“Queridos
colombianos: No tengan temor a pedir y a ofrecer el perdón. No se resistan a la
reconciliación para acercarse, reencontrarse como hermanos y superar las
enemistades. Es hora de sanar heridas, de tender puentes, de limar
diferencias”
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El Papa Francisco rezando ante el Cristo Roto de Bojayá |
Lo
dijo el Papa Francisco a los participantes en el Gran Encuentro de oración por
la Reconciliación
Nacional, congregados la tarde del viernes 8 de septiembre, en el parque
Las Malocas de Villavicencio, Colombia.
En
su discurso, el Santo Padre resaltó que, desde
el primer día ha deseado que llegara este encuentro. “Ustedes llevan en su
corazón y en su carne – afirmó el Pontífice – las huellas de la historia viva y
reciente de su pueblo, marcada por eventos trágicos pero también llena de
gestos heroicos, de gran humanidad y de alto valor espiritual de fe y
esperanza”. Vengo aquí, puntualizó el Papa, con respeto y con una conciencia
clara de estar, como Moisés, pisando un terreno sagrado.
Ya
que esta tierra, dijo, es “una tierra regada con la sangre de miles de víctimas
inocentes y el dolor desgarrador de sus familiares y conocidos. Heridas que
cuesta cicatrizar y que nos duelen a todos – subrayó el Santo Padre – porque
cada violencia cometida contra un ser humano es una herida en la carne de la
humanidad; cada muerte violenta nos disminuye como personas”.
Estoy
aquí, puntualizó el Papa Francisco para estar cerca de ustedes y mirarlos a los
ojos, para escucharlos y abrir mi corazón a su testimonio de vida y de fe. Y si
me lo permiten, dijo el Papa, desearía también abrazarlos y llorar con ustedes,
quisiera que recemos juntos y que nos perdonemos y que así, todos juntos,
podamos mirar y caminar hacia delante con fe y esperanza. Con estos
sentimientos, el Papa y la asamblea se reunieron a los pies del Crucificado de
Bojayá. “Esta imagen – afirmó el Pontífice – tiene un fuerte valor simbólico y
espiritual. Al mirarla contemplamos no sólo lo que ocurrió aquel día, sino
también tanto dolor, tanta muerte, tantas vidas rotas y tanta sangre derramada
en la Colombia de los últimos decenios”.
Porque
ver a Cristo así, dijo el Papa, mutilado y herido, nos interpela. Ya no tiene
brazos y su cuerpo ya no está, pero conserva su rostro y con él nos mira y nos
ama. Cristo roto y amputado, para nosotros es «más Cristo» aún, porque nos
muestra una vez más que Él vino para sufrir por su pueblo y con su pueblo; y
para enseñarnos también que el odio no tiene la última palabra, que el amor es
más fuerte que la muerte y la violencia.
“Agradezco
a estos hermanos nuestros que han querido compartir su testimonio en nombre de
tantos otros – subrayó el Santo Padre – cuánto bien nos hace escuchar sus
historias. Son historias de sufrimiento y amargura, pero también y, sobre todo,
son historias de amor y perdón que nos hablan de vida y esperanza; de no dejar
que el odio, la venganza o el dolor se apoderen de nuestro corazón”. Antes de
concluir su discurso, el Papa Francisco se dirigió al pueblo colombiano como
hermano y como padre, y les dijo: “Colombia, abre tu corazón de pueblo de Dios
y déjate reconciliar. No temas a la verdad ni a la justicia. Queridos
colombianos – agregó el Obispo de Roma – no tengan temor a pedir y a ofrecer el
perdón. No se resistan a la reconciliación para acercarse, reencontrarse como
hermanos y superar las enemistades. Es hora de sanar heridas, de tender
puentes, de limar diferencias. Es la hora para desactivar los odios, renunciar
a las venganzas y abrirse a la convivencia basada en la justicia, en la verdad
y en la creación de una verdadera cultura del encuentro fraterno”.
Renato
Martinez –
Fuente:
Radio Vaticano
Texto
completo del discurso del Papa Francisco
Queridos
hermanos y hermanas:
Desde
el primer día he deseado que llegara este momento de nuestro encuentro. Ustedes
llevan en su corazón y en su carne las huellas de la historia viva y reciente
de su pueblo, marcada por eventos trágicos pero también llena de gestos
heroicos, de gran humanidad y de alto valor espiritual de fe y esperanza. Vengo
aquí con respeto y con una conciencia clara de estar, como Moisés, pisando un
terreno sagrado (cf. Ex 3,5). Una tierra regada con la sangre de miles de
víctimas inocentes y el dolor desgarrador de sus familiares y conocidos.
