Homilía del Papa Francisco
en la fiesta litúrgica de la Bienaventurada Virgen María de Guadalupe,
celebrado la tarde de este martes 12 de diciembre, en la Basílica de San Pedro,
en el Vaticano
Texto de la homilía:
El
Evangelio que acaba de ser proclamado es el prefacio de dos grandes cánticos:
el cántico de María conocido como el «Magníficat» y el cántico de Zacarías, el
«Benedictus», y me gusta llamarlo «el cántico de Isabel o de la fecundidad».
Miles de cristianos a lo largo y ancho de todo el mundo comienzan el día
cantando: «Bendito sea el Señor» y terminan la jornada «proclamando su grandeza
porque ha mirado con bondad la pequeñez de los suyos». De esta forma, los
creyentes de diversos pueblos, día a día, buscan hacer memoria; recordar que de
generación en generación la misericordia de Dios se extiende sobre todo el
pueblo como lo había prometido a nuestros padres. Y en este contexto de memoria
agradecida brota el canto de Isabel en forma de pregunta: «¿Quién soy yo para
que la madre de mi Señor venga a visitarme?». A Isabel, la mujer marcada por el
signo de la esterilidad, la encontramos cantando bajo el signo de la fecundidad
y del asombro.
Quisiera
subrayar estos dos aspectos. Isabel, la mujer bajo el signo de la esterilidad y
bajo el signo de la fecundidad.
Isabel
la mujer estéril, con todo lo que esto implicaba para la mentalidad religiosa
de su época, que consideraba la esterilidad como un castigo divino fruto del
propio pecado o el del esposo. Un signo de vergüenza llevado en la propia carne
o por considerarse culpable de un pecado que no cometió o por sentirse poca
cosa al no estar a la altura de lo que se esperaba de ella. Imaginemos, por un
instante, las miradas de sus familiares, de sus vecinos, de sí misma…
esterilidad que cala hondo y termina paralizando toda la vida. Esterilidad que
puede tomar muchos nombres y formas cada vez que una persona siente en su carne
la vergüenza al verse estigmatizada o sentirse poca cosa.
Así
podemos vislumbrarlo en el indiecito Juan Diego cuando le dice a María «yo en
verdad no valgo nada, soy mecapal, soy cacaxtle, soy cola, soy ala, sometido a
hombros y a cargo ajeno, no es mi paradero ni mi paso allá donde te dignas
enviarme» [1]. Así también este sentimiento puede estar —como bien nos
hacían ver los obispos Latinoamericanos— en nuestras comunidades «indígenas y
afroamericanas, que, en muchas ocasiones, no son tratadas con dignidad e
igualdad de condiciones; o en muchas mujeres, que son excluidas en razón de su
sexo, raza o situación socioeconómica; jóvenes, que reciben una educación de
baja calidad y no tienen oportunidades de progresar en sus estudios ni de
entrar en el mercado del trabajo para desarrollarse y constituir una familia;
muchos pobres, desempleados, migrantes, desplazados, campesinos sin tierra,
quienes buscan sobrevivir en la economía informal; niños y niñas sometidos a la
prostitución infantil, ligada muchas veces al turismo sexual»[2].
Y
junto a Isabel, la mujer estéril, contemplamos a Isabel la mujer
fecunda-asombrada. Es ella la primera en reconocer y bendecir a María. Es ella
la que en la vejez experimentó en su propia vida, en su carne, el cumplimiento
de la promesa hecha por Dios. La que no podía tener hijos llevó en su seno al
precursor de la salvación. En ella, entendemos que el sueño de Dios no es ni
será la esterilidad ni estigmatizar o llenar de vergüenza a sus hijos, sino
hacer brotar en ellos y de ellos un canto de bendición. De igual manera lo
vemos en Juan Diego. Fue precisamente él, y no otro, quien lleva en su tilma la
imagen de la Virgen: la Virgen de piel morena y rostro mestizo, sostenida por
un ángel con alas de quetzal, pelícano y guacamayo; la madre capaz de tomar los
rasgos de sus hijos para hacerlos sentir parte de su bendición.
Queridos
hermanos, en medio de esta dialéctica de fecundidad–esterilidad miremos la
riqueza y la diversidad cultural de nuestros pueblos de América Latina y el
Caribe, ella es signo de la gran riqueza que somos invitados no sólo a cultivar
sino, especialmente en nuestro tiempo, a defender valientemente de todo intento
homogeneizador que termina imponiendo —bajo slogans atrayentes— una única
manera de pensar, de ser, de sentir, de vivir, que termina haciendo inválido o
estéril todo lo heredado de nuestros mayores; que termina haciendo sentir,
especialmente a nuestros jóvenes, poca cosa por pertenecer a tal o cual
cultura. En definitiva, nuestra fecundidad nos exige defender a nuestros
pueblos de una colonización ideológica que cancela lo más rico de ellos, sean
indígenas, afroamericanos, mestizos, campesinos, o suburbanos.
La
Madre de Dios es figura de la Iglesia (Lumen Gentium, 63) y de ella queremos
aprender a ser Iglesia con rostro mestizo, con rostro indígena, afroamericano,
rostro campesino, rostro cola, ala, cacaxtle. Rostro pobre, de desempleado, de
niño y niña, anciano y joven para que nadie se sienta estéril ni infecundo,
para que nadie se sienta avergonzado o poca cosa. Sino, al contrario, para que
cada uno al igual que Isabel y Juan Diego pueda sentirse portador de una
promesa, de una esperanza y pueda decir desde sus entrañas: «¡Abba!, es decir,
¡Padre!» (Gal 4, 6) desde el misterio de esa filiación que, sin cancelar los
rasgos de cada uno, nos universaliza constituyéndonos pueblo.
Hermanos,
en este clima de memoria agradecida por nuestro ser latinoamericanos, cantemos
en nuestro corazón el cántico de Isabel, el canto de la fecundidad, y digámoslo
junto a nuestros pueblos que no se cansan de repetirlo: Bendita eres entre
todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
[1]
Nican Mopohua, 55.
[2]
Cf. Aparecida, 65.
Renato Martínez
Radio Vaticano