A veces los santos también se distraían cuando
hablaban con Dios
Santa Teresa de Ávila, en su libro llamado
“Castillo Interior”, también conocido como “Las Siete Moradas”, hace un juicio
muy severo sobre la oración hecha con distracción. Ella dice: “No
llamo oración a aquello en que no se percibe con quién se habla y qué se pide.
No se trata de oración”.
Santo Tomás de Aquino, a su vez,
parece estar en frontal contradicción con Santa Teresa. Respondiendo a la
pregunta sobre si “es necesario que la oración sea atenta”, dice lo siguiente:
“parece ser que la oración ha de ser necesariamente atenta. Contra esto:
está el hecho de que aun los santos tienen de vez en vez distracciones mientras
oran, según aquello del salmo 39,13: Mi
corazón me abandonó” (cf. Suma Teológica II-II, q. 83, a. 13) En latín, cor
meum dereliquit me.
Entonces, aparentemente existe
una incompatibilidad entre las opiniones de los dos grandes santos. ¿Cuál de
los dos tiene razón? Ambos. Y es el propio Santo Tomás quien lo explica:
“Donde
tiene lugar principalmente la cuestión aquí planteada es en la oración vocal.
Al tratar de resolverla hay que tener en cuenta que decimos que una cosa es
necesaria de dos modos. Primero, como es necesario aquello con que se llega
mejor al fin. Y es así como la atención es absolutamente necesaria para la
oración.
Del segundo modo se dice que algo es
necesario cuando sin ello un agente no puede lograr su efecto. Ahora bien: los
efectos de la oración son tres. El primero, común a todos los actos imperados
por la caridad, es el mérito. Para este efecto no se requiere necesariamente
que la atención se mantenga del principio al fin, sino que la virtualidad de la
intención inicial con que alguien se acerca a orar hace meritoria la oración
entera, tal como sucede en los demás actos meritorios. El segundo efecto es
propio de la oración, y consiste en impetrar. También basta para lograrlo la
primera intención, que es en la que Dios se fija principalmente. Pero si esta
primera intención falta, ni es meritoria ni impetratoria: pues Dios no escucha
la oración que se hace sin intención, como dice San Gregorio. El tercer efecto
de la oración es el que se produce en el acto de orar, es decir, una cierta
refección espiritual del alma. Para esto se requiere necesariamente la atención
mientras se ora. De ahí lo que se lee en 1 Cor 14, 14: Si oro sólo con mi lengua, mi espíritu no disfruta”.
Así, según el Aquinate, en
primer lugar la oración tiene un valor meritorio, pues la persona ama a Dios
rezando. En segundo lugar, puede tener un valor de intercesión, o sea, de
alcanzar gracia ante Dios. Y, en tercer lugar, la oración tiene el
valor de santificación o de alimento del alma.
Teniendo en cuenta estos tres
niveles de valoración, santo Tomás dice que en los dos primeros puede haber
alguna distracción y que, incluso así, la oración tendrá algún valor. Sin
embargo, en el tercer nivel es absolutamente necesario que la persona esté
atenta a ella.
En este sentido, santo Tomás y
santa Teresa están en pleno acuerdo. Es justamente sobre el “alimento del alma”
que santa Teresa habla en su libro. De como hay que hacer para adentrarse cada
vez más en las moradas del alma, alimentándose y creciendo espiritualmente.
Pero, entonces, ¿qué valor existe en una oración cuando se hace distraídamente?
Tiene el valor meritorio si se hace con amor, sin embargo, no es necesario que
se haga por amor todo el tiempo, basta la
intención inicial, dice Santo Tomás. La lucha contra las distracciones es
bastante meritoria.
El segundo valor, llamado impetratorio,
también tiene valor, pues la persona puede haberse distraído, pero Dios no se
distrajo de ella. La oración con distracción no produce el crecimiento
necesario para hacer que el individuo pase de morada en morada en su castillo
interior, por tanto, es preciso luchar contra ella, concentrándose para que
haya realmente un alimento espiritual.
Lo importante es seguir rezando,
aunque sea distraído, luchando contra las distracciones y poniendo toda la
atención en Dios y en su amor.
P.
Paulo Ricardo
Fuente:
Aleteia