La Iglesia ha recibido de Jesús su vocación profética. Los cristianos, por la unción del bautismo, somos sacerdotes, profetas y reyes
Una característica que
distingue al verdadero del falso profeta es que el primero experimenta siempre
el rechazo de su pueblo. Hay dos razones que explican este rechazo: ser
conocido por los suyos y anunciarles la verdad, que siempre es antipática por
exigente.
Los grandes profetas del
Antiguo Testamento sufrieron este destino y algunos lo consumaron con el
martirio. La vocación profética, que procede de la llamada directa de Dios,
como en el caso de Isaías, Jeremías y Ezequiel, les situaba ante su pueblo como
voceros de calamidades.
Dios les mandaba anunciar al
pueblo elegido pruebas y castigos a causa de sus pecados. El profeta no podía
callar. Si lo hacía, Dios se volvía contra él por su cobarde infidelidad. Pero
si proclamaba la palabra del Señor, el pueblo lo rechazaba y perseguía.
Los falsos profetas eran
bien acogidos. Halagaban los oídos del pueblo, se complacían en adular para
conseguir así el aplauso, la benevolencia de sus oyentes; y, naturalmente,
ocultaban los mensajes de Dios que ponían en peligro la acogida de su
auditorio. Se les ha descrito como perros mudos que no ladran ante el peligro
que se cernía sobre el pueblo de Dios.
Jesús, el gran profeta
anunciado para los últimos tiempos, conocía muy bien la historia de su pueblo y
de los grandes profetas. Ante la ciudad de Jerusalén, en vísperas de su pasión,
pronunció estas palabras premonitorias de su destino: «Jerusalén, Jerusalén,
que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían» (Lc 13,33). Su
destino se fraguó desde el principio, cuando, en Nazaret, donde se había
criado, los vecinos no daban crédito a su sabiduría y a sus milagros porque le
conocían desde pequeño y sabían los orígenes humildes de su familia. Jesús no
apareció con la aureola de lo extraordinario.
Sus conocidos se
escandalizaban precisamente de su humildad y sencillez. Por eso dice el
evangelio de este domingo que Jesús no pudo hacer allí ningún milagro porque
les faltaba fe. Además, su enseñanza era limpia y clara como la verdad, huía de
toda adulación y artificio, advertía del peligro del pecado y proponía con
mansedumbre y sinceridad el camino de la virtud. Hasta quienes le rechazaban
sabían que la sabiduría habitaba en él.
La Iglesia ha recibido de
Jesús su vocación profética. Los cristianos, por la unción del bautismo, somos
sacerdotes, profetas y reyes. Todos hemos sido enviados a proclamar la verdad
que salva. Nuestro servicio a la verdad está por encima del deseo innato de ser
acogidos y aplaudidos por la sociedad. Nos acecha el peligro de callar para no
ser rechazados, o presentar edulcorado el evangelio de Cristo. En torno a
quienes están constituidos en autoridad, crece la adulación y el elogio servil,
como decía santa Teresa de Lisieux: «¡Qué veneno de alabanzas se sirve
diariamente a quienes ostentan los primeros puestos! ¡Qué incienso tan
funesto!».
Es una manera sutil de
taparles la boca para que no digan «inconveniencias» que les reste prestigio.
También en la relación entre iguales puede darse la renuncia a la vocación
profética, cuando callamos ante los defectos ajenos o injusticias sociales, o
simplemente cuando percibimos que proclamar la verdad nos acarreará rechazo e
incomprensión.
Qué bien lo decía san
Agustín en sus Confesiones: «Al igual
que los amigos corrompen con sus adulaciones, los enemigos nos corrigen
apelando al insulto». El hombre sabio huye de toda adulación; el necio la busca
ansiosamente. Por eso, el destino de los falsos profetas, a la postre, era ser
tenidos por necios. Y san Pablo, que siguió el ejemplo de Cristo se alegraba
cuando era débil —maltratado, rechazado y perseguido— porque entonces era
fuerte y sabio.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia