Testimonio
de Guadalupe Arbona sobre el cáncer
La
mirada de la profesora de literatura comparada en la Universidad Complutense de
Madrid, Guadalupe Arbona, después de su experiencia por el cáncer,
es muy potente. No la conocí antes de esta experiencia.
Ojos intensos, mirada profunda, curiosa, herida y salvada al mismo tiempo. Su testimonio es muy útil para quien haya pasado por este trance. Lo ha dejado por escrito en Editorial Encuentro. En esta entrevista, Guadalupe, que es miembro del movimiento Comunión y Liberación (CL), abre su alma.
Ojos intensos, mirada profunda, curiosa, herida y salvada al mismo tiempo. Su testimonio es muy útil para quien haya pasado por este trance. Lo ha dejado por escrito en Editorial Encuentro. En esta entrevista, Guadalupe, que es miembro del movimiento Comunión y Liberación (CL), abre su alma.
¿Necesitamos
la proximidad de la muerte para revisar nuestra vida?
No
lo sé. No creo que la muerte en sí misma, que siempre es repugnante, traiga
nada, pero es verdad que el límite que pone delante hace emerger el
valor de lo que se vive.
Pero
vamos a mi caso concreto para que estas cosas no suenen a huecas. No quiero
dejar de contar cómo recibí la noticia de la enfermedad que amenazaba mi vida.
En septiembre de 2015, salí de la anestesia de una prueba rutinaria, echada en
la camilla y todavía algo adormilada, vi la cara del médico seria, muy seria,
le pregunté si era cáncer y el médico me dijo que sí. Fue seco y rotundo. Yo
también lo fui en mi pregunta. No quería medias verdades.
La
noticia de que tenía cáncer hizo que saliese lo que era más querido para mi, y
para mi sorpresa, lo que vino a mi conciencia, desde el primerísimo instante en
que lo supe, fue el que yo era querida por Otro. En esos momentos
no cabe el engaño, no se improvisa, no hay impostura posible, no se puede
maquillar la experiencia.
Recordé
una noche del 1985 en la que se me había impuesto, a través de la convivencia
estrecha con unos amigos, el hecho de ser querida por una Presencia que me
había creado y que me daba la vida. Treinta años más tarde se ponía a prueba,
de una manera muy radical, si la circunstancia del dolor era también para comprender
el designio del Misterio sobre mí. Así se lo dije a mis hijos al llegar a
casa, consciente de que tenía que descubrirlo en lo que cada día me trajese.
Después
del año y medio de hospitales, de operaciones, de tratamientos agresivos, etc.
puedo decir que no hay lamento. Hay días que me miro al espejo y veo que el
sufrimiento ha dejado sus huellas físicas, y pienso ‘es evidente que he
envejecido, que ahora tengo achaques y padezco los efectos secundarios de los
tratamientos’, pero no es toda la verdad porque también he ganado en estima por
las cosas y las personas, en apertura hacia lo que sucede; ahora tengo más
ganas de descubrir el significado de lo que veo, toco, enseño, escribo. Estos
meses han abierto las compuertas del deseo de significado y también he visto la
miseria que soy, la inmensa fragilidad que, afortunadamente, ha sido rescatada
para un plan bueno.
¿En
qué la ha cambiado la situación de enfermedad que ha vivido?
En
dos cosas. Ha cambiado mi mirada, ahora es más transparente. Es como si
hubiesen caído muchos velos, muchas presunciones, inquietudes, prejuicios,
angustias, escepticismos… esa especie de pantallas que ponemos sobre las cosas
que nos aísla y nos llena de rabia porque lo que hacemos es separarnos de lo
que ocurre.
La
enfermedad me ha descubierto que toda la realidad se hace amable, deseable en
lo cotidiano y en los grandes acontecimientos, cuando se vive como dada, y el
primer dato es que yo no me doy la vida a mí misma, otro la hace posible cada
instante.
En
segundo lugar, he ganado en curiosidad. Al ver lo que he descubierto en este
tiempo de prueba, que ha sido mucho, se ha renovado el deseo de conocer lo que
me espera, cómo se va a ir cincelando mi vida al hilo de lo que se me vaya
poniendo delante. Tengo la seguridad de que el Misterio está en lo cotidiano; y
también en lo que afecta a los pueblos y a lo que pasa en el mundo: no puedo
callarme la conmoción que todavía tenemos todos por los atentados en Cataluña
hace pocos días y cuánto hemos sentido el zarpazo de la violencia y la nada.
En
estas jornadas he caído en la cuenta de la diferencia con la reacción que
provocaron en mí los atentados de Atocha en 2004. Aquellos me quebraron el
cuerpo y me llevaron a buscar la experiencia del Crucificado. Los de Cataluña
me han dolido igual o más, pero además me he dado cuenta de que, en medio del
dolor, nace un deseo pertinaz de que sean las razones de una vida las
que construyan nuestros pueblos y contribuyan al bien común, que la vida de
cada uno de nosotros es una respuesta al terror.
Y
así veo que soy la misma y no soy la misma, es decir avanzo, doy pasos hacia
delante. Veo que crezco, y por eso aumenta mi curiosidad, mi esperanza respecto
al futuro, en términos cristianos.
¿Le
quedan muchas puertas por abrir?
Sí,
muchas. Soy una mujer nacida y crecida en el siglo XX y por eso tiendo a pensar
en mí misma como autosuficiente y autónoma. Como si no hubiese puertas que
abrir porque las cosas ya tienen el orden que yo les puedo dar. Pero lo que me
traen las nuevas generaciones, mis alumnos, los jóvenes, los millenials,
es un sentido de la fragilidad y de lo incompleto que es más concorde con lo
que soy. A este sentido de pobreza y necesidad le debo mucho, por eso me
considero afortunadísima de poder convivir diariamente con jóvenes. Al sentido
de que esas puertas abiertas no son maldiciones se lo debo a mi experiencia
humana de estar acompañada. No quiero vivir como si las puertas fueran puertas
peligrosas, no coincido con el refrán castellano que dice: “casa de dos puertas
mala es de guardar», advirtiendo de amenazantes aperturas.
¿Hay
alguna que no ha cerrado?
No,
yo no quiero cerrar puertas para que la casa esté guardada, prefiero coincidir
con la cita de Raymond Carver de la que he sacado el título: «Today my heart
like the front door stands open for the first time in months» (“Hoy mi
corazón como la puerta principal está abierta por primera vez después de meses»).
Es
verdad que a veces pienso ‘¡madre mía, una puerta más!’ sobre todo cuando tiene
la cara del dolor del mundo, de la pobreza, de los que sufren…pero cuando me
descubro abriendo una rendija veo la corriente de vida que llega y me enriquece.
Y
sí, rotundamente, aspiro a esa pobreza fundamental del que no tiene nada
excepto ese deseo de abrir puertas.
¿La
literatura tiene capacidad salvífica y de consuelo?
Siempre
digo que Puerta principal -las notas que he escrito durante este
tiempo- nacieron como una flor que sale de entre los ladrillos, en una
esquina del pavimento en la que ha quedado un resto de tierra. Por esa rendija
sale la flor silvestre, sin que nadie sepa quién la ha sembrado, ni regado, ni
cuidado.
Nace
de entre la dureza del cemento y los ladrillos, y la ve el paseante atento
cuando se sorprende porque hay una esquina colorida que quiebra la grisura
general. La flor irreductible se impone porque es vida. Pues así han nacido
estas palabras, sin haber sido previstas, ni programadas. Solo he ido
escribiendo lo que en esos días me atraía o dolía: sentimientos, lecturas,
impresiones, conversaciones… A propósito de la metáfora de la flor, me viene a
la cabeza la novela de Elsa Morante, “La historia”. Cuenta una historia que
siempre me ha impresionado. Describe los últimos momentos de un personaje que
va a morir en un campo de concentración y en el instante antes de que le maten
descubre una flor silvestre en la pared. Se conmueve. Arranca la flor con los
dientes, la escupe y la pisotea. En el último momento de la vida, predomina el
odio.
Para
mí ha sido justo lo contrario, las palabras han salido como esa flor que nadie
esperaba, me han conmovido a mí en primer lugar, y cuando he visto que también
llegaban a otros, las he ordenado, he trabajado con Guillermo Alfaro para
ponerle unas ilustraciones… Ahora es un libro gracias a Ediciones Encuentro.
Pero
contestando a tu pregunta con más propiedad, sí, me han consolado y mucho. No
me han salvado porque las palabras no salvan sino que relatan una experiencia
de salvación. Lo grande es que ahora, una vez probado el gusto de darse en las
palabras, y en especial, del diario literario, o de lo que los anglosajones
llaman la bondad del «Life Writing», sigo escribiendo. Es como si,
descubierta esa flor silvestre, quisiese encontrar más flores.
En
su libro sale mucho la presencia, la compañía, la pregunta sobre “quién va a
estar aquí en los momentos más duros”. ¿Por qué cree que surge tanto esta
presencia-necesidad?
Sí,
es verdad. No llega a ser un diálogo con Dios, como el espléndido de Flannery
O’Connor que estoy ahora leyendo. En él la escritora norteamericana se dirige
directamente a Dios: «Dear God…», así comienza cada página de ese diario. Yo no
hice eso, y tu pregunta me ayuda a verlo más claro, yo dejé caer en estas
palabras la pobreza, la necesidad, la fragilidad e incluso rebeldía ante las
cosas que iba viendo y me descomponían o dolían.
Algunos
críticos me han dicho que soy demasiado pudorosa en contar el dolor,
y es cierto no he contado todos los detalles. No es mi estilo hacer de una
vomitona unas páginas literarias, como hace Knausgard en “Mi lucha”, o de una
incontinencia estomacal una tierna descripción de la enfermedad de su padre,
como hace Philip Roth en “Patrimonio. Una historia verdadera”.
Creo
que cuando hablo de los días en los que el aire que respiraba era como
el plomo digo muchas cosas, o ese otro en el que la amenaza de la
tormenta me hacía esconderme en el abrigo verde, refugiarme, intentar
desaparecer, ahí creo que también sugiero mucho. O a lo mejor no he acertado y
queda escondido para los lectores… No lo sé…
Pero
ya que me preguntas con tanto acierto, sí, la lucha que está en el fondo de
“Puerta principal” es con mi propio corazón que gritaba a veces desde la
angustia, otras desde la ternura de una espera que intuye que a quien se anhela
va a llegar. El grito y la espera es la que antecede a su dulce Presencia. No
es sólo un diálogo sentimental porque lo que esperaba, y sigo esperando, es que
Jesús me dé las razones y la inteligencia para poder vivir.
Miriam Díez Bosch
Fuente: Aleteia