Este evangelio nos invita a gritar con fuerza a Jesús: «Señor, socórreme»
Siempre ha sorprendido, en
el pasaje de Jesús y la cananea que leemos este domingo, la constancia en la
súplica de esta mujer que pide la curación de su hija. Sorprende sobre todo
que, ante la negativa de Cristo y el aparente desprecio de sus palabras por pagana,
ella responda con la firmeza de la fe en un gesto de humildad que cautiva a
Cristo.
Para comprender bien este
pasaje, es preciso saber que Jesús entendió su misión como enviado
principalmente al pueblo de Israel; por eso, cuando los discípulos interceden
para que atienda a la cananea que viene gritando detrás de ellos por la
curación de su hija, Jesús afirma: «Sólo me han enviado a las ovejas
descarriadas de Israel».
Sabemos, sin embargo, que
Jesús hizo alguna incursión en territorios paganos y también allí predicó y
realizó milagros. Pero sólo después de la Resurrección, los apóstoles
entendieron que la misión de Cristo era universal. El pasaje de la cananea, es,
en cierto sentido, un anuncio de esta misión a los paganos.
Vayamos a la escena. Cuando
la mujer consigue llegar a Jesús, se postró ante él con esta sencilla súplica:
«Señor, socórreme». La respuesta de Jesús es muy escueta y hace alusión a la
costumbre de echar a los perrillos de la casa trozos de pan: «No está bien echar
a los perrillos el pan de los hijos». La mujer, acoge el reto de estas palabras
de Cristo, y responde con toda franqueza y libertad: «Tienes razón, Señor, pero
también los perrillos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos».
¡Hermosa respuesta que
conquista a Cristo! Una pagana, que no pertenece a Israel, ha manifestado una
gran fe. Se realiza algo que Jesús dirá al contrastar la carencia de fe en el
pueblo escogido y la fe de los pueblos gentiles que vendrán a sentarse en la
mesa del Reino de los cielos. La fe de esta mujer puede presentarse como
ejemplo a seguir para Israel, el pueblo elegido. Jesús, doblegado en cierta
medida, realiza el milagro, pero lo presenta como si hubiera sucedido por la
simple fuerza de la fe: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que
deseas».
Quienes estamos dentro de la
Iglesia y, por tanto, sentados en la mesa de Cristo, pensamos muchas veces que
tenemos derecho a comer el pan de los hijos. Y así es en razón de nuestro
bautismo. Olvidamos, sin embargo, que hay gente que, sin pertenecer aún a la
Iglesia, busca a Cristo, atraída por su persona, sus palabras y gestos. Ansían
tener fe y poder sentarse a su mesa. A esta gente puede sucederle lo mismo que
a la cananea: que se acercan a Cristo para recoger las migajas de pan que caen
de su mesa.
Y con pocas migajas
alimentan su deseo de salvación. Esto debe interpelarnos a quienes nunca nos
falta el pan de los hijos. ¿Qué hacemos con él? ¿Cómo progresa nuestra fe? ¿Con
qué gratitud seguimos a Cristo y le servimos? ¡Cuántos hombres y mujeres habrá
en el mundo que, si tuvieran parte en la mesa de Cristo, nos enseñarían a ser
verdaderos hijos! Como la cananea que, sin duda, interpeló a los discípulos de Cristo
y a él mismo.
Este evangelio nos invita a
gritar con fuerza a Jesús: «Señor, socórreme». Quizás no lo haga enseguida,
pero no dejará de atendernos si gritamos con fe humilde y perseverante. Así lo
dice Guillermo de Saint-Thierry: «A veces, Señor, te siento pasar, pero no te
detienes, pasas de largo y yo te grito como la cananea.
¿Me atreveré todavía a
acercarme a ti? Seguro que sí: los perritos echados de la casa de su amo
siempre vuelven a ella y, por guardar la casa, reciben cada día su ración de
pan. Frente a la puerta, te llamo; maltrecho, suplico. Así como los perritos no
pueden vivir lejos de los hombres, ¡de la misma manera mi alma no puede vivir
lejos de mi Dios!».
+ César Franco
Obispo de Segovia
Fuente: Diócesis de Segovia