En ese
instante en el que comprendes lo amado que eres empieza todo
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Courtney Rust/Stocksy United |
Cuando
nos encontramos auténticamente con el tesoro de la fe, nos invade un torbellino
de alegría. Somos amados.
Este encuentro puede darse
en muchos contextos: una adoración al Santísimo, un retiro, un momento de
servicio. Es ese instante en el que comprendes lo amado
que eres. El momento en el que Dios mismo lo susurra en tu corazón o el momento
en el que presencias este amor en los demás.
En ese minuto comienzas a
entender tu vida desde la fe, se transforma el significado del servicio y del
amor. Se empieza a tratar más sobre encontrar almas y construir relaciones
auténticas,
centradas no en tener y no tener, sino en compartir
la humanidad.
Recibes más que lo que das,
caes en la cuenta de que no tienes todas las soluciones, te
reconoces pobre en tu propio corazón, abres
los ojos a la verdad de las cosas y admiras la dignidad de los otros.
Esta noción de ayudar a los demás es una de las partes más
bellas de nuestra fe. Asegura que no seamos complacientes, sino que permitamos
que Cristo, no solo viva en nosotros, sino que también actúe en nosotros.
De ese
desbordamiento de amor por nosotros, es de donde brota el amor que estamos
llamados a compartir.
Para comprender la
experiencia de estar tan lleno del amor de Cristo y saber qué puedo hacer con
ese amor, podemos recurrir a la experiencia de los santos. Madre Teresa, Pier
Giorgio Frassati, San Alberto Hurtado… testigos modernos de la santidad gozosa, una
santidad que se mueve hacia el sufrimiento y no se encierra.
San Alberto Hurtado una vez
escribió a un amigo que estaba “tan feliz y contento como uno puede estar en
esta tierra”.
Entonces, ¿qué
tenía la vida de estos hombres que en medio de las dificultades de la vida
sintieron tanta alegría? ¿Y cómo podemos nosotros, como los jóvenes de hoy,
encontrar esa misma satisfacción en nuestras vidas?
Ser luz
El
papa Francisco, en Christus Vivit,
ofrece a san Alberto como ejemplo de un valiente misionero:
“Ser
apóstoles no significa llevar una insignia en el ojal de la chaqueta; no
significa hablar de la verdad, sino vivirla, encarnarse en ella, transformarse
en Cristo. Ser apóstol no es llevar una antorcha en la
mano, poseer la luz, sino ser la luz […]. El Evangelio […] más que una
lección es un ejemplo. El mensaje convertido en vida viviente” (CV
175).
Ser movidos a la acción. Ver
una necesidad y reconocer nuestras propias capacidades para abordarla. Las acciones de amor
muestran que el mensaje de Cristo es real y alcanzable, y que Cristo está
esperando que cada uno reciba su amor en la vida diaria. No
tener miedo de ser instrumentos para derramar luz y esperanza.
Enraizados en la oración
El
Papa en la Christus
Vivit continúa diciendo:
“A
veces he visto árboles jóvenes, bellos, que elevaban sus ramas al cielo
buscando siempre más, y parecían un canto de esperanza. Más adelante, después
de una tormenta, los encontré caídos, sin vida. Porque
tenían pocas raíces, habían desplegado sus ramas sin
arraigarse bien en la tierra, y así sucumbieron ante los embates de la
naturaleza. Por eso me duele ver que algunos les propongan a los jóvenes
construir un futuro sin raíces, como si el mundo comenzara ahora. Porque «es
imposible que alguien crezca si no tiene raíces fuertes que ayuden a estar bien
sostenido y agarrado a la tierra. Es fácil “volarse” cuando no hay desde donde
agarrarse, de donde sujetarse»”.
Al aconsejar a un joven
sacerdote, la Madre Teresa dijo una vez:
“¿Crees
que podría ir por las calles buscando a los pobres si Jesús no comunicara el
fuego de su caridad a mi corazón? Sin
Dios, somos demasiado pobres para poder ayudar a los pobres”.
Para derramar amor, primero debemos
poseerlo en abundancia. Necesitamos el fuego de Dios en nuestros corazones.
Esto es lo que nos permite ver el sufrimiento bajo una luz diferente.
Arraigados en la oración
aprendemos a amar con nuestras acciones y no con nuestras ideas, pero tener
mucho cuidado en -como está de moda- vivir una espiritualidad
sin Dios, o una afectividad sin comunidad auténtica y sin compromiso con los
que sufren.
El camino de nuestra fe está
hecho de libertad, de entusiasmo, de creatividad, de
horizontes nuevos, pero cultivando al mismo tiempo las raíces que nos alimentan y
sostienen.
El sí a Dios
Por
último, no olvidar la alegría de nuestro sí a Dios.
El Papa nos dice:
“Para
cumplir la propia vocación es necesario desarrollarse, hacer brotar y crecer
todo lo que uno es. No se trata de inventarse, de crearse a sí mismo de la
nada, sino de descubrirse a uno mismo a la luz de Dios y hacer florecer el
propio ser: «En los designios de Dios, cada hombre está llamado a promover su
propio progreso, porque la vida de todo hombre es una vocación». Tu
vocación te orienta a sacar lo mejor de ti para la gloria de Dios y para el
bien de los demás. El asunto no es sólo hacer cosas, sino hacerlas con un
sentido,
con una orientación. Al respecto, san Alberto Hurtado decía a los jóvenes que
hay que tomarse muy en serio el rumbo: «En un barco al piloto
que se descuida se le despide sin remisión, porque juega con algo demasiado
sagrado. Y en la vida ¿cuidamos de nuestro rumbo? ¿Cuál es tu rumbo? Si fuera
necesario detenerse aún más en esta idea, yo ruego a cada uno de ustedes que le
dé la máxima importancia, porque acertar en esto es sencillamente acertar;
fallar en esto es simplemente fallar” (CV 257).
Dios tiene planeado un viaje
emocionante para ti. Todo lo que se necesita para que tu sí cambie vidas es
entregarte a Dios como instrumentos.
Luisa
Restrepo
Fuente:
Aleteia