Cuál es la respuesta correcta de un
cristiano al odio, a la hostilidad y a la persecución por la fe?

¿Cómo
hemos de responder al odio, a la hostilidad y a la persecución cuando está
dirigida a nosotros?
Soportar
un odio injusto es algo que Dios pide: “Amad a vuestros enemigos y orad por los
que os persiguen” (Mt
5, 44). Cuando devolvemos bien por mal seguimos el ejemplo de Cristo (1 pe 2,
20-23).
Y
ante la persecución a causa de la fe el cristiano debe defenderse, no debe
dejarse matar; es moral y es prudente que el cristiano salvaguarde su vida: “Cuando os persigan en una ciudad, huid
a otra, y si también en ésta os persiguen, marchaos a otra” (Mt 10, 23).
Esta
es la prudencia, la capacidad de valorar situaciones concretas, sabiendo que
contra el mal el cristiano siempre está en desventaja. Si no se huye, el mal
vence.
Es lo
mismo que hizo Jesús: “Querían de nuevo prenderle, pero se les escapó de las
manos” (Jn 10, 39). “Todos en la sinagoga se indignaron al escuchar estas
palabras…y lo llevaron hacia un barranco del cerro… con la intención de
arrojarlo desde allí. Pero Jesús pasó por medio de ellos y siguió su camino”
(Lc 4, 28-30).
“La
lucha es, con frecuencia, una necesidad moral, un deber. Manifiesta la fuerza
del carácter, puede hacer florecer un heroísmo auténtico. ‘La vida del hombre
en esta tierra es un combate’, dice el Libro de Job; el hombre tiene que enfrentarse con el
mal y luchar por el Bien todos los días.
El
verdadero bien moral no es fácil, hay que conquistarlo sin cesar, en uno mismo,
en los demás, en la vida social e internacional (Cfr. André Frossard, No tengáis miedo. Diálogo con Juan Pablo
II, Plaza y Janes, Barcelona 1982, 220).
“No a
la inmoralidad de la guerra de agresión, no al armamentismo provocador y
amenazante, no a la monstruosa crueldad de las armas modernas, pero tampoco la
tibieza, la pusilanimidad y la paz a todo precio. Siempre será moralmente lícito o incluso,
en algunas circunstancias concretas, obligatorio, rechazar con la fuerza al
agresor. Un pueblo amenazado y víctima de una injusta agresión,
si quiere pensar y obrar cristianamente, no puede permanecer en una
indiferencia pasiva y si no quiere dejar las manos libres a los criminales
internacionales, no le queda otro remedio que prepararse para el día en que
tendrá que defenderse” (Mensaje de Navidad de Pío XII, 1945).
El
luchar cuando hay que hacerlo, no solo es un derecho en el cristiano sino, en
algunos casos, un deber.
Martirio
en griego quiere decir testimonio. Sin
ocultar su identidad, sin negar a Cristo ni su pertenencia a la Iglesia, el
cristiano debe dar testimonio y luchar, sin odios ni espíritu de venganza y
hasta donde sea humanamente posible, por protegerse y defender su fe y su vida
porque así se ama a Dios su autor.
El
defender la vida, incluso para seguir testimoniando a Jesús, no es cobardía, es
para hablar de Dios y seguir haciéndolo.
Bien
lo dijo Jesús: “Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que
persevere hasta el final, ése se salvará” (Mt 10, 22). Hay que perseverar hasta el final, sea
cual fuere este final.
Cobardía
y pecado es negar a Cristo sólo para evitar la persecución. El cobarde es quien se ama a sí mismo y
“el que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este
mundo se guardará para la vida eterna” (Jn 12, 25).
La
persecución es sinónimo de entrega coherente o de fidelidad sin reservas a
Jesús; por esto quien es perseguido es bienaventurado: “Dichosos vosotros cuando os insulten y
os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y
contentos porque vuestra recompensa será grande en el cielo” (Mt 5,11-12).
El
mártir no busca su propio interés, su propio bienestar, la propia supervivencia
como valores más grandes que la fidelidad al Evangelio de la vida. Es más, en
medio de la debilidad, los mártires opusieron firme resistencia al mal.
Jesucristo
vino a destruir la muerte y a traer vida y a traerla en abundancia (Jn 10). Y
Él lucha y luchará para que nadie nos arrebate esta vida eterna. Y esta vida
eterna traída por Jesús implica salvar nuestro cuerpo y nuestra alma, es decir,
nuestro ser integral.
Es
por esto que incluso no se le puede quitar a nadie la vida anteponiendo este
valor a cualquier otro valor.
Fuente: Aleteia