Nuestra Madre la Iglesia es santa, pero sus hijos somos pecadores
El domingo pasado el Papa
Francisco clausuraba el sínodo sobre los jóvenes. El documento final, con las
proposiciones de los padres sinodales, ha sido entregado al Papa para que,
según su criterio, lo convierta en una exhortación postsinodal o lo sancione
con su autoridad en el modo que considere oportuno.
Al final de la asamblea sinodal,
el Papa improvisó un breve discurso que apenas ha sido comentado a pesar de
decir que era «dos pequeñas cosas que me importan mucho». En primer lugar, dijo
que «el Sínodo no es un Parlamento, sino un espacio protegido para que actúe el
Espíritu Santo».
El Papa sabe que existe una
mentalidad sobre la Iglesia que pretende asimilarla a las estructuras de
gobierno de las naciones que suelen contar con un parlamento. La Iglesia no es
así. Se reúne en sínodo para dejar actuar al Espíritu. Por eso, dijo
expresamente: «No olvidemos esto: ha sido el Espíritu el que ha trabajado
aquí».
Y añadió que el resultado
del sínodo no es un documento que tendrá más o menos efecto cuando sea
presentado a los demás, sino el mismo hecho de haberse reunido sinodalmente,
trabajar juntos y situarse bajo la acción del Espíritu.
Conviene no olvidar esta
idea del Papa si queremos entender el sentido del sínodo y no interpretarlo
desde una visión de la Iglesia puramente sociológica en la que se debaten
problemas, se llega a acuerdos y se ejecutan como si fuera una empresa. «Por
esta razón —dice el Papa— la información que se da es general y no son las
cosas más particulares, los nombres, la forma de decir las cosas con las que el
Espíritu Santo trabaja en nosotros».
La segunda idea que el Papa
quiso ofrecer a los miembros del Sínodo se refiere a la Iglesia. Aludiendo a
los tres últimos números sobre la santidad, que se recogen en el documento
sinodal, el Papa recordó una fórmula de los Santos Padres que presenta a la
Iglesia como la «casta meretriz». Recordó que nuestra Madre la Iglesia es
santa, pero sus hijos somos pecadores.
Es evidente que el Papa
tenía ante sus ojos los problemas de los pecados de quienes formamos la
Iglesia, pecados de los que se sirve el gran Acusador —como designa el libro de
Job al diablo— para intentar manchar el rostro de la Iglesia.
Cuando el Papa decía estas
palabras, presidía la asamblea sinodal el patriarca Sako de la iglesia de Irak,
que ha conocido la persecución de manera dramática. A renglón seguido, Francisco
aludió a otro tipo de persecuciones que la Iglesia sufre hoy con acusaciones
continuas que intentan ensuciarla.
Y dijo: «Pero a la Iglesia
no se la ensucia; a sus hijos sí, todos estamos sucios, pero la Madre no.
Y por eso es hora de defender a la Madre; y a la Madre se la defiende del Gran
Acusador con la oración y la penitencia. Por eso pedí, en este mes que termina
en unos pocos días, que se rezase el Rosario, que se rezase a San Miguel
Arcángel, que se rezase a Nuestra Señora para que siempre cubra a la Madre
Iglesia. Sigamos haciéndolo. Es un momento difícil, porque el Acusador,
atacándonos, ataca a la Madre, pero la Madre no se toca. Quería decir esto
sinceramente al final del Sínodo».
Hay que agradecer al Papa estas
confidencias al final del sínodo. Nos pone
en guardia del peligro que todos tenemos de atacar a la Iglesia olvidando que
cada uno de quienes la componemos somos pecadores. La paradoja de la Iglesia es
precisamente ésta: que, por su unión a Cristo, es santa, como confesamos en el
Credo; pero, al estar formada por hombres pecadores, nuestros pecados pueden
desfigurar su rostro.
Por eso, la mejor forma de
amar a la Iglesia es vivir la santidad que nos trasmite como Esposa
de Cristo y Madre nuestra. Y a una madre no se la toca.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia