TODO ES PARA BIEN
II. Abandono en Dios y responsabilidad.
III. Omnia in bonum. Para quienes aman a Dios, todo ocurre para su bien.
«Nadie puede servir a
dos señores, porque o tendrá aversión al uno y amor al otro, o prestará su
adhesión al primero y menospreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las
riquezas.
Por eso os digo: No os preocupéis por vuestra vida, qué comeréis; ni por
vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿Acaso no vale la vida más que el
alimento y el cuerpo que el vestido? Fijaos en las aves del Cielo, que no
siembran, ni siegan, ni almacenan en graneros, y vuestro Padre Celestial las
alimenta. ¿Es que no valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Quién de vosotros
por mucho que cavile puede añadir un solo codo a su edad? Y acerca del vestir,
¿por qué preocuparos? Contemplad los lirios del campo, cómo crecen; no se
fatigan ni hilan, y yo os digo que ni Salomón en toda su gloria pudo vestirse
como uno de ellos. Si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al
horno, Dios la viste así, ¡cuánto más a vosotros, hombres de poca fe!
No
andéis, pues, preocupados diciendo: ¿ Qué vamos a comer; qué vamos a beber; con
qué nos vamos a vestir? Por todas esas cosas se afanan los paganos. Bien sabe
vuestro Padre Celestial que de todo eso estáis necesitados. Buscad, pues,
primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por
añadidura. Por tanto, no os preocupéis por el mañana, porque el mañana traerá
su propia preocupación. A cada día le basta su contrariedad.» (Mateo 6,
24-34).
I. Todo, aun lo más
pequeño del universo, existe porque Dios lo sostiene en su ser. Él es quien
cubre el cielo de nubes, el que prepara la lluvia para la tierra. Quien hace
brotar hierbas de los montes para pasto de los que sirven al hombre; quien da
el alimento al ganado y a los polluelos del cuervo que claman. La creación
entera es obra de Dios, que además cuida amorosamente de todas las criaturas,
empezando por mantenerlas constantemente en la existencia. «Este
"mantener" es, en cierto sentido, un continuo crear (conservatio est
continua creatio)». Este cuidado y providencia se extiende muy particularmente
al hombre, objeto de su predilección.
Jesucristo
nos da a conocer constantemente que Dios es nuestro Padre, que quiere lo mejor
para sus hijos. Lo que podríamos imaginar, para nosotros mismos y para aquellos
a quienes más queremos, se queda muy lejos de los planes divinos. Él sabe muy
bien lo que necesitamos, y su mirada alcanza esta vida y la eternidad; la
nuestra es corta y muy deficiente. Es lógico que la felicidad, y la santidad,
consistan esencialmente en conocer, amar y realizar la voluntad de Dios, que se
nos manifiesta de formas diversas, pero con la suficiente claridad, a lo largo
de la vida.
En
el Evangelio de la Misa, el Señor nos hace una recomendación para que se llenen
de paz nuestros días: no andéis agobiados por la vida pensando qué vais a
comer, ni por el cuerpo pensando qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que
el alimento y el cuerpo más que el vestido? Mirad cómo las aves del cielo no
siembran, ni siegan, ni encierran en graneros, y vuestro Padre celestial las
alimenta. Es una invitación a vivir con alegre esperanza el quehacer diario.
Es
lógico que encontremos sufrimientos, preocupaciones, trabajos, pero debemos
llevarlos como hijos de Dios, sin agobios inútiles, sin la sobrecarga de la
rebeldía o de la tristeza, porque sabemos que el Señor permite esos sucesos,
esta enfermedad, aquello que parece un desastre, para purificarnos, para
convertirnos en corredentores. Los padecimientos, la contradicción, deben
servirnos para purificarnos, para creer en las virtudes y para amar más a Dios.
«¿No has oído de labios del Maestro la parábola de la vid y los sarmientos?
-Consuélate: te exige, porque eres sarmiento que da fruto... Y te poda, "ut
fructum plus afferas" ‑para que des más fruto.
»¡Claro!:
duele ese cortar, ese arrancar. Pero, luego, ¡qué lozanía en los frutos, qué
madurez en las obras!». No nos desconcertemos con los planes divinos; Él sabe
bien lo que hace o permite.
Examinemos
hoy si llevamos con paz la contradicción y el dolor y el fracaso; si nos
quejamos, o si dejamos paso, aunque sea por poco tiempo, a la tristeza o a la
rebeldía. Veamos junto al Señor si los quebrantos -físicos o morales- nos
acercan verdaderamente a nuestro Padre Dios, si nos hacen más humildes. No
andéis agobiados por la vida..., nos dice hoy de nuevo el Señor en este rato de
oración.
II. Con frecuencia los
hombres no sabemos lo que es bueno para nosotros; «y lo que hace aún peor la
confusión es que creemos saberlo. Nosotros tenemos nuestros propios planes para
nuestra felicidad, y demasiado a menudo miramos a Dios simplemente como alguien
que nos ayudará a realizarlos. El verdadero estado de las cosas es
completamente al contrario. Dios tiene Sus planes para nuestra felicidad, y
está esperando que Le ayudemos a realizarlos. Y quede bien claro que nosotros
no podemos mejorar los planes de Dios».
