Homilía de Francisco en el
Aeródromo de Maquehue
“Nos
necesitamos desde nuestras diferencias para que esta tierra siga siendo bella.
Es la única arma que tenemos contra la «deforestación» de la esperanza. Por eso
pedimos: Señor, haznos artesanos de unidad”.
Son
palabras del Papa Francisco en la homilía que ha ofrecido a las 150.000
personas que han participado en la “Misa por el progreso de los pueblos”,
celebrada en el Aeródromo de Maquehue, en Temuco, capital de La Araucanía (sur
de Chile), en la mañana de este miércoles 17 de enero de 201
Homilía del Papa Francisco
«Mari,
Mari» (Buenos días)
«Küme tünngün ta niemün» (La paz esté con ustedes) (Lc 24,36).
«Küme tünngün ta niemün» (La paz esté con ustedes) (Lc 24,36).
Doy
gracias a Dios por permitirme visitar esta linda parte de nuestro continente,
la Araucanía: Tierra bendecida por el Creador con la fertilidad de inmensos
campos verdes, con bosques cuajados de imponentes araucarias —el quinto elogio
realizado por Gabriela Mistral a esta tierra chilena—[1] sus majestuosos
volcanes nevados, sus lagos y ríos llenos de vida. Este paisaje nos eleva a Dios
y es fácil ver su mano en cada criatura. Multitud de generaciones de hombres y
mujeres han amado y aman este suelo con celosa gratitud. Y quiero detenerme y
saludar de manera especial a los miembros del pueblo Mapuche, así como también
a los demás pueblos originarios que viven en estas tierras australes: rapanui
(Isla de Pascua), aymara, quechua y atacameños, y tantos otros.
Esta
tierra, si la miramos con ojos de turistas, nos dejará extasiados, pero luego
seguiremos nuestro rumbo sin más; pero si nos acercamos a su suelo, lo
escucharemos cantar: «Arauco tiene una pena que no la puedo callar, son
injusticias de siglos que todos ven aplicar»[2]
En
este contexto de acción de gracias por esta tierra y por su gente, pero también
de pena y dolor, celebramos la Eucaristía. Y lo hacemos en este aeródromo de
Maquehue, en el cual tuvieron lugar graves violaciones de derechos humanos.
Esta celebración la ofrecemos por todos los que sufrieron y murieron, y por los
que cada día llevan sobre sus espaldas el peso de tantas injusticias. La
entrega de Jesús en la cruz carga con todo el pecado y el dolor de nuestros
pueblos, un dolor para ser redimido.
En
el Evangelio que hemos escuchado, Jesús ruega al Padre para que «todos sean
uno» (Jn 17, 21). En una hora crucial de su vida se detiene a pedir por la
unidad. Su corazón sabe que una de las peores amenazas que golpea y golpeará a
los suyos y a la humanidad toda será la división y el enfrentamiento, el
avasallamiento de unos sobre otros. ¡Cuántas lágrimas derramadas! Hoy nos
queremos agarrar a esta oración de Jesús, queremos entrar con Él en este huerto
de dolor, también con nuestros dolores, para pedirle al Padre con Jesús: que
también nosotros seamos uno; no permitas que nos gane el enfrentamiento ni la división.
Esta
unidad clamada por Jesús es un don que hay que pedir con insistencia por el
bien de nuestra tierra y de sus hijos. Y es necesario estar atentos a posibles
tentaciones que pueden aparecer y «contaminar desde la raíz» este don que Dios
nos quiere regalar y con el que nos invita a ser auténticos protagonistas de la
historia.
1. Los falsos sinónimos
Una
de las principales tentaciones a enfrentar es confundir unidad con uniformidad.
Jesús no le pide a su Padre que todos sean iguales, idénticos; ya que la unidad
no nace ni nacerá de neutralizar o silenciar las diferencias. La unidad no es
un simulacro ni de integración forzada ni de marginación armonizadora. La
riqueza de una tierra nace precisamente de que cada parte se anime a compartir
su sabiduría con los demás. No es ni será una uniformidad asfixiante que nace
normalmente del predominio y la fuerza del más fuerte, ni tampoco una
separación que no reconozca la bondad de los demás. La unidad pedida y ofrecida
por Jesús reconoce lo que cada pueblo, cada cultura está invitada a aportar en
esta bendita tierra. La unidad es una diversidad reconciliada porque no tolera
que en su nombre se legitimen las injusticias personales o comunitarias.
Necesitamos
de la riqueza que cada pueblo tenga para aportar, y dejar de lado la lógica de
creer que existen culturas superiores o inferiores. Un bello «chamal» requiere
de tejedores que sepan el arte de armonizar los diferentes materiales y
colores; que sepan darle tiempo a cada cosa y a cada etapa. Se podrá imitar industrialmente,
pero todos reconoceremos que es una prenda sintéticamente compactada. El arte
de la unidad necesita y reclama auténticos artesanos que sepan armonizar las
diferencias en los «talleres» de los poblados, de los caminos, de las plazas y
paisajes. No es un arte de escritorio, ni tan solo de documentos, es un arte de
la escucha y del reconocimiento. En eso radica su belleza y también su
resistencia al paso del tiempo y de las inclemencias que tendrá que enfrentar.
La
unidad que nuestros pueblos necesitan reclama que nos escuchemos, pero
principalmente que nos reconozcamos, que no significa tan sólo «recibir
información sobre los demás… sino de recoger lo que el Espíritu ha sembrado en
ellos como un don también para nosotros»[3] Esto nos introduce en el camino de
la solidaridad como forma de tejer la unidad, como forma de construir la
historia; esa solidaridad que nos lleva a decir: nos necesitamos desde nuestras
diferencias para que esta tierra siga siendo bella. Es la única arma que
tenemos contra la «deforestación» de la esperanza. Por eso pedimos: Señor,
haznos artesanos de unidad. (Aplauso)
Otra
tentación puede venir en la consideración de cuales son las armas de la unidad.
2. Las armas de la unidad
La
unidad, si quiere construirse desde el reconocimiento y la solidaridad, no
puede aceptar cualquier medio para lograr este fin. Existen dos formas de
violencia que más que impulsar los procesos de unidad y reconciliación terminan
amenazándolos. En primer lugar, debemos estar atentos a la elaboración de
«bellos» acuerdos que nunca llegan a concretarse. Bonitas palabras, planes
acabados, sí —y necesarios—, pero que al no volverse concretos terminan
«borrando con el codo, lo escrito con la mano». Esto también es violencia,
porque frustra la esperanza (Aplauso)
En
segundo lugar, es imprescindible defender que una cultura del reconocimiento
mutuo no puede construirse en base a la violencia y destrucción que termina
cobrándose vidas humanas. No se puede pedir reconocimiento aniquilando al otro,
porque esto lo único que despierta es mayor violencia y división. La violencia
llama a la violencia, la destrucción aumenta la fractura y separación. La
violencia termina volviendo mentirosa la causa más justa. Por eso decimos «no a
la violencia que destruye», en ninguna de sus dos formas.
Estas
actitudes son como lava de volcán que todo arrasa, todo quema, dejando a su
paso sólo esterilidad y desolación. Busquemos, en cambio, el camino de la no
violencia activa, «como un estilo de política para la paz»[4] Busquemos, en
cambio, y no nos cansemos de buscar el diálogo para la unidad. Por eso decimos
con fuerza: Señor, haznos artesanos de unidad.
Todos
nosotros que, en cierta medida, somos pueblo de la tierra (Gn 2, 7) estamos
llamados al Buen vivir (Küme Mongen) como nos los recuerda la sabiduría
ancestral del pueblo Mapuche. ¡Cuánto camino a recorrer, cuánto camino para
aprender! Küme Mongen, un anhelo hondo que brota no sólo de nuestros corazones,
sino que resuena como un grito, como un canto en toda la creación. Por eso,
hermanos, por los hijos de esta tierra, por los hijos de sus hijos digamos con
Jesús al Padre: que también nosotros seamos uno; Señor, haznos artesanos de
unidad. (Aplausos)
———–
[1]
Gabriela Mistral, Elogios de la tierra de Chile.
[2] Violeta Parra, Arauco tiene una pena.
[3] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 246.
[4] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2017.
[2] Violeta Parra, Arauco tiene una pena.
[3] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 246.
[4] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2017.
©
Librería Editorial Vaticano
Fuente:
Zenit