“Ay, Tomás, ¿Por qué me has visto has creído? No es así… Felices los que sin ver, creen”
Dominio público |
Hoy estamos en un encuentro precioso
donde vemos dos momentos, cada cual más intenso, más sublime y más lleno de
alegría y de fe: los discípulos y Tomás; y Jesús cómo les libera, cómo les
tranquiliza y cómo lleva al camino de la fe a Tomás. Lo vemos en el Evangelio
de San Juan, capítulo 20, versículo 19 y 31 que nos lo narra con una belleza y
con una sensibilidad extrema.
¡Qué relato tan
sorprendente y tan tranquilizador! Vamos a rebobinar y nos vamos a meter y
situar en lo que pasó ese día cuando Jesús se apareció a los discípulos y a
Tomás. El primer día de la semana había ido María Magdalena, habían ido las
mujeres, todos decían que el cuerpo no estaba, los discípulos de Emaús lo
habían encontrado, y ya se corría que Jesús había desaparecido y que no estaba.
Ya es de noche y entonces en ellos se agrava el miedo, ven enemigos por todas
las partes, se ven sin guía, sin maestro; recuerdan todo lo que ha pasado,
todos los sucesos, deprimidos en su espíritu, con temor y con mucho susto, con
puertas bien cerradas están los discípulos en el Cenáculo. Y fijaos, en esta
situación Jesús, que los quiere tanto, que no puede ver cómo sufren y que
siempre está liberándonos y llenándonos de fe y de alegría, en ese momento
aparece Jesús y les visita, y les devuelve todo lo que no tienen: alegría,
fuerza, esperanza… Y se llena de misericordia al ver a Tomás.
Y así aparece, ya no
tiene obstáculo para nada, ni puertas… nada. Y aparece en medio diciendo: “La
paz sea con vosotros”. Él es la paz. La paz. “Yo estoy con vosotros, ¿por qué
tenéis miedo? Necesitáis creer. Palpadme. Un espíritu no tiene carne ni huesos.
Yo soy de otra manera ya. Palpadme. Creed y ved que soy ya resucitado, no
sufráis”. Ellos cuando ven y se dan cuenta… —nos imaginamos cómo estarían
mirando las heridas, las llagas, todo—, y cuando ven que es Él se llenan de
gozo, se inundan de alegría, se emocionan. Y Jesús dice: “Esta alegría no la
podéis dejar entre vosotros. Quiero que salgáis y la comuniquéis y como el
Padre me envió, así también os envío Yo”.
Pero, qué bueno es
Jesús, piensa: “¿Pero cómo los voy a enviar a estos pobres llenos de miedo y
que todavía no tienen fuerza? Tengo que mandarles mi Espíritu”. Y les envía su
Espíritu, esa fuerza vivificadora. Y lo hace con ese hálito, con ese espíritu,
con ese soplo, como siempre lo hemos visto en el Antiguo Testamento, y les
dice: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados”. ¿Y qué ocurre? Que
cuando estaban ahí, pasando ya Jesús, los deja tranquilos y ya desaparece.
Pasan ocho días. Tomás
que no estaba ahí… —y no sabemos por qué motivos no estaría, pero no estaba con
la comunidad; Juan describe perfectamente esta escena y vemos cómo dice que
“uno de los doce que se llamaba Tomás, no estaba”—, y cuando entra en el
Cenáculo, le dicen: “¡Ha estado Jesús, le hemos visto, le hemos palpado!”. Y
Tomás, con esa cerrazón, le niega. Y no sólo le niega, sino que pone condiciones:
“Yo, si no veo sus manos y no veo dónde han estado los clavos, si no meto mi
dedo en el costado, yo no voy a creer”.
Y entra en juego la misericordia de
Dios: este hombre incrédulo necesita el camino de la fe, el milagro de la fe...
Y ya está Jesús: Jesús aparece y entra en el Cenáculo, ve a este discípulo
incrédulo y le dice: “Tomás, mete aquí tu dedo, mira mis manos, trae tu mano,
métela en mi costado”. ¡Con qué dulzura le reprende! “Tomás, no seas incrédulo,
sino fiel”. Tomás se da cuenta de que Jesús le está diciendo: “Pero ¿cómo has
sido tan ciego? ¿Cómo no crees?”. Y lleno de emoción, de arrepentimiento y de
fe profunda, responde: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús acepta su confesión y le
dice: “Ay, Tomás, ¿porque me has visto has creído? No es así… Felices los que
sin ver, creen”.
¡Qué escenas tan
hermosas, tan conmovedoras, tan fraternales, tan amorosas y tan llenas de
fuerza y de alegría! Cuando tú y yo consideramos estas escenas, nos vemos
reflejados en todo. Y nos vemos reflejados en los discípulos. Y nos vemos
reflejados en Tomás. Cuántas veces, cuántas veces yo también soy como los
discípulos: tengo miedos, depresiones, temores, recuerdos pasados y pesados, no
tengo fuerza, no tengo esperanza, estoy decaído… Cuando esté así y cuando Jesús
me vea así, si yo entro en contacto con Él, si me doy cuenta de que está
conmigo, que me está diciendo: “La paz esté contigo. Yo estoy aquí, estoy
contigo, no estás solo. Pálpame, estoy aquí.
No me ves, pero estoy
contigo, y no puedes estar así. Tú no eres para estar así. Alégrate, llénate y
recibe mi Espíritu. Recibe mi Espíritu para que te vivifiques, para que te
renueves, que te toque, que esa voz sea tu fuerza, que te llenes de fuego y que
digas muchas veces: «Ven, Espíritu, porque te necesito»”.
¡Cuántos miedos, Señor,
cuántas apreciaciones inútiles! Sí, el apóstol Juan nos dice y nos da un
testimonio de fe tanto en los discípulos como en Tomás. Pero es que nosotros
somos igual… nosotros somos igual. Y qué decir cuando nos identificamos —y tú y
yo nos identificamos— profundamente con Tomás: no somos nada fáciles en la fe, no
creemos, queremos ver, queremos tocar, queremos razonar… y la fe no es eso.
Jesús nos dirá: “Pero ¿por qué no crees?, ¿por qué? ¿Si no ves, no crees? ¿Tú
crees que puedes estar así? Felices si sin ver… crees”.
Yo muchas veces pienso
que cuando tenemos un amigo, una persona querida o nuestros hermanos, un
hermano, nuestros padres nos dicen cualquier cosa, enseguida decimos: “Si tú lo
dices, yo me lo creo”. Tenemos ya fe porque hay mucha confianza.
Nos falta la confianza
en Dios, nos falta la fe. Y también nosotros debemos reconocernos como Tomás:
somos desconfiados, lentos en admitir a Jesús en nuestra vida. Queremos palpar,
queremos experimentar, y ponemos condiciones; así somos de incrédulos. Pero
Jesús, qué bueno es, aparece en nuestras vidas, y ¿qué nos dice? “La paz sea
contigo”. “Tomás, mete aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela
en mi costado”. Y nos tiene que reñir: “Y no seas incrédulo, sino creyente”.
Cuántas veces tenemos que decir: “¡Señor mío y Dios mío!”.
Sí, Señor mío y Dios
mío, a pesar de que no crea y que me cueste, siempre tenemos que estar haciendo
actos de fe y pensar que la fe es eso: “Dichosos los que sin haber visto,
creen”. Eso es. Un acto de fe nos lleva a ver al Señor, a dejarle, a no estar
indagando. Creo en ti, espero en ti, te amo. Como decía el apóstol Santiago,
que los que no tienen fe son como esas olas que van y vienen y nunca encuentran
cobijo ni encuentran tranquilidad. ¿Y qué le aprovecha, hermanos, que uno diga
que tiene fe si luego no sabe hacer nada?
Hoy nos pide Jesús mucha
fe, mucha fe. Y aunque nos cueste, tenemos que practicarla. Una fe que la
podamos publicar y podamos ir y testimoniar con alegría que Jesús viene a
nuestra vida. Sí, Jesús, entra en nuestro corazón, así, de incógnito, de sorpresa,
y repréndenos, repréndenos por nuestras negaciones, repréndenos… repréndeme
también, Señor, yo también necesito fe. A veces te niego, te pongo condiciones,
soy incrédula. Pero Tú tienes que hacer conmigo el gran milagro de la fe, el
milagro de ver, el milagro de palpar que eres Tú el que está en mi vida.