Heridas que cuesta cicatrizar y que nos duelen a todos, porque cada violencia
cometida contra un ser humano es una herida en la carne de la humanidad; cada
muerte violenta nos disminuye como personas.
Y
estoy aquí no tanto para hablar yo sino para estar cerca de ustedes y mirarlos
a los ojos, para escucharlos y abrir mi corazón a vuestro testimonio de vida y
de fe. Y si me lo permiten, desearía también abrazarlos y llorar con ustedes,
quisiera que recemos juntos y que nos perdonemos ―yo también tengo que pedir
perdón― y que así, todos juntos, podamos mirar y caminar hacia delante con fe y
esperanza.
Nos
reunimos a los pies del Crucificado de Bojayá, que el 2 de mayo de 2002
presenció y sufrió la masacre de decenas de personas refugiadas en su iglesia.
Esta imagen tiene un fuerte valor simbólico y espiritual. Al mirarla
contemplamos no sólo lo que ocurrió aquel día, sino también tanto dolor, tanta
muerte, tantas vidas rotas y tanta sangre derramada en la Colombia de los
últimos decenios. Ver a Cristo así, mutilado y herido, nos interpela. Ya no
tiene brazos y su cuerpo ya no está, pero conserva su rostro y con él nos mira
y nos ama. Cristo roto y amputado, para nosotros es «más Cristo» aún, porque
nos muestra una vez más que Él vino para sufrir por su pueblo y con su pueblo;
y para enseñarnos también que el odio no tiene la última palabra, que el amor
es más fuerte que la muerte y la violencia. Nos enseña a transformar el dolor
en fuente de vida y resurrección, para que junto a Él y con Él aprendamos la
fuerza del perdón, la grandeza del amor.
Agradezco
a estos hermanos nuestros que han querido compartir su testimonio, en nombre de
tantos otros. ¡Cuánto bien nos hace escuchar sus historias! Estoy conmovido.
Son historias de sufrimiento y amargura, pero también y, sobre todo, son
historias de amor y perdón que nos hablan de vida y esperanza; de no dejar que
el odio, la venganza o el dolor se apoderen de nuestro corazón.
El
oráculo final del Salmo 85: «El amor y la verdad se encontrarán, la justicia y
la paz se abrazarán» (v.11), es posterior a la acción de gracias y a la súplica
donde se le pide a Dios: ¡Restáuranos! Gracias Señor por el testimonio de los
que han infligido dolor y piden perdón; los que han sufrido injustamente y
perdonan. Esto sólo es posible con tu ayuda y presencia. Eso ya es un signo
enorme de que quieres restaurar la paz y la concordia en esta tierra
colombiana.
Pastora
Mira, tú lo has dicho muy bien: Quieres poner todo tu dolor, y el de miles de
víctimas, a los pies de Jesús Crucificado, para que se una al suyo y así sea
transformado en bendición y capacidad de perdón para romper el ciclo de
violencia que ha imperado en Colombia. Tienes razón: la violencia engendra más
violencia, el odio más odio, y la muerte más muerte. Tenemos que romper esa
cadena que se presenta como ineludible, y eso sólo es posible con el perdón y
la reconciliación. Y tú, querida Pastora, y tantos otros como tú, nos han
demostrado que es posible. Sí, con la ayuda de Cristo vivo en medio de la
comunidad es posible vencer el odio, es posible vencer la muerte, es posible
comenzar de nuevo y alumbrar una Colombia nueva. Gracias, Pastora, qué gran
bien nos haces hoy a todos con el testimonio de tu vida. Es el crucificado de
Bojayá quien te ha dado esa fuerza para perdonar y para amar, y para ayudarte a
ver en la camisa que tu hija Sandra Paola regaló a tu hijo Jorge Aníbal, no
sólo el recuerdo de sus muertes, sino la esperanza de que la paz triunfe
definitivamente en Colombia.
Nos
conmueve también lo que ha dicho Luz Dary en su testimonio: que las heridas del
corazón son más profundas y difíciles de curar que las del cuerpo. Así es. Y lo
que es más importante, te has dado cuenta de que no se puede vivir del rencor,
de que sólo el amor libera y construye. Y de esta manera comenzaste a sanar
también las heridas de otras víctimas, a reconstruir su dignidad. Este salir de
ti misma te ha enriquecido, te ha ayudado a mirar hacia delante, a encontrar
paz y serenidad y un motivo para seguir caminando. Te agradezco la muleta que
me ofreces. Aunque aún te quedan secuelas físicas de tus heridas, tu andar
espiritual es rápido y firme, porque piensas en los demás y quieres ayudarles.
Esta muleta tuya es un símbolo de esa otra muleta más importante, y que todos
necesitamos, que es el amor y el perdón. Con tu amor y tu perdón estás ayudando
a tantas personas a caminar en la vida. Gracias.
