APRENDER A PEDIR
I. Jesús se retiraba a
orar, con frecuencia, muy de mañana y a lugares apartados.
II. Todo el que pide,
recibe; y el que busca, encuentra; y a quien llama, se le abrirá.
III. El Señor se complace tanto en quienes son justos, en quienes le aman y por tanto cumplen su voluntad, que estará dispuesto a perdonar a miles de pecadores que cometieron incontables ofensas contra Él.
III. El Señor se complace tanto en quienes son justos, en quienes le aman y por tanto cumplen su voluntad, que estará dispuesto a perdonar a miles de pecadores que cometieron incontables ofensas contra Él.
Y
sucedió que cuando hacía oración en cierto lugar, al terminarla, le dijo uno de
sus discípulos: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos». Él
les respondió: «Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu
Reino; nuestro pan cotidiano dánosle cada día; y perdónanos nuestros pecados,
puesto que también nosotros perdonamos a todo el que nos debe; y no nos dejes
caer en la tentación».
Y
les dijo: «¿Quién de vosotros que tenga un amigo, y acuda a él a media noche y
le diga: "Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío me ha llegado de
viaje y no tengo qué ofrecerle", le responderá desde dentro: "No me
molestes, ya está cerrada la puerta; yo y los míos estamos acostados; no puedo
levantarme a dártelos?".
Os
digo que, si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos por su
importunidad se levantará para darle cuanto necesite». Así, pues, yo os digo:
“Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se le abrirá; porque todo el
que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y a quien llama, se le abrirá.
Pues, ¿qué padre habrá entre vosotros a quien si el hijo le pide un pez, en
lugar de un pez le dé una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dé un
escorpión? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros
hijos, ¿cuánto más el Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo
piden?» (Lucas 11,1-13).
I.
Jesús se retiraba a orar, con frecuencia, muy de mañana y a lugares apartados.
Sus discípulos le encontraron muchas veces en un diálogo lleno de ternura con
su Padre del Cielo. Y un día, al terminar la oración, le dijo uno de sus
discípulos: Señor, enséñanos a orar... Esto hemos de pedir también nosotros:
Jesús, enséñame a tratarte, dime cómo y qué cosas debo pedirte... Porque en
ocasiones -incluso aunque llevemos años haciendo oración- estamos delante de
Dios como el niño que apenas sabe pronunciar unas cuantas palabras mal
aprendidas.
El Señor les enseñó entonces el modo de rezar y la oración
por excelencia: el Padrenuestro. Sus labios pronunciarían cada palabra de esta
oración universal con una particular entonación. Y nos señala la confianza que
hemos de tener siempre en todo diálogo con Dios al mostrar nuestra radical
necesidad, porque esa confianza es fundamento de toda oración verdadera: ¿Quién
de vosotros que tenga un amigo, y acuda a él a medianoche y le diga: Amigo,
préstame tres panes, porque un amigo mío ha llegado de viaje y no tengo qué
ofrecerle...? Os digo que si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al
menos por su importunidad se levantará para darle cuanto necesite.
Una
buena parte de nuestras relaciones con Dios están definidas por la petición
confiada. Somos hijos de Dios, hijos necesitados, y Él sólo desea darnos, y en
abundancia: pues, ¿qué padre habrá entre vosotros a quien si el hijo le pide un
pez, en lugar de un pez le dé una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dé un
escorpión? El Señor mismo sale fiador de nuestra petición: todo el que pide,
recibe; y el que busca, encuentra; y a quien llama, se le abrirá. No pudo ser más
categórico. Sólo nos iremos de vacío si nos sentimos satisfechos de nosotros
mismos; si pensáramos que nada necesitamos, porque nos hubiéramos contentado
con unas metas bien cortas, o porque hubiéramos pactado con defectos y
flaquezas. Colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos los despidió sin
nada.
Debemos
acudir al Sagrario como gente muy necesitada ante Quien todo lo puede: como
acudían a Jesús los leprosos, los ciegos, los paralíticos... «Rezar -señalaba
Juan Pablo II al comentar este pasaje del Evangelio- significa sentir la propia
insuficiencia a través de las diversas necesidades que se presentan al hombre,
y que forman parte de su vida: la misma necesidad del pan a que se refiere
Cristo, poniendo como ejemplo al hombre que despierta a su amigo a medianoche
para pedírselo. Tales necesidades son numerosas. La necesidad de pan es, en
cierto sentido, el símbolo de todas las necesidades materiales, de las
necesidades del cuerpo humano (...). Pero la escala de estas necesidades es más
amplia...».
La humildad de sentirnos limitados, pobres, carentes de
tantos dones, y la confianza en que Dios es el Padre incomparable pendiente de
sus hijos, son las primeras disposiciones con las que debemos acudir
diariamente a la oración. «Si nosotros aprendemos en el sentido pleno de la
palabra, en su plena dimensión, la realidad Padre, hemos aprendido todo (...).
Aprender quién es el Padre quiere decir adquirir la certeza absoluta de que Él
no podrá rechazar nada. Todo esto se dice en el Evangelio de hoy. Él no te rechaza
ni siquiera cuando todo, material y psicológicamente, parece indicar el
rechazo. Él no te rechaza jamás». Nunca deja de atendernos. El sentido de
nuestra filiación divina y la conciencia de la propia indigencia y debilidad
deben estar siempre presentes en nuestro trato con Dios.
II. Todo el que pide,
recibe; y el que busca, encuentra; y a quien llama, se le abrirá. Ante todo
debemos pedir y buscar los bienes del alma, querer amar cada día más al Señor,
deseos auténticos de santidad en medio de las peculiares circunstancias en las
que nos encontremos. También debemos pedir los bienes materiales, en la medida
en que nos sirvan para alcanzar a Dios: la salud, bienes económicos, lograr ese
empleo que quizá nos es necesario...
«Pidamos los bienes temporales discretamente -nos aconseja
San Agustín-, y tengamos la seguridad -si los recibimos- de que proceden de
quien sabe que nos convienen. ¿Pediste y no recibiste? Fíate del Padre; si te
conviniera te lo habría dado. Juzga por ti mismo. Tú eres delante de Dios, por
tu inexperiencia de las cosas divinas, como tu hijo ante ti con su
inexperiencia de las cosas humanas. Ahí tienes a ese hijo llorando el día
entero para que le des un cuchillo o una espada. Te niegas a dárselo y no haces
caso de su llanto, para no tener que llorarle muerto. Ahora gime, se enfada y
da golpes para que le subas a tu caballo; pero tú no le haces caso porque, no
sabiendo conducirlo, le tirará o le matará. Si le rehusas ese poco, es para
reservárselo todo; le niegas ahora sus insignificantes demandas peligrosas para
que vaya creciendo y posea sin peligro toda la fortuna». Así hace el Señor con
nosotros, pues somos como el niño pequeño que muchas veces no sabe lo que pide.
Dios quiere siempre lo mejor; por eso, la felicidad del
hombre se encuentra siempre en la plena identificación con el querer divino,
pues, aunque humanamente no lo parezca, por ese camino nos llegará la mayor de
las dichas.
Cuenta
el Papa Juan Pablo II cómo le impresionó la alegría de un hombre que encontró
en un hospital de Varsovia después de la insurrección de aquella ciudad durante
la Segunda Guerra Mundial. Estaba gravemente herido y, sin embargo, era
evidente su extraordinaria felicidad. «Este hombre llegó a la felicidad
-comentaba el Pontífice- por otro camino, ya que juzgando visiblemente su
estado físico desde el punto de vista médico, no había motivos para ser tan
feliz, sentirse tan bien y considerarse escuchado por Dios. Y sin embargo había
sido escuchado en otra dimensión de su humanidad», en aquella dimensión en la
que el querer divino y el humano se hacen una sola cosa. Por eso, lo que
nosotros debemos pedir y desear es hacer la voluntad de Dios: hágase tu
voluntad en la tierra como en el Cielo.
