharon para
repartir 10.000 rosarios, el arma favorita de este católico y padre de familia.
Ahora el periodista Jaume
Figa ha recogido su vida excepcional y fructífera en una
biografía ágil que se presenta el 25 de noviembre en Barcelona y el 28 en Madrid.
Después llegará a Pamplona y Sevilla y otras ciudades.
Fragmentos
del libro recogen cómo fue su vida.
Chema Postigo. El hombre que hizo
volar su corazón
A Chema no le gustaba llegar tarde a misa. Eso, si
uno se lo propone, no parece ser especialmente complicado. Por lo menos, no
tendría por qué serlo. Pero, claro, si ya no depende solo de ti, sino de 1, 2,
3… hijos que van ampliando la familia, entonces llegar puntual es ya otro
cantar. Y los domingos,
iba toda la troupe a
misa. Juntos. Normalmente, a la iglesia de su barrio. Una vez al mes,
a la de Montalegre, en el barrio pobre barcelonés del Raval. De su casa ahí, en
coche, puede haber quince minutos, o veinte, si me apuras. Ellos salían con tiempo: una hora antes, “que papá quiere
llegar puntual”. Después, Chema iba a ver a su amigo Claudio, que vive
en esa zona, pegada al corazón de la Ciudad Condal. Y se llevaba a alguno de
sus hijos pequeños, para que “tocaran” la pobreza y aprendieran a valorar lo
que tienen. A veces, les cantaban.
Claudio vive con su mujer. Le atropelló un tranvía y quedó manco de un
brazo y tiene fuertes dolores de espalda y cervicales. Quizás por eso Chema
–que, desde joven, debido a un accidente de coche, tuvo muchos problemas de
espalda– se solidarizaba con él. Y hablaban. Y se consolaban mutuamente. En
realidad, Chema le hacía
pasar un rato agradable, haciéndole olvidar las penas. Mientras, los
niños, estarían por ahí, molestando la mayor parte del tiempo, pero su padre
sabía que eso les serviría. Porque en el Raval de Barcelona se toca, de verdad,
la pobreza. La miseria, a veces.
Pero ese domingo, Chema no se presentó a la cita
con Claudio. Y tampoco respondía al teléfono: varios intentos, pero nada. Hasta
que atendió alguien de la familia: “Chema se ha ido al Cielo”. “No entendía
nada –me contó la mujer de Claudio, desconsolada–: no hacía mucho que había estado
con nosotros, y nada presagiaba que tuviera que fallecer”. Un cáncer fulminante
de hígado, con alcance en las vías biliares, metástasis en los pulmones y
trombos por todo el cuerpo: uno, muy cerca del corazón.
(…)
Bastaron apenas dos semanas para que todo
terminara, desde el diagnóstico hasta la partida definitiva. Ingreso en el
Sagrado Corazón de Jesús, un viernes 17 de febrero de 2017. Al jueves
siguiente, 23, el diagnóstico definitivo no fue nada halagüeño. Esa noche, un
sms: “Chema, te seguiré encomendando muy especialmente. Un fuerte abrazo.
Pablo”. Ya no hubo respuesta (…). Tsunami de oraciones: Rosa, la encargada de
llevarle al Cielo, como dirá más de una vez su marido, on fire. Triste, claro. Pero serena.
“Chema se muere; le quedan días. Tiene el hígado, los pulmones… Probablemente
le tengan que sedar pronto”, escribe en un mensaje. Pero infundiendo paz.
“¡Mentira!”, gritaba un amigo al enterarse. “–¡No puede ser verdad! ¡Es una
putada! ¡Ya se han muerto tres hijos y, ahora, encima esto!… –Bueno, Santi, si
quieres entrar, relájate; ahora, lo que necesitamos son ánimos”, le responde
ella. Más tsunami. Las redes sociales hicieron el resto. De todo el mundo.
Aunque nadie se lo acababa de creer: ¿Iba a permitir, Dios, dejar viuda a una
mujer, con quince hijos? ¿Puede ser tan malo?.
Chema fallece a
primera hora del 6 de marzo, lunes, once días después. Día triste, pero el
amanecer presagiaba un sol radiante. Y así fue: los contrastes de la Voluntad
Divina. La Providencia, en la que tanto había depositado él su confianza (…).
Mn. Manel, esa mañana de sol, celebraba la Misa de 10h. Ahí estaba parte de la
familia. “He conocido multitud de personas a lo largo de mis cuarenta años de
sacerdote; muchas de ellas eran buenas; algunas, muy buenas… Pero Chema era especial; su bondad, su
entrega, su capacidad de querer, su preocupación por los demás… Creo
que no he conocido a nadie como él”. En la Consagración, alzando a Nuestro Señor, se
echó a llorar.
A Chema no le gustaba llegar tarde a misa, decía.
Incluso se enfadaba, cuando no era puntual. Pero ese día sí llegó tarde. Del
velatorio –en casa– a Santa María del Mar. Había que bajarlo: dos pisos.
Recoveco de la escalera (…). “¡Ay,
Chema! Justo el día de tu funeral vamos a llegar tarde”, se lamentaba su esposa,
su amiga, su amante, durante más de 25 años.
Todo el mundo estaba ahí, en la “Catedral del Mar”,
esperando. A las 11h de la mañana: se
repartieron 5.000 rosarios, que se sumaban a otros 5.000 del velatorio. En
la calle, justo ese día había una huelga, o algo así, y estaba impracticable.
“Nos abrieron una calle especial: policía, el coche fúnebre, más la furgoneta y
un coche, con todos nosotros”. Llegaron media hora tarde. “Pero me puse
contenta, porque se habían rezado dos rosarios en el templo”. Miles de personas
dirigiéndose a la Virgen: sigue el tsunami. A Chema también le habría gustado,
a pesar de todo.
“Ahí hemos tocado el Cielo”, me dijo más de uno y
pensarían todos. Jaime, el pequeño de la saga Postigo Gómez: “Esos días fueron
duros, pero el resumen de
mucha gente es que lo recordamos como un momento bonito. Lo pasamos
bien porque vimos una forma de entender la muerte: no solo la vimos, la
vivimos”. Más contrastes.
A las once y media, entraba el féretro. A ambos
lados, la prole, cada uno con una flor blanca, llevaban a su padre en una
iglesia, por última vez. Como antaño, que se ayudaba de alguno de sus hijos,
porque tenía muchos dolores, y los disimulaba apoyándose en ellos. Rosa cierra la comitiva, vestida
de rosa. Silencio atronador en la basílica. Nada de negro: “Paz y dolor que
te da una fe vivida, que no es improvisada… cuando la vida te da un palo, y
otro… tienes callo, pero te levantas”. Los contrastes divinos.
Delante del templo hay un restaurante. Uno de los
camareros alucina con lo que ve. “–En mis treinta años que llevo aquí de
servicio, nunca había
visto un funeral así; ¿de qué personaje importante se trata? –¿Importante? No,
nadie importante: un padre de familia”. Es la respuesta, un poco con una
sonrisa en los labios, que algo de gracioso hay en lo que está sucediendo y,
sobre todo, cómo está sucediendo… El camarero, lógicamente, no da crédito a lo
que le dicen y ve.
Pero es así: ¿quién era Chema? Un padre locamente
enamorado de su esposa, y de sus hijos, y de sus amigos, y de sus hermanos y
familiares. Y, sobre todo, de Dios. Un padre que provocó un tsunami espiritual
en todo el mundo.
Fuente:
ReL