Raúl Méndez Moncada, un cura que deja una rica cosecha en
Venezuela tras más de un siglo de vida santa dedicada a Dios
“El hombre que en su niñez aprende a rezar,
no lo olvida jamás. Las pasiones y luchas de la vida, las rebeldías de la razón
y los sentidos, podrán conducirle a la incredulidad, y aun a los peores excesos
de la negación y la blasfemia. Pero un resto de fe infantil queda en el fondo
del alma, como los caracteres del primitivo manuscrito en el viejo pergamino”.
Lo enseña Raúl
Méndez Moncada, un muy querido sacerdote venezolano que murió
recientemente a la edad de 101 años, dejando particularmente conmovidas a las
regiones andinas de la nación sudamericana.
El texto
forma parte de la “Carta Familiar” del Diario
Católico, un “invento” del jefe editorial José Laureano
Ballesteros que sobrevivió durante casi un lustro, brindándole al simpático
abuelo la oportunidad de evangelizar cada domingo a través de una página
encartada en el periódico centenario.
“… En el cielo hay una Madre, la Virgen
Santísima, que es fuente de toda gracia y sabrá obtener lo que le pide otra
madre por medio de su hijo cándido y puro”, diría Méndez Moncada en su carta,
que muchas veces llevará en manuscrito, en la que enseñaba sobre las plegarias:
Raúl Méndez Moncada fue un estimado sacerdote. Una
autoridad moral de los andes venezolanos, donde formó a no pocas generaciones,
que incluye tanto a las más jóvenes como a las del clero del que era decano.
Nunca se
retiró… Pues más que un trabajo, su labor de pastoreo fue una pasión
característica de su sacerdocio. Y su modelo de santidad es motivo de alegría
para viejas y nuevas y generaciones. Vivió para Dios, con la alegría que lo
marcó su ordenación sacerdotal.
Enseñaba que “la clave de una vida sana y
prolongada es la oración, un profundo amor a Dios, los valores como el respeto,
dormir apenas lo necesario para el descanso, comer sin excesos y caminar
mucho”.
Fue un
profundo enamorado de la naturaleza y hacía uso de su autoridad moral para
defender la verdad cuando lo creía necesario. En sus últimos años hablaba poco,
“pero cuando lo hacía todos guardaban silencio”.
“Sus gestos
hablan por él, al igual que su vida, ya convertida ella misma en oración”,
indicaba este servidor en una conmovedora historia que inspira sobre abuelos
centenarios publicada en Aleteia.
Más vigente
que nunca, hoy cuando se despide para volver a los brazos de Dios, compartimos
una de las más bellas piezas de su dominical “Carta Familiar”, un escrito de
gran gran riqueza, con extraordinarias enseñanzas:
Las madres presentando sus hijitos a Dios
en el templo. ¡Qué cuadro más hermoso! Ese debe ser el papel de las madres:
llevar sus hijos a Dios desde pequeños. François Coppe, el gran escritor y
poeta francés del siglo pasado, tiene una bella página que quiero
transcribirles:
“De todos los
espectáculos que puede ofrecer el género humano, ¿hay alguno más conmovedor,
más suave y atractivo, que un niño que reza? Su madre lo ha puesto de rodillas
sobre su camita, le ha hecho juntar sus manecitas y le enseña a pronunciar, una
a una, las palabras de una breve oración; ésta será por ejemplo, si es muy
pequeño: ‘Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía’ o si es
mayorcito, el sublime Padrenuestro y el Ave María”
Por la mañana el niño levanta su carita al
cielo azul, cuya pureza se refleja en el cristal inmaculado de sus ojos; y por
la noche, a la apacible luz de la lámpara, en la pieza templada y tranquila,
parece que un ángel asiste en las sombras, a la deliciosa escena para dar
testimonio en el paraíso de este adorable acto de fe.
Sin duda, el niño no comprende todavía las
palabras sagradas que pronuncia, pero sabe que su madre se complace en oírselas
repetir; la mira sonriente, dejando ver que sus caricias son más tiernas; y
junto a ese corazón que late, junto a ese seno tibio, respirando esa atmósfera
de amor de y piedad, se despierta en su alma el instinto religioso.
En cuanto a esa madre feliz no hay en su
vida instante más dulce que aquel en que presenta ante Dios a su niño con las
manos juntas y arrodillado en su pequeña cama. ¡Qué inmensa dicha rezar con él,
por él y para él!
No siente en tales instantes ese respetuoso
temor que nos inspira a veces la Divinidad. Su corazón rebosa de abandono y
confianza porque está segura de que Dios oirá las plegarias que balbucea una
boca tan pura, y no duda que Aquél, en quien residen la fuerza infinita y la
ciencia absoluta se sentirá complacido por tanta inocencia y debilidad.
Además, en el cielo hay una Madre, la
Virgen Santísima, que es fuente de toda gracia y sabrá obtener lo que le pide
otra madre por medio de su hijo cándido y puro.
Sí, son de seguro muy agradables a Dios y
se elevan como una nube de incienso hacia la gloria, las plegarias de todos los
cristianos, los himnos litúrgicos de los sacerdotes, las armonías con que los
órganos hacen vibrar las inmensas naves de las catedrales, los coros de los
peregrinos que al encaminarse hacia algún santuario hacen resonar los ecos de
las montañas, los sollozos de los desdichados, el llanto de los arrepentidos;
las plegarias ardientes del monje y la religiosa, arrodillados en sus celdas….
sí, todos suben hasta el trono de Dios.
Pero Él ante todo es Padre, y entre el
inmenso y eterno rumor de tantas voces que le alaban y bendicen, seguro estoy
que oye con especial ternura las sencillas y casi inconscientes oraciones de
los niños, que se confunden con el gorjeo de una inmensa multitud de pajarillos
que se posan en los árboles.
El hombre que en su niñez aprende a rezar,
no lo olvida jamás. Las pasiones y luchas de la vida, las rebeldías de la razón
y los sentidos, podrán conducirle a la incredulidad, y aun a los peores excesos
de la negación y la blasfemia. Pero un resto de fe infantil queda en el fondo
del alma, como los caracteres del primitivo manuscrito en el viejo pergamino.
Llega la hora de la prueba, la hora de un
gran dolor, físico o moral… ¡Ahí cómo se acuerda en seguida el hombre maduro
del día ya lejano en que arrodillado en la cuna, sentía en sus mejillas el
calor del rostro de su madre que le enseñaba el Padre Nuestro y el Ave María!
Y entonces probablemente sentirá que su
orgullo se derrumba, cubrirá su rostro con las manos y lanzará ese grito tan
propio de toda boca humana: ¡Dios mío, ten compasión de mí! Este grito para un
alma que naufraga, es el faro que brilla en las tinieblas, junto al puerto de
salvación.
Qué gran poder tienen las madres. En su
regazo está el futuro de la humanidad. Con su abnegación, con su honradez, con
su ternura y delicadeza van moldeando esas esculturas que son los hijos, niños
o jóvenes que después adornarán las galerías de la Patria y de la Iglesia.
Las madres no deben prescindir nunca del
elemento religioso. Ellas son las que deben mantener viva la llama de la fe en
los hogares; las que deben dar las primeras enseñanzas religiosas a sus hijos:
las que deben encaminar sus pasos hacia la Iglesia, especialmente los domingos
para que ya desde pequeños se acostumbren a cumplir con sus deberes religiosos.
Dichoso pues el hijo que en su madre
cristiana encontró aquella primera e indispensable enseñanza de la fe y de la
virtud.
Jacinto Benavente, el gran dramaturgo
español, tuvo una madre extraordinaria, honesta religiosa, preocupada de los
suyos. Cuando murió, su ilustre hijo dijo estas
palabras: “Si no hubiera cielo habría que inventarlo para mi madre, porque ella
era una santa”. Que todos los hijos puedan decir iguales palabras de sus
madres.
Carlos
Zapata
Fuente:
Aleteia
