COMENTARIO AL EVANGELIO DE NUESTRO OBISPO D. CÉSAR: «TRANSFIGURACIÓN»

Lo que vieron los tres apóstoles predilectos en la cima del Tabor es una experiencia única que pertenece ciertamente al mundo de Dios, pero que tuvo lugar en la carne de Jesús, que compartió con nosotros al encarnarse

En un mundo tan hedonista como el nuestro, todo dolor o sufrimiento es considerado un sinsentido. Huimos de todo lo que pueda producir malestar o aproximarnos a la experiencia del padecer. Nos parece que nada humano puede aportar el sufrimiento cuando sucede inesperadamente en nuestra vida.

Conocemos, sin embargo, experiencias que demuestran lo contrario. Personas que, ante el dolor, han sacado lo mejor de sí mismos, se han recreado en cierta medida y han superado lo que Scheler denominaba «frivolidad metafísica» dirigiendo todas sus energías para afrontar la prueba del dolor, la enfermedad y la muerte. Entendemos a Dostoyeski cuando decía que sólo tenía miedo a no ser digno de sus padecimientos. 

Cuando Jesús comunica a sus apóstoles que sube a Jerusalén para morir, desata en el grupo de los Doce, y sobre todo en Pedro, una tormenta de repulsa y rechazo a la cruz. Hasta el punto de que Jesús llama a Pedro “Satanás” porque intenta apartarle de su camino. Un Mesías sufriente era, para la mentalidad judía, un sinsentido. Por eso, el mayor escándalo del cristianismo es la cruz, que, aunque nos cueste, forma parte de la vida como dice Jesús al invitarnos a cargar con ella.

Mucho se ha utilizado la célebre frase de G. Büchner de que el dolor es la «roca del ateísmo», es decir, la más firme objeción contra la fe en Dios y la creación. Cuesta entender cómo se compagina la fe en un Dios bueno y compasivo con el hecho del sufrimiento que nos constituye por el simple hecho de ser criaturas. Pero una cosa es clara: Jesús, el Hijo de Dios, se introdujo en la vida de los hombres asumiendo el sufrimiento como parte integrante de su misión.

No elaboró teorías filosóficas para refutar los argumentos que denigran el valor del sufrimiento, sino que él mismo cargó con el dolor de la humanidad para revelarnos el misterio que encierra. Y lo que Dios no permitió que hiciera Abrahán con su único hijo Isaac en el monte Moria, se consumó en el Gólgota mediante la entrega de Cristo en la cruz.

Jesús no quiso, sin embargo, que sus apóstoles permanecieran ignorantes de que el sufrimiento tiene sentido. No permitió que le vieran en la agonía del huerto de los Olivos sudando sangre o en la cruz manifestando su dramática soledad ante el Padre. Por eso, según proclama el evangelio de este domingo, se transfiguró en el Tabor revelando la gloria que contenía su humanidad, y por un momento les dio a entender que el sufrimiento, del que había hablado previamente, sólo era un trance necesario para llegar a la gloria. Con esta pedagogía les preparó para asumir la paradoja de la cruz.

Lo que vieron los tres apóstoles predilectos en la cima del Tabor es más que una explicación filosófica, que siempre puede refutarse con argumentos contrarios. Es una experiencia única que pertenece ciertamente al mundo de Dios, pero que tuvo lugar en la carne de Jesús, que compartió con nosotros al encarnarse. Al contemplar a Jesús transfigurado, que anuncia con este hecho su resurrección, aumenta en nosotros la certeza de que también nuestro sufrimiento dará paso a la gloria. Esto no es un consuelo para desesperados.

Es la clave que nos ayuda a llevar la cruz de cada día y la luz que ilumina nuestro camino en la noche. Podemos decir que la fe nos transfigura y nos permite aceptar el sufrimiento desde una perspectiva nueva, esperanzada y llena de sentido. Es la perspectiva del destino último del hombre que le permite transfigurar la noche en día, la prueba en ocasión de vivir más allá de lo que nos atemoriza, y el miedo a sufrir en la confianza de que el Hijo de Dios ha asumido lo que nosotros solos no podríamos entender sin la luz de su rostro trasfigurado.

+ César Franco
Obispo de Segovia.

Fuente: Diócesis de Segovia