Los amigos sanan las penas
Jesús habla al Padre de los hombres y a los hombres del Padre. Lo
hace con ternura. Con amor de hijo, con amor de Padre. Jesús, en un momento de
alegría, da gracias y alaba al Padre por los suyos. Pequeños. Escondidos.
Quizás no los más sabios para el mundo.
Lo alaba porque los quiere: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra,
porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has
revelado a la gente sencilla. Si, Padre, así te ha parecido mejor”. Alaba
al Padre por las maravillas que ve que hace en las almas de sus amigos
sencillos. De los pescadores que dejaron sus redes, de los pecadores
convertidos.
¡Cuánto los quiere! Aún quedan
muchos caminos por recorrer juntos. Jesús se alegra de no estar solo. De tener
a estos hombres que lo aman y que por Él lo han dejado todo. Jesús ve en esos
hombres sencillos la mirada pura que no tienen muchos fariseos y escribas. Ellos creen y no se cuestionan todas las cosas.
En el pasaje anterior, Jesús se
queja de la falta de fe de las ciudades donde ha hecho tantos milagros. Está
triste porque tienen el corazón endurecido. Ahora se detiene y mira a los
suyos. Ve sus ojos y sus manos dispuestas. Ve sus pies preparados para
seguirlo. Y alaba a Dios por ellos.
Los suyos son su consuelo, son
causa de su alegría. Son motivo de alabanza a su Padre. Se siente
querido por ellos. No siempre lo comprenden pero
creen en Él y se fían.
Hoy me detengo a pensar. Me conmueve pensar que Jesús pueda dar gracias y alabar por mí al
Padre. Lo miro. Él me conoce. Ante Él sólo está mi verdad. Sabe cómo
soy. Conoce mi vida, mi historia, mi corazón, con mis luces y mis sombras. Y
Jesús da gracias al Padre por mí.
Quiero hacer el ejercicio de
imaginarme sus palabras. Me cuesta pensar que Jesús
pueda dar gracias por mí. Alabar a Dios porque me ha creado. Me cuesta
creerlo porque sé que Él me conoce en mi fragilidad. Sabe cómo es mi vida y me
mira hasta el fondo.
Me emociona pensar que Él alabe
por mí. Que dé gracias por mi belleza, por mi compañía, por lo que soy. No me pide
cambiar. No me pone condiciones.
¿Cuál sería la oración de Jesús
por mí? Me la quiero imaginar. ¿Creo de verdad que mi pequeñez es para él motivo de ternura y
llave para llegar a mí?
Jesús, en la tierra, muchas
veces se sintió impotente ante los poderosos y los sabios. Porque sentía que
ellos no necesitaban nada. Porque juzgaban con sus categorías inamovibles, con sus moldes
rígidos.
A mí me pasa a veces. No hay grieta si estoy sellado. No hay puerta si me creo que lo sé
todo y me muestro seguro, impenetrable.
Pero Jesús se conmueve ante los
hombres de mirada inocente. Ante su debilidad. Ellos son capaces de nacer de
nuevo y volver a ser niños. Ellos logran volver a empezar cada día con el
corazón recién estrenado, joven. Ellos son capaces de asombrarse ante el amor
sin medida de Jesús. Sus
amigos sanan la pena de Jesús.
Muchas veces otros lo juzgan
desde fuera y lo meten en categorías sin dejarse tocar por Él. Jesús es para
ellos el que cura en sábado. El que come con pecadores. Pero los sencillos lo
aceptan y lo quieren como es.
¿Cómo es mi mirada en la vida?
¿Sé mirar a Dios en profundidad, detrás de las cosas, de los acontecimientos,
más allá de la norma, de lo que parece? ¿Alabo yo a Dios por los demás, le doy gracias por lo que son, por lo que
son para mí, por su belleza, por haberlos puesto en mi camino?
Ojalá hoy pueda hacer un rato
de silencio. Ojalá pueda ahí escuchar en mi interior la oración de gracias de
Jesús por mí. ¿Qué dice? También quiero yo alabar hoy a Dios. Lo quiero hacer
dando gracias por todos los que tengo a mi lado.
Jesús ora conmovido. Le sale de
lo más hondo esta oración de gracias. Así
quiero yo alabar hoy por los que me ha regalado como compañeros de camino.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia