Como un río de paz
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Dominio público |
II. En los comienzos,
antes de que se cometiera el pecado original, todo estaba ordenado para dar
gloria a Dios y para felicidad de los hombres.
III.
La presencia de Cristo en el corazón de sus discípulos es el origen de la
verdadera paz.
«Después
de esto, designó el Señor a otros setenta y dos, los envió de dos en dos
delante de él a toda ciudad y lugar a donde él había de ir. Y les decía: «La
mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al señor de la mies que
envíe obreros a su mies. Id: he aquí que yo os envío como corderos en medio de
lobos. No llevéis bolsa ni alforja ni sandalias, y no saludéis a nadie por el
camino. En la casa en que entréis decid primero: "Paz a esta casa". Y
si allí hubiera algún hijo de paz, descansará sobre él vuestra paz; de lo
contrario, retornará a vosotros. Permaneced en la misma casa comiendo y
bebiendo de lo que tengan, pues el que trabaja es merecedor de su salario. No
vayáis de casa en casa.
Y
en aquella ciudad donde entréis y os reciban, comed lo que os pongan; curad a
los enfermos que haya en ella. Y decidles: "El Reino de Dios está cerca de
vosotros. Pero en la ciudad donde entréis y no os reciban, saliendo a sus
plazas decid: "Hasta el polvo de vuestra cuidad que se nos ha pegado a los
pies sacudimos contra vosotros; pero sabed esto: el Reino de Dios está
cerca". Os digo que Sodoma en aquel día será tratada con menos rigor que
aquella ciudad. Los setenta y dos volvieron
llenos de alegría, diciendo: "Señor, hasta los demonios se nos someten en
tu nombre". Y Jesús les dijo: "Yo veía a Satanás cayendo del cielo
como un rayo. Ved que os he dado poder de pisar serpientes y escorpiones, y
sobre todas las fuerzas del enemigo, sin que nada os dañe. Pero no os alegréis
de que los espíritus os estén sometidos; alegraos más bien de que vuestros
nombres están escritos en el cielo». (Lucas 10, 1-12.17-20)
I.
La Liturgia de este Domingo se centra de modo particular en la paz como un gran
bien para el alma y para la sociedad. En la Primera lectura, el Profeta Isaías
anuncia que la era del Mesías se caracterizará por la abundancia de este don
divino; será como un torrente de paz, como un torrente en crecida, resumen de
todos los bienes: el gozo, la alegría, el consuelo, la prosperidad prometida
por Dios a la Jerusalén restaurada tras el destierro de Babilonia. Como un niño
a quien su madre consuela, así os consolaré yo. Isaías se refiere al Mesías,
portador de esa paz que es, a un mismo tiempo, gracia y salvación eterna para
cada uno y para todo el pueblo de Dios. La nueva Jerusalén es imagen de la
Iglesia y de todos nosotros.
El Evangelio de la Misa relata el envío de los discípulos
anunciando la llegada del Reino de Dios. A su paso se repiten los milagros:
ciegos que recuperan la vista, leprosos que quedan limpios, pecadores que se
mueven a penitencia, y por todas partes van llevando la paz de Cristo. El mismo
Señor, antes de partir para esta misión apostólica, les había encargado: Cuando
entréis en una casa, decid primero: Paz a esta casa. Y si hay allí gente de
paz, descansará sobre ellos vuestra paz... Este mensaje lo repetirá la Iglesia
hasta el fin de los tiempos.
Después
de tantos años vemos, sin embargo, que el mundo no está en paz; la ansía y
clama por ella, pero no la encuentra. En pocas ocasiones se ha nombrado tanto
la palabra paz, y quizá pocas veces la paz ha estado más lejos del mundo.
Incluso «dentro de cada país, y en no pocas naciones, el estado habitual
tampoco tiene nada que ver con la paz. No que haya guerra, lo que generalmente
se entiende por guerra, pero sí falta de paz. Lucha de razas, lucha de clases,
lucha entre ideologías, lucha de partidos. Terrorismo, guerrillas, secuestros,
atentados, inseguridad, motines, conflictos, violencia. Odios, resentimientos,
acusaciones, recriminaciones». Paz, paz, dicen. Y no hay paz. No hay paz en la
sociedad, ni en las familias, ni en las almas. ¿Qué ocurre para que no haya
paz? ¿Por qué tanta crispación y tanta violencia, por qué tanta inquietud y
tristeza en las almas, si todos desean la paz? Quizá el mundo esté buscando la
paz donde no la puede encontrar; quizá se la confunde con la tranquilidad, es
posible que se haga depender de circunstancias externas y ajenas al hombre
mismo.
La
paz viene de Dios y es un don divino que sobrepuja todo entendimiento, y se
otorga sólo a los hombres de buena voluntad, a quienes procuran con todas sus
fuerzas acomodar su vida al querer divino. «La paz, que lleva consigo la
alegría, el mundo no puede darla. »-Siempre están los hombres haciendo paces, y
siempre andan enzarzados con guerras, porque han olvidado el consejo de luchar por dentro, de acudir al auxilio de
Dios, para que Él venza, y conseguir así la paz en el propio yo, en el propio
hogar, en la sociedad y en el mundo.
»-Si
nos conducimos de este modo, la alegría será tuya y mía, porque es propiedad de
los que vencen; y con la gracia de Dios -que no pierde batallas- nos llamaremos
vencedores, si somos humildes». Entonces seremos portadores de la paz
verdadera, y la llevaremos como un tesoro inapreciable allí donde nos encontremos:
a la familia, al lugar de trabajo, a los amigos..., al mundo entero.
II. En los comienzos,
antes de que se cometiera el pecado original, todo estaba ordenado para dar
gloria a Dios y para felicidad de los hombres. No existían las guerras, los
odios, los rencores, la incomprensión, las injusticias... Por ese primer
pecado, al que se añadieron luego los pecados personales, el hombre se
convirtió en un ser egoísta, soberbio, mezquino, avaro... Ahí hemos de buscar
la causa de todos los desequilibrios que vemos a nuestro alrededor: «la
violencia y la injusticia -señala Juan Pablo II- tienen raíces profundas en el
corazón de cada individuo, de cada uno de nosotros».
Del
corazón proceden «todos los desórdenes que los hombres son capaces de cometer
contra Dios, contra los hermanos y contra ellos mismos, provocando en lo más
íntimo de sus conciencias un desgarrón, una profunda amargura, una falta de paz
que necesariamente se refleja en el tejido de la vida social. Pero es también
del corazón humano, de su inmensa capacidad de amar, de su generosidad para el
sacrificio, de donde pueden surgir -fecundados por la gracia de Cristo-
sentimientos de fraternidad y obras de servicio a los hombres que como río de
paz (Is 66, 12) cooperen a la construcción de un mundo más justo, en el que la
paz tenga carta de ciudadanía e impregne todas las estructuras de la sociedad».
La paz es consecuencia de la gracia santificante, como la violencia, en
cualquiera de sus manifestaciones, es consecuencia del pecado.
El futuro de la paz está en nuestros corazones, pues el
pecado no fue tan poderoso que pudiera borrar completamente la imagen de Dios
en el hombre, sino sólo «ensuciarla, deformarla, debilitarla; pudo herir su
alma, pero no aniquilarla; oscurecer su inteligencia, pero no destruirla; dar
entrada al odio, pero no eliminar la capacidad de amar; torcer la voluntad,
pero no hasta el punto de hacer imposible la rectificación». Por eso, aunque el
hombre tiende al mal cuando se deja llevar por su naturaleza caída, sin embargo
puede, con la ayuda de la gracia, vencer estas pasiones desordenadas, y poseer
y comunicar la paz que Cristo nos ganó. La vida del cristiano se convierte
entonces en una lucha alegre por rechazar el mal y por alcanzar a Cristo. En
esa lucha encuentra una seguridad llena de optimismo, y cuando pacta con el
pecado y con sus errores la pierde, y se convierte entonces en una fuente de
malestar o de violencia para sí mismo y para los demás.
Como un niño a quien su madre consuela, así os consolaré
Yo. Sólo en Cristo encontraremos la paz que tanto necesitamos para nosotros
mismos y para quienes están más cerca. Acudamos a Él cuando las contrariedades
de la vida pretendan quitarnos la serenidad del alma. Acudamos al sacramento de
la Penitencia y a la dirección espiritual si, por no haber luchado
suficientemente, hubiera entrado la inquietud y el desasosiego en nuestro
corazón.
III.
La presencia de Cristo en el corazón de sus discípulos es el origen de la
verdadera paz, que es riqueza y plenitud, y no simple tranquilidad o ausencia
de dificultades y de lucha. San Pablo afirma que Cristo mismo es nuestra paz;
poseerle y amarle es el origen de toda serenidad verdadera.
Este fluir de paz en nuestro corazón, como un torrente en
crecida, comienza por el reconocimiento de nuestros pecados, de las faltas,
negligencias y errores. Entonces, si somos humildes y miramos a Cristo,
descubriremos su gran misericordia, «como si estuviese ahí detrás como
escondido para decirnos: ésas son las miserias que he tomado sobre Mí para
mostrarte muy personalmente, en esta soledad y en este dolor, cuál es el amor
del Padre, único capaz de librarte de ellas, de darles en cierto modo la vuelta
y utilizarlas para tu salvación. Entonces podrá resonar en el oído de nuestro
corazón la palabra: tu fe te ha salvado y te ha curado. ¡Vete en paz!». No hay
paz sin contrición, sin una profunda sinceridad con nosotros mismos que lleva a
reconocer aquello que en nuestra vida aleja de Dios y de los hermanos, y
sinceridad honda, sin paliativo alguno, en la Confesión.
Con este sosiego interior, que habremos de encontrar
recomenzando muchas veces y no pactando jamás con nuestros defectos y errores,
podremos entonces salir al mundo, a ese espacio en el que se desenvuelve
nuestro quehacer diario, para ser promotores de la paz que el mundo no tiene y
que, por tanto, no puede dar.
Cuando entréis en una casa, decid primero: Paz a esta
casa... No se trata de un simple saludo, es la paz de Cristo que han de llevar
sus discípulos a todos los caminos. Diremos a todos que la verdadera paz «se
funda en la justicia, en el sentido de la dignidad inviolable del hombre, en el
reconocimiento de una igualdad indeleble y deseable entre los hombres, en el
principio básico de la fraternidad humana, es decir, en el respeto y amor
debido a cada hombre». La paz del mundo comienza en el corazón de cada hombre.
El cristiano que vive de fe es el hombre de paz que
contagia serenidad; se está bien a su lado y los demás buscarán su compañía.
Pidamos a Nuestra Señora, al terminar este rato de oración, que sepamos acudir
con humildad a la fuente de la paz (el Sagrario, la Confesión, la dirección
espiritual) si viéramos que el desasosiego, el temor, la tristeza o la
inquietud quieren penetrar en nuestro corazón. Regina pacis, ora pro nobis...
ora pro me.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org