Isabel Guerra ofrece en una
nueva exposición el camino de su vida en las artes visuales. Hablamos con ella
del sosiego, la paz, la trascendencia que transmite su obra
Isabel
Guerra ha vuelto a Madrid después de aquella exitosa exposición que acogió la
Casa de Vacas, que disfrutaron más de 50.000 personas.
En concreto, a Pozuelo
de Alarcón, donde acude al encuentro de los visitantes con una muestra más
modesta pero no menos relevante, en la que se puede contemplar de una manera
minuciosa su evolución como artista desde su niñez y su debut en las galerías
madrileñas, a sus diferentes etapas dentro del monasterio cisterciense de Santa
Lucía en Zaragoza, hasta la más reciente, en la que pone en valor las técnicas
más vanguardistas con la pintura digital.
En
la muestra de Pozuelo, que estará abierta al público hasta el 10 de diciembre
con el título Isabel Guerra al encuentro de la luz, la monja pintora
parece proponer un recorrido por su vida artística, que también es la historia
de su vocación religiosa. Siempre ha vivido ambas dimensiones, la artística y
la religiosa, como una unidad.
No
se imagina de otra manera. Todo con tan solo 12 años. “Siempre estaba
dibujando, lo que más me gustaba eran los lápices y los papeles. Con esa edad
me hablaron de regalarme una caja de óleos. No sabía lo que era pero acepté.
Cuando la recibí sentí algo especial, como si me estuviera diciendo que iba a
ser mi vida. Al día siguiente, la abrí, cogí una tablilla que tenía por casa,
salí al balcón y empecé a pintar. Y ahí está ese cuadrito. Desde entonces no he
hecho otra cosa que pintar. Y la vocación religiosa llegó al mismo tiempo”,
explica en conversación con Alfa y Omega.
Luego
llegaron las exposiciones en importantes galerías madrileñas donde Isabel se va
haciendo un nombre. Son tiempos para ella de experimentación, donde busca
aprender el oficio de pintar… Reconoce que en aquella época le encantaba
plasmar niños en la playa, muy en línea con Sorolla.
Luego
la vocación religiosa marcaría su devenir artístico. De hecho, ella considera
que son dos vocaciones en una, “porque tienen similitudes muy profundas”. Y
añade: “El arte encaja perfectamente en la vida monástica. Es más, en nuestra
regla, la de san Benito, hay un capítulo dedicado en exclusiva a los artistas
del monasterio. No es tan extraño, lo que sucede es que en muchas ocasiones se
ha confundido la vida monástica con la de clausura y no es el mismo concepto ni
la misma vida”.
El
arte es para Isabel el labora de la máxima benedictina: “El trabajo
es fundamental en nuestra vida, como también la oración litúrgica, la alabanza.
Son la base de la vida monástica. De hecho, el trabajo tiene tanta importancia
como la oración. Porque si para un cristiano, y sobre todo para un consagrado,
el trabajo no es oración, no es nada. Dios nos ha hecho para el trabajo, para
esforzarnos por hacer un mundo mejor para todos y entre todos”.
La
vida monástica le hizo descubrir esa luz y espiritualidad que es muy difícil
encontrar fuera. Le ayudó mucho su monasterio que, aunque de construcción
reciente, respeta la distribución de un monasterio tradicional. Los cambios de
luz que allí se producen, el clima especial y los contraluces se pueden
contemplar también en su obra. Obras que llevan al silencio, al recogimiento, a
la contemplación.
Sus
hermanas de comunidad incluso comparan su primera etapa en el monasterio con
las obras de Veermer, por la luz y la cotidianidad reflejada, pero ella se
justifica: “No es que estuviera copiando, sino que la realidad que pintaba es
la que veía”. Luego abandonaría los atuendos costumbristas y las figuras
adultas por jóvenes.
La
luz se hace en esta etapa, como en las demás, fundamental, ya que, según dice,
no es otra que “la luz que nos viene de lo Alto, esa luz que los
cristianos anhelamos ver algún día”.
Una
luz que nos lleva a los bienes trascendentales del bien, la verdad y la
belleza. Y pretende aportar sosiego, paz y esperanza a los hombres de hoy.
Critica Isabel que en las artes plásticas de la actualidad solo se quiera
mostrar el horror del mundo, que lleva a la cultura de lo feo, en vez de
proponer luz, esperanza y trascendencia.
De
hecho, los artistas que optan por esta segunda opción no suelen obtener
oportunidades. Pero ella se rebela, porque ve el anhelo en los que ven su obra:
“Es posible la belleza, porque si no llevamos esperanza, que existe algo que va
más allá de nuestras mediocridades y desastres; si no fuese así, nada tendría
sentido. Por eso, cuando un visitante ve una obra que no espera, que no es
habitual, les gusta y reconoce esa paz y belleza que, en realidad, está
necesitando”.
Su
obra más reciente está marcada por su incursión en la pintura digital, tan
extendida por el mundo como desconocida en España. Se puede ver claramente en
esta exposición. “Es una herramienta más al servicio de los artistas, con unas
posibilidades concretas, pero no hay que olvidar que la persona que está detrás
es la misma, utilice óleos y un lienzo o una pantalla de ordenador”, apunta.
Explica
este desfase en España por la crisis que vive el sector tras la desaparición de
la mayor parte de las galerías, donde se daba oportunidad de exponer a los
nuevos talentos, que, según dice, hoy se tienen que buscar la vida en países
como China, Corea del Sur, Rusia o Japón, donde la pintura española es muy
apreciada.
También
ve con preocupación, por lo que puede observar en visita a sus exposiciones u
otras, la escasa formación e interés en el arte que tienen los jóvenes
españoles que, en su opinión, debería cultivarse en familia, al igual que la
lectura.
Para
la Iglesia también tiene un mensaje inequívoco: que no se limite a una
conservación del patrimonio, apoye a los creadores y encargue o subvencione a
artistas para que hagan obras de nuestro tiempo y para el tiempo futuro.
“Hablamos
mucho de que la máxima de que belleza salvará al mundo, pero no la cumplimos.
Pensamos que con lo que hay es suficiente, y a lo mejor gastamos fortunones en
conservar piezas muy mediocres que hay en los palacios arzobispales en vez de
apostar por nuevas creaciones. Y eso que yo no me puedo quejar, porque desde la
Iglesia en España siempre se ha solicitado mi trabajo, que yo he hecho de una
forma muy gratuita. Tener preocupación por las artes es seguir aportando y
aumentando el patrimonio de la Iglesia”, concluye.
Por Fran Otero
Fuente: Alfa y Omega