Al dejarnos este mandamiento nuevo, Jesús ha simplificado mucho las cosas, porque todo cristiano puede fijar su mirada en él y descubrir en cada circunstancia de su vida cómo debe amar
En el evangelio de este
domingo Jesús anuncia que le queda poco tiempo de estar con los suyos. Su
partida al Padre en la Ascensión es inminente. Sus palabras hablan de la gloria
que recibirá del Padre, que es una clara referencia a la resurrección, aunque también
la gloria —por paradójico que parezca— se refiere a la cruz.
¿En qué sentido? En la cruz,
cuando Cristo sea levantado sobre el madero de la ignominia, revelará el amor
que tiene a los hombres dando la vida por ellos. Cuando hablamos de la cruz
gloriosa de Cristo confesamos que en ella el amor ha sido enaltecido al grado
más alto: no hay amor más grande que el de dar la vida por los demás.
Esa es la gloria de Cristo y
también la del hombre. Lo entendemos bien cuando alguien ofrece su vida para
salvar a otro. Un gesto así vale por sí mismo; no necesita comentarios. Por
amar así, y porque el Hijo de Dios no podía quedar sometido al poder de la
muerte, Dios lo ha glorificado resucitándolo de entre los muertos.
A la luz de esta verdad
entendemos que, al despedirse, Jesús deje a sus discípulos el mandamiento del
amor. Es un mandamiento nuevo, no porque antes de Cristo no se conociera la
supremacía del amor, piedra angular de la moral judía. Es nuevo, porque Cristo
encarna una forma de amar radicalmente nueva. O si queremos decirlo de otra
manera: Cristo revela en su plenitud y grandeza qué significa amar. Por eso, no
dice que nos amemos como lo hacía los justos del Antiguo Testamento, sino como
él mismo nos ha amado.
La señal por la que se
conocerá que somos cristianos es amarnos como él mismo no ha amado. Esta es la
novedad absoluta que interpreta la Ley y los Profetas. Sólo este amor —dice un
teólogo actual— «será la demostración de todas las doctrinas, de todos los
dogmas y de todas las normas morales de la Iglesia de Cristo».
Si lo pensamos bien, la
norma para el cristiano no es una ley escrita, es la persona misma de Cristo
que se convierte, por su resurrección, en la referencia indispensable para todo
cristiano. Cuanto hace, dice y enseña es el camino que conduce a la perfección
moral y al testimonio convincente de la fe cristiana. Sobra todo discurso
cuando se ama de verdad. El amor se justifica a sí mismo y tiene la virtualidad
de tocar al hombre en su fibra más íntima. El mejor elogio que se hace de las
primeras comunidades cristianas se resume en estas palabras: «¡Mirad cómo se
aman!».
Al dejarnos este mandamiento
nuevo, Jesús ha simplificado mucho las cosas, porque todo cristiano puede fijar
su mirada en él y descubrir en cada circunstancia de su vida cómo debe amar. No
hay dificultad, por grande que sea, que se resista a ser iluminada por el
ejemplo de Cristo. De ahí que los santos han hecho de la imitación de Cristo el
camino seguro de la vida cristiana. Quien imita a Cristo no se equivoca nunca,
porque es el Maestro que nos invita a hacer lo que él ha hecho. Cristo siempre
va por delante en nuestro camino de fe y siempre ilumina nuestras oscuridades.
Basta contemplarle con ojos de fe, la fe que ha encendido en nosotros la resurrección,
para acertar en el camino.
Se cuenta de san
Buenaventura que le preguntaron en cierta ocasión en qué libros se inspiraba
para componer sus sermones y tratados espirituales. Él condujo a la persona que
le interrogaba al interior de su habitación y le mostró un crucifijo ante el
cual hacía su oración y le dijo: he aquí mi biblioteca. El
Crucificado y Resucitado es el libro abierto para entender la existencia
cristiana. Gracias a que el Hijo de Dios ha tomado nuestra carne comprendemos,
con la simplicidad de una mirada, qué significa vivir, morir y amar como
Cristo. Es la novedad absoluta.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia