La esclerosis múltiple afecta a 47.000 personas en España. Esta
enfermedad degenerativa mina lentamente a quienes la sufren en un proceso con
graves implicaciones psicológicas
María Cinta Meseguer con una de sus nietas.
A la derecha, junto a su hijo Javier González.
Fotos: Javier González Meseguer
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María Cinta Meseguer lleva la suya con
«alegría» gracias a la gran red de apoyo familiar con la que cuenta, pero es
consciente de que «hay gente muy sola»
Esta semana,
María Cinta Meseguer ha ido al médico porque camina «como medio borracha por la
calle». Es uno de los muchos síntomas que sufre cada vez que la esclerosis
múltiple, una enfermedad degenerativa que sufre desde hace 26 años, decide
hacer acto de presencia en su vida. «Un vecino horrible se ha instalado en mi
casa y va a estar conmigo hasta que me muera», explica esta mujer de 66 años.
Cuando la
enfermedad está bajo control, Meseguer padece dolores musculares, cansancio
extremo y una sensación de mareo constante que hace «que me pegue cada tortazo
de aquí te espero». En cambio, cuando se manifiesta con un brote fuerte, puede
dejarla postrada en una silla de ruedas o hacerle perder la vista. Pero lo que
no pierde es «la alegría».
A pesar del
amargo pronóstico que los médicos han hecho de esta enfermedad incurable,
Meseguer quiere vivir «por encima de todo» y disfrutar de la compañía de sus seis
hijos y 25 nietos «aunque esté en una cama». Ellos son su principal apoyo para
sobrellevar la esclerosis y le hacen sentir una privilegiada aunque esté
enferma. «Cuando a mí me ingresaban porque tenía un brote, las enfermeras
bromeaban con habilitarme una salita en el hospital porque acudía todo un
desfile a verme», comenta.
Acompañados
para vivir
Meseguer tiene
suerte de contar con una amplia red familiar que se ocupa de ella. «Mi madre es
feliz con sus nietos, la casa siempre la tiene llena y hemos procurado tenerla
con la mente muy activa», cuenta Javier González, su hijo. A su juicio, su
madre siempre ha sido «el ejemplo perfecto de cómo llevar una enfermedad». «El
día que nos dieron el diagnóstico me quedé helado, pero nunca se ha quejado y
nos ha hecho la vida fácil a todos», añade.
Haciendo gala
de su sentido del humor, Meseguer decidió presentar la enfermedad a sus
parientes «tomándola un poco a broma». «Cuando me diagnosticaron la enfermedad
le preguntaba a mis hijos: “¿Quién va a ser el que le quite los mocos a mamá?
¿Y quién me va a limpiar el culo cuando ya esté muy malita?”», recuerda entre
risas.
Pero a pesar
del esfuerzo sobrehumano que ha hecho por mantener el optimismo, Meseguer no se
considera una heroína. «No tengo ningún mérito especial, mi carácter es
optimista y yo soy alegre», dice. Es indiscutible, pues también confiesa
haberlo pasado genial yendo en silla de ruedas, no sin algún que otro accidente
sin mayores consecuencias que un moratón y algunas carcajadas.
Entre las
bromas a sus hijos, las carreras con sus nietos y los bastones que les suele
pedir como regalo, esta mujer ha conseguido «darle un aire de normalidad» a su
trastorno. Y no solo eso, al reírse de sí misma, también ha aprendido a llevar
con paciencia su progresiva pérdida de capacidades. «Era una lectora
empedernida, me leía hasta los papeles que encontraba por el suelo, pero
después del primer brote se acabó», añora con resignación.
María Cinta
Meseguer sabe que no todos los enfermos de esclerosis múltiple tienen una red familiar
tan tupida como la suya. «Yo lo cuento con buen humor, pero también hay gente
muy sola. El enfermo tiene que estar entretenido porque las horas se hacen muy
largas. Hay ratos que no te los llena nadie», confiesa. En esos momentos,
aprovecha para rezar, pero también comprende que no todos los enfermos tienen
fe.
«Hay que
pedirle a la sociedad que vigile que una persona con esta enfermedad tenga un
entorno y esté acompañada», añade Meseguer. Una tarea que encarga a los médicos
porque son «los primeros en enfrentarse con el enfermo para decirle lo que
tiene».
Es una visión
que comparte Manuel Lagar, capellán del hospital de Mérida, quien pide a los
poderes públicos abordar el cuidado de los enfermos (y sus familiares) desde
una perspectiva social y un mayor acompañamiento. «La humanización de la salud
es crucial. Es necesario que se deje de ver al enfermo como un número y sea una
persona con una familia que le acompaña y sufre con él», reivindica el
sacerdote.
También pide a
los profesionales que fomenten una cultura del acompañamiento en contraposición
a la tendencia a descartar a las personas cuando no las pueden curar. «Hay un
problema en nuestra sociedad, que es verlo todo desde la utilidad. Se considera
al enfermo poco útil y se lo acaba creyendo», protesta Manuel Lagar.
Por último,
Meseguer le da un tirón de orejas a los políticos y exige «que se preocupen
sobre qué personas hay acompañando a los enfermos. Sobre todo ahora que hay
elecciones y los políticos están siempre hablando de la Ley de dependencia».
Rodrigo Moreno
Quicios
Fuente: Alfa
y Omega