¿Quieres ser más de Dios?
La Cuaresma me regala tres pilares para
vivir el camino de conversión al que se me llama.
Es una
oportunidad de vida que me da Dios para que se convierta mi corazón de una vez
por todas: “Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a
proclamar el Evangelio de Dios. Decía: – Se ha cumplido el plazo, está cerca el
reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio”.
Necesito convertirme para ser más de Dios, para estar más lleno de su gracia. Para
escuchar más su voz y seguir siempre sus pasos. Es el camino que deseo
emprender.
Cuesta
cambiar mi corazón y mi forma de mirar la vida. Deseo ser más libre del mundo
para vivir más apegado a su corazón de Padre.
1. El ayuno me
pide que renuncie. Y la renuncia duele. Siempre cuesta. Pero renuncio por amor.
No me quiero dejar llevar por mis sentidos. Quiero ser más dueño de lo que
quiero hacer y de lo que no quiero. Ser fiel a aquello que me propongo.
¿De qué
quiero ayunar en este tiempo? ¿A qué estoy dispuesto a renunciar por amor a
Dios? El ayuno que no se ve. Que no se nota.
Mi renuncia
abre la puerta del cielo. Se derraman las gracias. Digo que sí. Renuncio con
alegría, sin cara triste.
2. El segundo
pilar es la oración. Es una oportunidad que se me da para
crecer en mi mundo interior.
¿Por qué no
practico una nueva forma de oración? ¿Por qué no busco más el silencio y el
descanso en Dios? ¿Por qué no me dejo interpelar por la palabra de Dios
meditando el Evangelio?
Tiempos para
Dios. Tiempos de calidad en los que quiero escuchar sus más leves deseos.
Tiempo para ahondar y no dejar que la vida pase sin crecer. Necesito
más silencio, más profundidad.
El otro día
leía: “Cuando
estamos enamorados percibimos hasta el más mínimo gesto del ser amado. Lo mismo ocurre con la oración. Si
tenemos la costumbre de orar con frecuencia, podremos captar el significado de
los silencios de Dios. Hay señales que sólo los novios son capaces de
comprender. También el hombre en oración es el único que capta las señales
silenciosas del afecto que recibe de Dios”[1].
Cuando tengo costumbre de rezar es más
fácil percibir la presencia de Dios. Es lo que busco, vivir enamorado. Necesito más momentos a
los pies de Dios. Este tiempo es un tiempo de gracias. Se abre el cielo para
mí. Me dejo tiempo para estar a su lado.
3. El tercer
pilar es la limosna que me ayuda a ser más generoso
con mi vida, con mis bienes. El corazón tiende a retener todo en su egoísmo.
Busca la comodidad. El lujo. Las cosas buenas y valiosas. ¿No es verdad que
quiero poseer todo lo que deseo? Una tendencia del alma.
Por eso la
limosna me ayuda y me hace mirar al que no tiene. Despierta la misericordia en
mi corazón. Miro con amor al que no posee lo que desea. Y entrego lo que yo sí
poseo.
Necesito ser más generoso. Quiero ser más
pobre. Más
necesitado. Más menesteroso. ¡Cuántas cosas tengo que no necesito! ¡Cuántas
cosas deseo que no me hacen falta!
Miro al que busca y necesita a mi alrededor. Me fijo en el
indigente. No paso de largo ante el que me pide, ante el que no tiene. Me
detengo a su lado.
Quiero ser
más generoso. No quiero dar sólo de lo que me sobra. Porque eso no es auténtica
generosidad. Quiero dar lo que me hace falta a mí.
Quiero entregar lo que yo mismo necesito y uso.
Puedo dar mi tiempo, mi cariño, mi vida.
Puedo dar cosas materiales.
Puedo ayudar al que necesita ayuda, al que busca compañía. ¿Cómo voy a ejercer
mi generosidad estos días?
Son tres
pilares para vivir la Cuaresma. Tres ayudas concretas para centrarme en lo que
de verdad importa. Porque la vida es breve. Y las cuaresmas pasan. Y los años.
Y sigo tan lejos de ser totalmente de Cristo, de parecerme a Él.
Dios me da una
nueva oportunidad para crecer. Me recuerda que soy sólo ceniza,
barro, tierra. Me dice que mis años están contados. Me bendice al comenzar los
cuarenta días con su cruz de ceniza para que no confíe sólo en mis fuerzas
humanas, en mis capacidades.
Quiere que
ponga mi corazón en el suyo. Que me inscriba en la herida de su costado. Que
descanse en sus manos llagadas y abiertas. Y camine sobre sus pies descalzos
confiando. Quiere que me desprenda del peso que hoy me abruma.
Una persona
decía el otro día: “Salgo del retiro con mucho menos peso en
el alma”. Me conmovió. Yo también tengo un peso en el alma.
Mis deseos, mis planes, mis miedos, mis cadenas, mis esclavitudes, mis
dependencias, mis afectos desordenados. Mis pocas horas de oración, mi apego a
tantas cosas.
Por eso me da
miedo la Cuaresma que me dice que la renuncia me hace bien, que me hará más
libre y ligero. Que si digo que no a lo que deseo puedo crecer y ser más de
Dios. Que si soy generoso nunca me va a faltar de nada. Que si entrego la vida
no voy a tener que preocuparme tanto de conservarla.
Pero me da
miedo sufrir. Y cargar la cruz junto a su madero cuando sé bien
dónde acaba el viacrucis. Y me da miedo que me quiten mis seguridades, mis
tesoros, en los que me refugio como un niño consentido.
Y me asusta
perder todo lo que creo me hace feliz. Aunque no sea cierto. A lo mejor no es
así. Y puedo ser mucho más feliz si soy libre y camino más
ligero por los caminos de Dios siguiendo sus huellas. No
lo sé.
Miro la
Cuaresma con una mezcla de sentimientos. Miedo. Pereza. Tristeza. Esperanza.
Alegría. Nostalgia.
Cuarenta días
más para cambiar de vida. Para ser más de Dios. Más humano. Más santo. Me pongo
manos a la obra. O mejor. Pongo mis manos en sus manos y mi corazón en el suyo.
Soy de Dios. En eso
consiste la Cuaresma. Al menos eso creo.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia