La única respuesta posible al amor de Cristo por parte del cristiano es
la disponibilidad a hacer lo mismo por él
La fe cristiana implica a
toda la persona en su adhesión a Cristo como Hijo de Dios encarnado. Creer no
es sólo confesar el Credo. Es, sobre todo, acoger a Cristo como Señor y
Redentor del género humano. Razón y corazón van unidos en el único acto de fe
que hace el cristiano.
Por ello, cuando confesamos
la fe, acogemos en nuestra vida a Cristo y buscamos identificarnos con él en
deseos, pensamientos, palabras y obras. Es imposible ser cristiano sin
implicarse totalmente en la adhesión a Cristo. En el prólogo de su evangelio,
san Juan afirma que los que acogen a Cristo han creído en su nombre y han
recibido la gracia de ser hijos de Dios.
Acoger a Cristo, optar por
él, tiene consecuencias muy serias en la vida ordinaria. Cristo se convierte en
un signo de contradicción, dado que marca la frontera entre la luz y la
oscuridad, la verdad y la mentira. Han
sido muchos desde el inicio del cristianismo los que han muerto a causa de su
fe o han sido perseguidos, humillados y marginados. Entendemos así las palabras
de Jesús en el evangelio de este domingo que sorprenden a muchos lectores.
Dice Jesús: «¿Pensáis que he
venido a traer al mundo paz? No, sino división». Y habla de las divisiones que
pueden existir en el seno mismo de una familia a causa de él.
Lo sorprendente de esta
afirmación reside en que parece contradecir lo que afirman otros textos del
Nuevo Testamento: que Cristo ha venido al mundo para traer la paz definitiva. San
Pablo dice que Cristo es «nuestra paz». Sabemos además que su misión es la de
reconciliar al mundo con Dios y derribar el muro de odio que se levanta entre
los pueblos.
Cuando Jesús dice que ha
venido a traer división se refiere a que la opción por él puede acarrear
divisiones hasta en la misma familia, por la sencilla razón de que no todos
están dispuestos a acogerlo. Y así ha sucedido, sucede y sucederá siempre. En
este sentido decía que la fe puede traer consecuencias muy serias en la vida
ordinaria, como ha ocurrido en la vida de los mártires.
En el evangelio de hoy Jesús
dice que ha venido a prender fuego en la tierra y desearía que ya estuviera
ardiendo. Se refiere al fuego del espíritu que ungiría a los apóstoles como
testigos cualificados del Señor. Pero afirma también que tiene que ser
bautizado, expresión que se refiere a su muerte. Jesús es muy consciente de que necesita morir para que el Espíritu
descienda sobre el mundo.
Esta relación entre muerte
de Cristo y venida del Espíritu ayuda a entender las exigencias de la fe
cristiana en la vida ordinaria. Lo que el cristiano tiene que sufrir a causa de
la fe debe interpretarse a la luz de la entrega de Cristo hasta morir. Su
ejemplo siempre ha animado a los cristianos a seguir sus pasos y dar la vida si
fuera preciso. Por eso el mártir es el prototipo del creyente que no antepone
nada al amor de Cristo.
Hay que reconocer que esta
forma de entender la fe resulta muy exigente, incluso para los cristianos. Y
ciertamente lo es. Marca la diferencia
entre la fe auténtica y la fe acomodada a nuestros propios intereses. El
teólogo evangélico, mártir del nacismo, D. Bonhöffer, distinguía con mucha
lucidez entre la fe barata y la fe cara. La fe barata es la que ha perdido la exigencia
radical que afecta a toda la vida del cristiano. La fe cara es la que, a la luz
de la entrega de Cristo por amor, nos permite someternos plenamente a él como
Señor de nuestras vidas.
Se hace evidente así que el
destino de Cristo y el del cristiano están indisolublemente unidos. Como dice
san Pedro, hemos sido rescatados por la sangre del
cordero. Cristo nos ha amado muriendo por nosotros. La única respuesta posible
al amor de Cristo por parte del cristiano es la disponibilidad a hacer lo mismo
por él.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia