Es
importante que, a la vez que combate la ideología de género, la Iglesia escuche
a las personas homosexuales
Toca
pasar de las palabras a los hechos. De los pronunciamientos episcopales a las respuestas
concretas.
La
ideología de género ya está aquí, a través de diversas leyes autonómicas, sin
que siquiera buena parte de la sociedad –tampoco muchos católicos– sepan muy
bien todavía en qué consiste ni por qué supone una amenaza.
Es
tiempo de hacer pedagogía y armar respuestas concretas en ámbitos como la
escuela o la atención sanitaria, donde una ideología que se impone a golpe de
ley quiere sustituir a la buena praxis profesional e incluso al sentido común
más elemental.
¿Hasta
qué punto puede un centro educativo abordar materias de sexualidad muy
sensibles para los padres sin conocimiento ni aprobación de estos, y desde
postulados que nada tienen de científicos? ¿Es lícito que una comunidad
autónoma –la andaluza– le prescriba al médico o al psicólogo al detalle cómo
actuar en casos de conflicto de identidad sexual, alentando, por ejemplo, a
ayudar al paciente a asumir una homosexualidad, pero proscribiendo –incluso con
fuertes multas– tratamientos razonables en sentido inverso, aun cuando sea el paciente
quien lo pida?
Nunca
está de más el énfasis habitual en que este rechazo a la ideología de género no
va contra los homosexuales. La defensa de la dignidad de las personas y la
lucha contra toda discriminación injusta son principios innegociables la
Iglesia. Y ahí es evidente que queda mucho por avanzar. De hecho, las leyes de
ideología de género se explican como reacción a agravios intolerables en el
pasado y en el presente. Otra cosa es que se pasen de frenada.
Por
eso es importante que, a la vez que combate la ideología de género, la Iglesia
escuche a las personas homosexuales. No hace falta irse muy lejos a buscarlas,
aunque sí es mucho el camino que queda andar con ellas para superar
incomprensiones y sanar viejas heridas. Sin miedo a hacer examen de conciencia
y a abordar cualquier asunto de frente.
Desde
una doctrina que no cambia pero que –como insiste el Papa– no está hecha para
ser arrojada como piedras contra nadie. Porque el bien de la persona está por
encima, algo que, de forma escandalosa, han perdido de vista las leyes de
género, como sucede cada vez que una ideología intenta imponerse a golpe de
ley.
Fuente:
Alfa y Omega