¡Qué precioso es este
encuentro, Señor! Soy como los discípulos, soy como Tomás, pero Tú me liberas,
me das fuerza, me das alegría, me das todo… y quitas todas mis dudas. Y también
me haces entrar en un camino de paz. Cuando yo te pida signos, cuando te pida
pruebas, cuando te pida demostraciones, no me hagas caso, Señor.
Que pueda decir muchas
veces: “Señor mío y Dios mío”. Y que esa fe que Tú me inundas con tu presencia,
Señor, me dé una seguridad grande para caminar contigo, para llenarme de paz,
para comunicarte, para enviarme con tu Espíritu a cualquier sitio y poder
proclamarte. Eso es, no me entran en la cabeza muchas cosas, pero lléname de
paz. A veces creo que tengo razón, pero lléname de paz. No es así. Tú me
tendrás que decir “felices los que creen sin haber visto”, Señor.
En este encuentro en que
disfruto leyendo detenidamente, oyendo todos los pasos de estas escenas, viendo
cómo Tú entras, con qué cariño, con qué amor, con qué cuidado tratas y con qué
dulzura tratas a Tomás, yo también estoy ahí y también me siento querida, amada
y llena de fuerza y de vida para transmitirte, Señor. Quiero terminar, Señor,
este encuentro donde me siento a gusto, donde me siento querido por ti,
recitando aquella canción que a mí siempre me ha impresionado mucho y que he cantado
tantas veces con tanta fuerza: Creo, aunque todo se
oculte a mi fe. Creo, aunque todos me griten que no y me digan que no, porque
he basado mi fe en mi Dios inmutable, en mi Dios que nunca cambia, en mi Dios
que es Amor.
Te canto esta canción
que la tengo que repetir en este encuentro… Muchas veces decirle: “Señor,
aunque me vea como me vea, que no tambalee mi fe; aunque no mire y ni tenga
luz, que no tambalee mi fe; aunque todo se oscurezca y no tenga sentido nada,
que no tambalee mi fe; aunque me llene de enfermedad, de dolor, de sufrimiento,
que no tambalee mi fe; aunque vea dolor, sufrimiento, que nunca tambalee mi
fe”.
Y también esta otra
oración que me viene ahora al recuerdo, tan preciosa: “Pon aceite en mi
lámpara, Señor, porque a veces no veo, a veces me oscurece el orgullo, mis
razonamientos, mi egoísmo, mis imprudencias… Pon aceite. Dame el don de la fe. Dame
que crea, que espere, que diga muchas veces: creo en ti, espero en ti, te
adoro, creo en ti. Creo, porque Tú eres mi Señor”.
Y cuando te vea en la
Eucaristía, y cuando te reciba, y cuando te visite, y cuando te vea en un
hermano, y cuando me vea sola: “Señor mío y Dios mío, creo en ti, espero en ti,
te adoro y te amo por todos los que no creen, no adoran, no esperan, ni te
aman; porque sé que Tú eres la luz de mi vida, el faro que me orienta y la
medicina que me cura. Creo, Señor, pero aumenta mi fe”. Quiero terminar
pidiéndote perdón por mis faltas de fe, por mis dudas, por poner condiciones,
como Tomás, por mis miedos, por mis temores, pero sé que Tú me das tu Espíritu,
tu fuerza, tu alegría, y estoy feliz. ¡Aleluya, Tú has resucitado, Tú estás
conmigo, Tú eres mi vida, Tú eres mi alegría, Tú eres el faro de mi fe!
Y cómo no, la Madre es
la Maestra de la fe: ayúdame en mis dudas, sé Tú mi fuerza, sé Tú mi guía y
condúceme hacia el encuentro y hacia el Corazón de tu hijo Jesús, donde vea y
palpe tus llagas, tu costado, y me llene de tu amor. Que así sea y que sea
feliz sabiendo que Tú estás siempre conmigo y que nunca me dejas solo.
“¡Señor mío y Dios
mío!”. “Felices los que creen sin ver”.
Fuente: Francisca Sierra Gómez/Revista Ecclesia