Deseo
agradecer también el testimonio elocuente de Deisy y Juan Carlos. Nos hicieron
comprender que todos, al final, de un modo u otro, también somos víctimas,
inocentes o culpables, pero todos víctimas. Todos unidos en esa pérdida de
humanidad que supone la violencia y la muerte. Deisy lo ha dicho claro:
comprendiste que tú misma habías sido una víctima y tenías necesidad de que se
te concediera una oportunidad. Y comenzaste a estudiar, y ahora trabajas para
ayudar a las víctimas y para que los jóvenes no caigan en las redes de la
violencia y de la droga. También hay esperanza para quien hizo el mal; no todo
está perdido. Es cierto que en esa regeneración moral y espiritual del
victimario la justicia tiene que cumplirse. Como ha dicho Deisy, se debe
contribuir positivamente a sanar esa sociedad que ha sido lacerada por la
violencia.
Resulta
difícil aceptar el cambio de quienes apelaron a la violencia cruel para
promover sus fines, para proteger negocios ilícitos y enriquecerse o para,
engañosamente, creer estar defendiendo la vida de sus hermanos. Ciertamente es
un reto para cada uno de nosotros confiar en que se pueda dar un paso adelante
por parte de aquellos que infligieron sufrimiento a comunidades y a un país
entero. Es cierto que en este enorme campo que es Colombia todavía hay espacio
para la cizaña. Ustedes estén atentos a los frutos, cuiden el trigo y no
pierdan la paz por la cizaña. El sembrador, cuando ve despuntar la cizaña en
medio del trigo, no tiene reacciones alarmistas. Encuentra la manera de que la
Palabra se encarne en una situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque
en apariencia sean imperfectos o inacabados (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium,
24). Aun cuando perduren conflictos, violencia o sentimientos de venganza, no
impidamos que la justicia y la misericordia se encuentren en un abrazo que
asuma la historia de dolor de Colombia. Sanemos aquel dolor y acojamos a todo
ser humano que cometió delitos, los reconoce, se arrepiente y se compromete a
reparar, contribuyendo a la construcción del orden nuevo donde brille la
justicia y la paz.
Como
ha dejado entrever en su testimonio Juan Carlos, en todo este proceso, largo,
difícil, pero esperanzador de la reconciliación, resulta indispensable también
asumir la verdad. Es un desafío grande pero necesario. La verdad es una
compañera inseparable de la justicia y de la misericordia. Juntas son
esenciales para construir la paz y, por otra parte, cada una de ellas impide
que las otras sean alteradas y se transformen en instrumentos de venganza sobre
quien es más débil. La verdad no debe, de hecho, conducir a la venganza, sino
más bien a la reconciliación y al perdón. Verdad es contar a las familias
desgarradas por el dolor lo que ha ocurrido con sus parientes desaparecidos.
Verdad es confesar qué pasó con los menores de edad reclutados por los actores
violentos. Verdad es reconocer el dolor de las mujeres víctimas de violencia y
de abusos.
Quisiera,
finalmente, como hermano y como padre, decir: Colombia, abre tu corazón de
pueblo de Dios y déjate reconciliar. No temas a la verdad ni a la justicia.
Queridos colombianos: No tengan temor a pedir y a ofrecer el perdón. No se
resistan a la reconciliación para acercarse, reencontrarse como hermanos y
superar las enemistades. Es hora de sanar heridas, de tender puentes, de limar
diferencias. Es la hora para desactivar los odios, renunciar a las venganzas y
abrirse a la convivencia basada en la justicia, en la verdad y en la creación
de una verdadera cultura del encuentro fraterno. Que podamos habitar en armonía
y fraternidad, como desea el Señor. Pidamos ser constructores de paz, que allá
donde haya odio y resentimiento, pongamos amor y misericordia (cf. Oración
atribuida a san Francisco de Asís).
Deseo
poner todas estas intenciones ante la imagen del crucificado, el Cristo negro
de Bojayá:
Oración
Oh
Cristo negro de Bojayá,
que
nos recuerdas tu pasión y muerte;
junto
con tus brazos y pies
te
han arrancado a tus hijos
que
buscaron refugio en ti.
Oh
Cristo negro de Bojayá,
que
nos miras con ternura
y
en tu rostro hay serenidad;
palpita
también tu corazón
para
acogernos con tu amor.
Oh
Cristo negro de Bojayá,
haz
que nos comprometamos
a
restaurar tu cuerpo.
Que
seamos tus pies para salir al encuentro
del
hermano necesitado;
tus
brazos para abrazar
al
que ha perdido su dignidad;
tus
manos para bendecir y consolar
al
que llora en soledad.
Haz
que seamos testigos
de
tu amor y de tu infinita misericordia.
Amén.