Y
éste es siempre el medio para acertar, el mejor camino que podíamos haber
soñado, pues es el que preparó nuestro Padre del Cielo. «Dile: Señor, nada
quiero más que lo que Tú quieras. Aun lo que en estos días vengo pidiéndote, si
me aparta un milímetro de la Voluntad tuya, no me lo des». ¿Para qué lo quiero
yo, si Tú no lo quieres? Tú sabes más. Hágase tu voluntad...
III.
La Primera lectura de la Misa nos muestra otro ejemplo conmovedor: la súplica
de Abrahán, el amigo de Dios, por aquellas ciudades que tanto habían ofendido a
Dios y que iban a ser destruidas: ¿Es que vas a destruir al inocente con el
culpable? Si hay cincuenta justos en la ciudad, ¿los destruirías y no
perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él? Abrahán tratará
de salvar las ciudades, «regateando» con Dios, en el que confía y del que se
siente verdaderamente querido. Y habla poniendo delante de Dios el inmenso
tesoro que son unos cuantos justos, unos cuantos santos.
El Señor se complace tanto en quienes son justos, en
quienes le aman y por tanto cumplen su voluntad, que estará dispuesto a
perdonar a miles de pecadores que cometieron incontables ofensas contra Él, con
tal de que se encuentren diez justos en la ciudad. Tan agradable es a Dios el
amor y la adoración de estos pocos que es capaz de olvidar las iniquidades de
aquellas ciudades. Es una enseñanza clara para nosotros, que queremos seguir al
Señor de cerca -¡con obras!- y contarnos entre sus íntimos, pues a veces puede
insinuarse en el alma la tentación de preguntarse: ¿de qué sirve que yo trate
de luchar y de esforzarme en cumplir con fidelidad la voluntad de Dios, si son
tantos los que le ofenden y quienes viven como si Él no existiera o como si no
mereciera ningún interés? Dios tiene otras medidas, bien distintas de las
humanas, acerca de la utilidad de una vida.
Un
día, al final, el Señor nos hará ver la eficacia enorme, más allá del tiempo y
de la distancia, de aquella madre de familia que gastó sus días en sacar la
familia adelante; el valor para toda la Iglesia del dolor de aquel enfermo que
ofreció diariamente al Señor sus padecimientos; el «precio» de una hora de
estudio o de trabajo convertida en oración...
Con una medida que sólo la misericordia divina conoce, a
Yahvé le hubieran bastado diez justos para salvar a Sodoma y Gomorra. Las obras
de estos justos, puestas en una balanza, habrían pesado más que todos lo
pecados de aquellos miles de infelices pecadores. Nosotros, cuando procuramos
ser fieles al Señor, hemos de experimentar la alegría de saber que esta
entrega, a pesar de nuestros muchos defectos, es el gozo de Dios en el mundo.
Él está pronto a escuchar nuestra oración. Y debemos pedir cada día por la
sociedad que nos rodea, pues parece alejarse cada vez más de Dios. «La oración
de Abrahán -comenta el Papa Juan Pablo II- es muy actual en los tiempos en los
que vivimos. Es necesaria una oración así, para que todo hombre justo trate de
rescatar al mundo de la injusticia».
Terminemos nuestra oración haciendo el propósito de
aprender a orar, de aprender a pedir como hijos. Hemos de acudir al Señor con
mucha frecuencia, pues nos encontramos tan necesitados como aquellos que se
agolpaban a la puerta, esperando de Él la salud del alma o del cuerpo. La
Virgen Nuestra Madre nos enseñará a ser audaces en la petición. A Ella le
rogamos que nos ayude a conseguir, con nuestro apostolado, que en todos los
ambientes -en cada ciudad y en todo pueblo, en cada lugar de trabajo y en toda
profesión- haya esos diez, veinte, cincuenta... justos que son agradables a
Dios y en los que Él se puede apoyar.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org