Tener
la certeza práctica de estas verdades, vivirlas en el acontecer diario, lleva a
un abandono sereno, incluso ante la dureza de aquello que no comprendemos y que
nos causa dolor y preocupación. Nada se derrumba si estamos amparados en el
sentido de nuestra filiación divina: pues si a una hierba que hoy está en el
campo, y mañana se echa al fuego en el horno, Dios así la viste, ¿cuánto más a
vosotros...?.
A
veces nos ocurre -dice Santo Tomás- lo que al profano en medicina que ve al
médico recetar a un enfermo agua y a otro vino, según le sugiere su ciencia: al
no saber medicina, piensa que el médico receta estos remedios al azar. «Así
pasa con respecto a Dios. Él, con conocimiento de causa y según su providencia,
dispone las cosas que necesitan los hombres: aflige a unos que quizá son
buenos, y deja vivir en prosperidad a otros que son malos». Nunca podemos
olvidar que Dios nos quiere felices aquí, pero nos quiere aún más felices con
Él para siempre en el Cielo.
La
santidad consiste en el cumplimiento amoroso de la voluntad de Dios, que se
manifiesta en los deberes de cada día, en las propias circunstancias, contando
con los incidentes de toda vida normal y abandonándonos en Dios con toda
confianza. Pero este abandono ha de ser activo y responsable, poniendo los
medios que cada situación requiera: acudir al médico cuando estamos enfermos,
hacer todas las gestiones necesarias para conseguir ese empleo que tanto
necesitamos y por el que hemos rezado a Dios, trabajar esforzadamente para
salir adelante, estudiar las horas necesarias y con hondura para aprobar esa
asignatura difícil...
El abandono en Dios ha de ir íntimamente unido a la
responsabilidad, que lleva a poner los oportunos remedios humanos, pues en
muchas ocasiones lo que se disfraza con excusas («mala suerte», ambiente
adverso, etc. ) es mediocridad oculta, pereza, imprudencia por no haber
previsto todas las posibilidades y no haber puesto los medios precisos que la
situación requería. Un trabajo hecho a conciencia, con orden, acabado,
santificado, lo mismo que el apostolado constante y sacrificado, da sus frutos
con el tiempo. Y si esos frutos tardan en llegar es señal de que Dios los dará
por caminos insospechados para nosotros y que quiere que nos santifiquemos en
esas circunstancias.
III. El sentido de la
filiación divina nos ayuda a descubrir que todos los acontecimientos de nuestra
vida son dirigidos, o permitidos para nuestro bien, por la amabilísima Voluntad
de Dios. Él, que es nuestro Padre, nos concede lo que más nos conviene y espera
que sepamos ver su amor paternal tanto en los acontecimientos favorables como
en los adversos.
Dice
San Pablo que todas las cosas cooperan para el bien de quienes aman a Dios. El
que ama a Dios con obras sabe que pase lo que pase, todo será para bien, si no
deja de amar. Y, precisamente porque ama, pone los medios para que el resultado
sea bueno, para que el trabajo acabado y hecho con rectitud de intención dé
frutos de santidad y de apostolado. Y, una vez que ha puesto los medios a su
alcance, se abandona en Dios y descansa en su providencia amorosa. «Fíjate bien
-escribe San Bernardo- que no dice que las cosas sirvan para el capricho, sino
que cooperan al bien. No al capricho, sino a la utilidad; no al placer, sino a
la salvación; no a nuestro deseo, sino a nuestro provecho.
En
este sentido, cooperan siempre las cosas a nuestro bien, aun incluyendo la
misma muerte, aun el mismo pecado (...). ¿Acaso no cooperan los pecados al bien
de aquel que con ellos se vuelve más humilde, más fervoroso, más solícito, más
precavido, más prudente?». Después de poner los medios a nuestro alcance, o
ante acontecimientos en los que nada podemos hacer, diremos en la intimidad de
nuestro corazón: Omnia in bonum, todo es para bien.
Con
esta convicción, fruto de la filiación divina, viviremos llenos de optimismo y
de esperanza y superaremos así muchas dificultades: «Parece que el mundo se te
viene encima. A tu alrededor no se vislumbra una salida. Imposible, esta vez,
superar las dificultades.
»Pero,
¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente
sabio, misericordioso. Él no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te
conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos.
»Omnia
in bonum! ¡Señor, que otra vez y siempre se cumpla tu sapientísima Voluntad!».
Omnia
in bonum! ¡Todo es para bien! Todo lo podemos convertir en algo agradable a
Dios, y en bien del alma. Esta expresión de San Pablo puede servirnos para
repetirla a modo de jaculatoria, como una pequeña oración, que nos dará paz en
momentos difíciles.
La
Santísima Virgen, Nuestra Madre, nos enseñará a vivir confiadamente en las
manos de Dios, si a Ella acudimos frecuentemente cada día. En el Corazón
Dulcísimo de María -cuya fiesta celebramos en este mes de junio- encontramos
siempre paz, consuelo y alegría.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org