Tomó un nombre totalmente novedoso en la larga historia
pontificia: el de Juan Pablo I, dando a entender que quería seguir con la labor
renovadora tanto de Juan XXIII como de Pablo VI
![]() |
Albino Luciani, ya Juan Pablo I, en el balcón de la
basílica de San Pedro,
en el Vaticano, tras haber sido elegido Papa el 26
de agosto de 1978. Foto: CNS
|
Aunque varios cardenales centroeuropeos llegaban con el prestigio de
haber estado metidos de lleno en la renovación conciliar (Johannes Willebrands,
Leon Jozef Suenens o el bávaro Joseph Ratzinger), los italianos partían como
claros favoritos: desde Adriano VI (1522-23), nacido en Utrecht, todos los
Papas habían sido italianos.
Dos nombres sonaban con fuerza: Giuseppe Siri y
Giovanni Benelli.
Cuando el 6 de agosto de
1978 falleció Pablo VI, un nuevo cónclave fue convocado para elegir al
siguiente Pontífice. El momento era de extraordinaria complejidad.
La Iglesia
católica pasaba por una fase de numerosas dificultades: aunque la sangría de
secularizaciones parecía comenzar a remitir, las vocaciones al sacerdocio
seguían sin recuperarse y, de manera paralela, el proceso de secularización
avanzaba.
Por otra parte, la
asimilación de las disposiciones del Concilio Vaticano II (1962-65) estaba
resultando muy costosa, porque había muy diversas interpretaciones del mismo.
Porque este Concilio, el último celebrado hasta el momento, había llevado a
cabo todo un aggiornamento (puesta al día) de la doctrina
católica, aprobándose documentos de extraordinario valor. En efecto, desde el
Vaticano II, la Iglesia apostaba por el diálogo interreligioso; la defensa de
los derechos y libertades fundamentales, que en muchos países aún no existían;
y por una clara separación Iglesia-Estado.
En nuestro país, por
ejemplo, el Vaticano II chocó de lleno con la realidad de un Concordato, el de
1953, que creaba una Iglesia de Estado y permitía un Estado dentro de la
Iglesia. De manera paralela, se cuestionaban elementos fundamentales en la
manera de funcionar la Iglesia, como el principio jerárquico o la autoridad
pontificia.
Por otra parte, se trataba
de una época en la que el Vaticano se encontraba demasiado influido por lo que
sucedía en la política italiana, e incluso en la política mundial. Pablo VI
había apoyado la Ostpolitiko apertura hacia los países del Este,
sin saber que el comunismo moriría tan solo unas décadas después, fruto de sus
contradicciones internas. Para el Papa Montini, resultaba fundamental que los
diferentes regímenes comunistas permitieran actuar con libertad a las iglesias
nacionales, lo que resultaba particularmente complejo en la medida en que en la
catolicísima Polonia el cardenal Wyszynski había pasado en la década de los 50
tres años en prisión, y en la que el también cardenal yugoslavo Aloizi Stepinak
había sido sometido a juicio por la dictadura de Tito.
En lo que se refería a la
propia Italia, el país se encontraba inmerso en los llamados años de
plomo, con atentados tan brutales como el de la plaza Fontana de Milán, en
diciembre de 1969, o el cruel secuestro y posterior asesinato del líder
democristiano Aldo Moro, caído a manos de la banda terrorista conocida como
Brigadas Rojas entre marzo y mayo de 1978. En ese sentido, desde que Berlinguer
se hiciera con el control del Partido Comunista Italiano (PCI) en 1972, había
una tendencia dentro de la Democracia Cristiana (liderada por el propio Moro)
partidaria del llamado compromiso histórico entre las dos
principales fuerzas del país (democracia cristiana y comunismo).
111 cardenales de gran
altura
Es en este contexto de
enorme complejidad cuando tuvo lugar la elección del sucesor de Pablo VI.
Aunque el Papa Montini había establecido que el número de cardenales con
derecho a elección debería estar en la cifra de los 120 (norma que se ha
mantenido vigente hasta nuestros días), la realidad es que en aquel cónclave
iniciado en la tercera semana de agosto de 1978 solo hubo 111 participantes, ya
que tres cardenales con derecho a elección (el indio Valerian Gracias, el
norteamericano John Joseph Wright y el polaco Boleslaw Filipiak), por diversos
motivos, no pudieron tomar parte.
Eran muchos los cardenales
de importante categoría intelectual y pastoral. Como era costumbre desde hacía
siglos, los italianos (ya pertenecieran a la Curia romana o ejercieran su cargo
pastoral en una diócesis) eran los que más peso tenían. Antonio Samorè, por
ejemplo, había sido un hombre destacado en la Secretaría de Estado. Sebastiano
Baggio era uno de los pesos pesados de la Curia como prefecto de la Sagrada
Congregación de Obispos. Giuseppe Siri, cardenal arzobispo de Génova, había
sido ya uno de los hombres de confianza del Papa Pío XII, fallecido en 1958.
Al mismo tiempo, un clásico
de toda elección pontificia era el patriarca de Venecia, que en aquel momento
tenía al frente a Albino Luciani: recordemos, en relación con ello, que Juan
XIII, el Pontífice inmediatamente anterior a Pablo VI, también era patriarca de
Venecia en el momento de convertirse en Papa. Y qué decir de Giovanni Colombo,
cardenal arzobispo de Milán, entonces la mayor archidiócesis del mundo. Sin
olvidar a Salvatore Pappalardo, un valiente cardenal arzobispo de Palermo que fue
de los pocos que se atrevieron a alzar la voz contra el creciente fenómeno
mafioso.
También había obispos no
italianos que destacaban por haber estado metidos de lleno en la renovación
conciliar. Era el caso de los prelados centroeuropeos, como el holandés
Johannes Willebrands o el belga Leon Jozef Suenens. Aunque si una figura
destacaba desde el punto de vista de su influencia en la renovación teológica,
ese era el cardenal arzobispo de Múnich y Freising, el bávaro Joseph Ratzinger,
que había sido elevado al cardenalato solo un año antes y que era conocido,
entre otras cosas, por su actuación como perito conciliar del cardenal Frings
(titular de la archidiócesis de Colonia) durante el Vaticano II.
La realidad era, en todo
caso, es que los italianos partían como claros favoritos: desde que en 1522-23
Adriano VI (nacido en la localidad holandesa de Utrecht) ocupara el solio
pontificio, todos los Papas, sin excepción alguna, habían sido italianos. Así
que, ¿por qué iba a romperse la tendencia en una institución tan tradicional
como la Iglesia católica? En ese sentido, los cardenales situados en las
principales diócesis del país (Milán, Venecia, Génova, Bolonia o Florencia)
eran los que partían como favoritos. Y dos nombres sonaban ya con particular
fuerza: Giuseppe Siri, arzobispo de Génova, y Giovanni Benelli, arzobispo de
Florencia y hasta poco antes sustituto de la Secretaría de Estado.
Luciani, el elegido
Finalmente, el elegido fue
un candidato aceptado por ambas partes: Albino Luciani, patriarca de Venecia.
Nacido en una pequeña localidad de la Italia septentrional (concretamente, en
Forno di Canale) el 17 de octubre de 1912, se había formado en la diócesis de
Belluno e Feltre (Veneto) donde, tras estudiar Teología, fue ordenado sacerdote
en julio de 1935. De allí se había trasladado a Roma, donde cursó estudios en
la Pontificia Universidad Gregoriana (como es sabido, cuna de Papas, cardenales
y obispos), y había realizado una tesis doctoral sobre Rosmini.
Tras completar su formación
teológica, Luciani retornó a su diócesis de origen, ejerciendo primero como
coadjutor en la parroquia de su localidad natal (la citada Forno di Canale),
para después trasladarse a la vecina Agordo, donde también impartiría clases de
Religión católica en el Instituto Técnico de Minerales Además, entre los años
1937 y 1947 sería vicedirector y profesor de Teología Dogmática, Moral, Derecho
Canónico y Arte Sagrado en el seminario de Belluno. Años, por otra parte, muy
duros para su país, embarcado en el Eje Berlín-Roma-Tokio durante la Segunda
Guerra Mundial, hasta que en abril de 1945 finalizó la contienda para el país
con la ejecución de Benito Mussolini y sus principales colaboradores.
Años también donde se
configuraría un nuevo sistema político, con el paso de una monarquía a una república
parlamentaria en el que el principal partido gobernante sería, hasta comienzos
de los años 90, la Democracia Cristiana (DC) fundada por el trentino Alcide de
Gasperi y continuada tiempo después por otros líderes como Amintore Fanfani o
Aldo Moro.
La carrera episcopal de
Luciani se había iniciado al recibir, en diciembre de 1958, el nombramiento
como obispo de Vittorio Veneto, diócesis sufragánea del patriarcado de Venecia.
Once años después sucedería al frente de Venecia a Giovanni Urbani (sucesor, a
su vez, de Angelo Roncalli), para después ser creado cardenal el 5 de marzo de
1973. En ese sentido, cuando Luciano fue elegido Pontífice, no puede decirse
que fuera un absoluto desconocedor de la Curia romana, ya que había sido
miembro de la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino,
aunque bien es cierto que se trataba de una congregación mucho menos importante
que otras como la dedicada a la doctrina de la fe, a los obispos o los
sacerdotes.
Así que, cuando el 3 de
septiembre de 1978 tomó posesión como nuevo Pontífice, contaba con casi 76 años
de edad. Para ese momento había decidido
tomar un nombre totalmente novedoso en la larga historia pontificia: el de Juan
Pablo I, dando a entender que quería seguir con la labor renovadora tanto de
Juan XXIII como de Pablo VI. Pero, lamentablemente, todo se truncó
demasiado pronto: el 28 de septiembre, 33 días después de su elección, fallecía
por causas naturales en su alojamiento pontificio.
El Papa de la sonrisa, como se
le había conocido desde el inicio, dejaba de nuevo sin guía la Iglesia
universal. Pero dejaba claro que la siguiente elección pontificia sería con
toda seguridad muy compleja: sin un claro candidato, y con tantos y tan buenos
cardenales papables, el colegio cardenalicio se encontraría de
nuevo ante el reto de elegir a la cabeza visible de la Iglesia católica
universal.
Pablo Martín de Santa
Olalla Saludes
Profesor de la Universidad Europea de Madrid
Profesor de la Universidad Europea de Madrid
Fuente: Alfa y Omega