La oración es amistad con
Dios y a un amigo no se lo puede valorar por su utilidad
Muchas
veces escuchamos a personas que nos dicen: “Voy a rezar así me cargo las
baterías”, o “necesito hacer adoración para obtener paz y tranquilidad”.
Podemos escuchar muchas afirmaciones sinceras sobre la utilidad de la oración:
“Para obtener lo que necesitamos”, “porque la oración nos hace crecer
espiritualmente”, “porque la oración trae paz”, “porque es fuente de fortaleza
y ayuda a superar dificultades”, etc. Pero ¿es útil la oración? ¿Es una
actividad para lograr beneficios psicológicos?
Estas
motivaciones que mencionamos son razones válidas para orar, pero el riesgo es
quedarse en la mera utilidad, en la superficie. Porque todas estas razones para
orar no aciertan con la realidad más profunda de la oración, no responden a las
verdaderas razones del encuentro con Dios. Vivir en la lógica de la utilidad
nos hace perder de vista el valor de la gratuidad.
Orar
es un diálogo de amor entre el ser humano y Dios, no una forma de manipular y
por ello no debería medirse en términos de su “utilidad”. El centro de la
oración es la realización del amor de Dios en nosotros y nuestra respuesta a su
amor en una entrega total. El acto de adoración es un acto de amor, de entrega
total que no busca más que donarse al otro.
¿Una pérdida de tiempo?
Estamos
demasiado acostumbrados a que todo tiene servir para algo, a que incluso los
momentos de gratuidad deberían producir resultados, y esto nos trae una cierta
ceguera espiritual para comprender las raíces más profundas de la vida de
oración.
San
Juan de la Cruz define su ideal de vida como “vivir en una atenta y amorosa
expectación”, porque orar es esperar, es ser receptivo. La adoración no es un
medio para alcanzar algo, sino que es estar ante la meta: Dios mismo.
Muchas
veces tenemos razones de utilidad para acercarnos a la oración y cuando estas
intenciones no se ven satisfechas, se puede pensar que la oración no es
escuchada o que se considere una pérdida de tiempo, porque no se encuentran
satisfacciones inmediatas.
Justamente
es una pérdida de tiempo por amor, una entrega desinteresada: “Quién pierda su
vida por mí la encontrará”. El jesuita holandés Piet Van Breemen escribe al
respecto: “Quien consuma su tiempo por Dios verá que ese tiempo precisamente
será el más valioso. Pero tengo que consumirlo realmente por él y resistir toda
tentación de querer hacerlo productivo”.
Claramente
esto no quiere decir que no haya frutos espirituales en la vida de oración,
sino que expresa la necesidad de purificar toda intención utilitaria. La
oración es amistad con Dios y a un amigo no se lo puede valorar por su
utilidad, ni se va a visitarlo por los beneficios que comporta, aunque en su
presencia nos sintamos más felices. Vivir en presencia de Dios nos llena de
paz, pero si voy a buscar la paz en Dios, ya lo puse en segundo lugar, lo volví
útil y secundario.
Vivir en la verdad
La
oración no debería ser una parte de nuestro día, o una parte de nuestra vida,
ni un intento de exigirle algo a Dios como si la oración le diera algún
beneficio. El filósofo judío Martin Buber lo describe así: “La oración no está
en el tiempo, sino el tiempo en la oración… invertir esta relación es abolir la
realidad”. Vivir en relación auténtica con Dios, requiere tiempos especiales de
oración, pero la vida entera está “en él”, como expresaba el apóstol Pablo: “Ya
no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí”. (Gal, 2, 20).
Esto
nos revela que las dificultades no están en la oración como tal, sino en
nuestra forma de vivir. La oración no cansa ni crea tensión, pero puede suceder
que nuestro modo de vivir nos complique el encuentro con Dios.
También
puede ocurrir que la oración se vuelva un logro, un hábito rutinario vacío de
sentido. Esto puede provocar una hipocresía que va penetrando otros aspectos de
la vida. Lo que Thomas Merton llamaba “falsa interioridad”, dando la impresión
de una externa piedad y devoción, pero es algo “ejecutado, pero no vivido”. La
mecanización de la oración termina siendo un mero cumplimiento sin vida y que
no transforma la existencia.
La
verdadera oración es encuentro con otro que me transforma, que no me deja
igual, que me interpela y me mueve a amar. Por eso es inseparable una auténtica
vida de oración de una transparente transmisión de la fe y de una caridad
efectiva.
¿Cómo empezar a orar?
Hay
una diferencia fundamental entre el recogimiento y la concentración. La
concentración exige mucho esfuerzo y tiempo, en cambio el recogimiento es
“dejarse llevar”, es abandonarse sin ansiedad. De hecho a muchos les cuesta
comenzar porque creen que no podrían sin concentración y de hecho esta es agotadora
para la mayoría, lo cual la vuelve pasajera. En cambio el recogimiento demanda
que no haya tensión, ni ansiedad y puede durar mucho tiempo.
Por
ello es recomendable empezar la oración diaria con unos cuantos minutos de
concentración para calmarse, pero luego lo importante es el abandono en Dios,
el permanecer tranquilo y confiado porque Dios está siempre allí, esperándome,
deseando el encuentro conmigo. Si es claro que Dios nos ama más a nosotros que
nosotros a él, es evidente que nos desea más a nosotros que nosotros a él. Como
expresa el Cantar de los Cantares: “Yo soy para mi amado objeto de su deseo”,
es decir: “yo soy objeto del deseo de Dios”. Si partimos de la fe en este amor
de Dios que nos busca y desea, orar es solo dejarse encontrar, estar
disponible, abrirse al encuentro.
Miguel
Pastorino
Fuente:
Aleteia